La memoria en donde ardía, Estracto del libro Nabarralde.com 2

En el verano de 1923 la cuenca minera se inflamaba. ¿Qué se puede contar sobre las condiciones de los trabajadores de La Arboleda, esclavos entonces de una de las clases económicas más pudientes de Europa? El jueves 23 de agosto de ese mismo año Bilbao amaneció regada de pasquines: “Mientras los trabajadores de las minas luchan, la burguesía se divierte”. Diversos grupos de izquierda habían convocado a una jornada de paro en la capital vizcaína.

Desde primeras horas de la mañana, la Guardia Civil, en parejas y a caballo, patrullaba la capital, disolviendo a tiros los piquetes que intentaban detener la actividad de los tranvías. En una de esas refriegas una bala traicionera hirió de muerte al chófer Feliciano Zugasti. Aunque luego fue desmentido, el gobernador se apresuró a echar la culpa a los huelguistas.

A primeras horas de la tarde, en medio de la huelga, los señoritos se dirigieron a la plaza de toros, cuyo cartel se completó sin incidentes. Mientras los “olés” resonaban en las faldas del monte Uriza, la Guardia Civil se preparaba para detener a los cabecillas del paro, refugiados, según sus informantes, en la Casa del Pueblo. Dicho y hecho. En un santiamén asaltaron la sede socialista, de forma expeditiva, a tiros. El resultado espantoso: dos muertos, Eduardo Núñez y Lucio García, 6 heridos graves de bala y más de 50 detenidos, entre ellos el muchacho Manuel Pradera, que sólo contaba 15 años de edad. En los días siguientes un juez militar se encargaría de procesar a los detenidos, tomar declaración a los heridos y ordenar el registro de la Casa del Pueblo, donde, por cierto, apareció una cantidad nada desdeñable de ácido sulfúrico (no confundir con ácido bórico).

Cuando Eli Gallastegi, cabeza visible del independentismo vasco, tuvo conocimiento de la desdicha, escribió: “Las balas que atravesaron sus pechos parece que quedaron clavadas en nuestro corazón. Hemos sentido la tragedia como si fuera nuestra. Comunistas, vuestros muertos han hecho brotar de nuestro pecho afectos firmísimos de respeto, de admiración y de viva simpatía. Hoy, más junto a vuestro sufrir que ayer, os saludamos con esperanza”. Engracio Aranzadi, otro de los dirigentes del PNV le contestó: “para nosotros, el comunismo es el mayor de los males. El artículo de Gallastegi es una mano tendida al proletariado español, enemigo racial del obrero vasco y de la riqueza y prosperidad de nuestra patria, Euzkadi”.

Años después, el 27 de mayo de 1931, el sector comunista de la UGT, en contra del sector socialista del mismo sindicato y de ELA, convocaba a una huelga general entre los arrantzales de Pasajes. La mayoría de trabajadores decidieron lanzarse sobre Donostia con el objetivo de tomar la capital y presionar a las autoridades para que accedieran a negociar unas condiciones laborales que se antojaban propias de la Edad Media. Casi 2000 manifestantes, sus mujeres y sus hijos se concentraron en Trintxerpe y dieron comienzo a la marcha tras una pancarta que decía: “Queremos pan para nuestros hijos”.

El nuevo Gobierno republicano, sin embargo, no estaba dispuesto a transigir. Los galones de mando suben como la espuma, demasiado rápido. El tolosarra Ramón María Aldasoro, recién nombrado gobernador, llamó a las fuerzas del orden. Dicho y hecho. El regimiento Sicilia, soldados de reemplazo, la mayoría donostiarras, se apostó en el alto de Miracruz y cuando la cabeza de la marcha de arrantzales llegaba, el jefe de la tropa ordenó el ataque. Los soldados se miraron desconcertados. Las mujeres se les acercaron: no es vuestra guerra. Bajaron los fusiles y la manifestación prosiguió. Un hito en la historia.

Más adelante, sin embargo, en Ategorrieta, esperaba la Guardia Civil. Palabras mayores. Los txapelokerrak no dudaron ni por un instante. Abrieron fuego de inmediato. Resultado de la tragedia: siete muertos, 20 heridos de bala y decenas de detenidos, entre ellos el entonces secretario general del Sindicato de Pescadores de Pasajes (UGT), Juan Astigarrabia. Los muertos no tenían apellidos vascos, pero dejaron su sangre en nuestra tierra: Julián Zurro (19 años), Jesús Camposolo (23 años), Manuel Pérez (34 años), José Novo (25 años), José Carnés (32 años), Antonio Barro (31 años) y Manuel López (27 años), gallegos de origen en su mayoría. Aldasoro declaró el estado de guerra en Gipuzkoa. Poco después, los arrantzales en pleno dejaron la UGT y se afiliaron al sindicato anarquista de la CNT, y Astigarrabia fue elegido secretario del PCE vasco. Hace unos días, su hijo, cubano, volvió por primera vez sobre los pasos de su padre y conoció emocionado nuestra patria.

