La razón de que el periodismo sea, con excepciones notables, una forma de escritura fugaz es la dependencia que tiene del hecho actual, desconectado de los procesos históricos y de relevancia efímera. Si hay continuidad entre los artículos de un periodista, suele ser una continuidad externa, un aglutinante aportado por las circunstancias más que por la estructura objetiva de los artículos. A pesar de la diferencia de escala, al periodista le pasa un poco como a los historiadores. A pesar de que la historia, por el hecho de atender a cambios de gran magnitud y duración, parezca el polo opuesto del periodismo (que algunos consideran la historia del presente), el historiador selecciona los fenómenos en virtud no de la significación intrínseca sino de la importancia explicativa en la concatenación de causas y consecuencias, o, dicho de otro modo, según la influencia que tienen en la configuración de la época estudiada por el historiador. De modo que personas mediocres, como Felipe VI, o eventos grises, como los pactos de la Moncloa, se convierten en materia historiable por cumplir el requisito de conectar eventos de acuerdo con la lógica de la causalidad histórica.
Pero hay otros eventos que, a pesar de no tener suficiente fuerza explicativa en sentido causal y no constituir objeto de la historia, tienen un valor ideal, casi alegórico, por el hecho de iluminar intensamente no la condición de la época sino su estructura ideal. Son pequeñas viñetas que revelan la verdad íntima del momento. Es por esto y no por el escándalo como ocasión de entretenimiento por lo que merece la pena reflexionar sobre el choque entre Cayetana Álvarez de Toledo y el vicepresidente del gobierno español, Pablo Iglesias