Durante la guerra civil, Aldasoro y Astigarrabia, paradojas de la vida, compartieron sillón en el Gobierno vasco. Y más paradójico aún fue el final de Aldasoro, que en 1952 viajó a La Habana desde Buenos Aires, donde residía como delegado del Gobierno vasco. En la capital cubana, Aldasoro sufrió un ataque al corazón. Fulminante. Murió y Astigarrabia, aquel dirigente comunista que el propio Aldasoro había enviado a prisión, se hizo cargo de sus restos que fueron enterrados en el Panteón de los Vascos, en la propia Habana. Ninguno de los dos se consideraba abertzale, en el sentido político que hoy le damos. Sin embargo, ambos pasaron a nuestra memoria colectiva.

La memoria de un pueblo se compone precisamente de estos y otros retazos, de los nombres rescatados de la huelga de Bilbao, Núñez y García, de los de la de Pasajes (Pérez, Novo, Barro…), de gentes como Aldasoro, Astigarrabia, Gallastegi, Kizkitza… de amigos, enemigos, adictos, contrarios, guapos y feos. Casas del Pueblo, batzokis, arranos, alkartetxes, eusko etxeas… Esta es nuestra riqueza, para bien y para mal, y mal que le pese a Ramón Jáuregui que, en un artículo reciente a propósito de la Ley de Memoria Histórica, escribía: “El Gobierno ha decidido hacerlo mediante un proyecto de ley que, intencionadamente, rechaza implantar una determinada memoria histórica colectiva, que no corresponde a norma alguna y encarga al legislador la protección del derecho a la memoria personal y familiar como expresión de plena ciudadanía democrática”.

Monumental error, aunque no de factura reciente. La memoria es colectiva. Y si la hacemos particular, algunos especuladores de la memoria reescribirán a su antojo, borrarán de un plumazo lo más negativo para sus tesis y nos mostrarán el lado más notorio de la imbecilidad humana: la negación del otro. Y he sufrido en carne propia esa experiencia.

Hace ya algunos años encontré en una biblioteca norteamericana el diario del lehendakari Agirre en su periplo por la Europa nazi. Ya que los norteamericanos lo podían consultar no era descabellado pensar que los vascos pudieran acceder a su contenido. Prologué y comenté una edición del mismo a este lado del Atlántico y, desde entonces, un grupo ultra (lo digo con el significado que atribuimos a los fanáticos de un equipo de fútbol) no ha dejado de perseguirme aprovechando cualquier oportunidad para afearme aquella iniciativa. Creen que el patrimonio, como escribió Ramón Jáuregui, es particular y no colectivo. Allá ellos.

Ahí están, sin desaprovechar ocasión. En la última, la andanada ha superado con creces los límites de la decencia. No por el uso de dinero público para expresar sus tonterías, ni por llamarme mal vasco por fijarme precisamente en los olvidados que menos líneas han tenido en otros foros ni por pequeñeces por el estilo, sino por la capacidad del ser humano en ser desagradecido. Nunca dejaré de sorprenderme. La historia particular también es una parte de la colectiva.

Y es que resulta que al señor que ha estampado su firma en esa persecución y acoso a mi trayectoria le he dedicado muchísimo tiempo, que obviamente había robado a mis amigos y a mis hijos, para seguir el rastro de su padre desaparecido y ejecutado en la guerra del 36. He pasado horas completas con sus hermanas, escuchando sus lloros y aportando mi granito de arena en la dignificación de la memoria de su padre. Algo que su partido había olvidado en alguna habitación del pasado. Triste, de veras.

Hoy, desgraciadamente, desagradecidos, olvidadizos, tendenciosos y negadores de una memoria colectiva, son parte del establishment que no permite a nuestro país mirar hacia adelante y que convierte a la historia en una asignatura partidista. La primera vez que me tropecé con ellos tuve la intención de desenchufar. Pero sospechaba, desde siempre, que la pasta de quienes forjan el acero es otra. Y la encontré sin escarbar demasiado.

En estos últimos días, por ejemplo, a la vez que me he sorprendido con los exclusivistas de la historia, también he logrado emocionarme con los nuevamente olvidados y también con los silenciosos motores de nuestro país, de la recuperación de nuestra memoria. He conocido a Balbino García de Albizu que dedica su vida a rescatar las viejas notas del euskara en Ameskoa, o a Juanjo Hidalgo y Félix Muguruza que ponen dinero de su bolsillo todos los meses para editar esa hermosa revista de historia que se llama Aunia. He sabido que otro de estos amigos, no tan anónimo éste, ha rechazado la posibilidad de una remuneración de 60 millones de las antiguas pesetas si presentaba un trabajo histórico a un premio de solera. ¿Cuántos harían lo mismo por dignidad? Con ellos, con otros y con los que vendrán, recuperaremos los nombres de los que faltan, sin importarnos del color que fueran, e iremos construyendo esa memoria colectiva que unos extraños no nos transmitieron.

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Publicado por Nabarraldek argitaratua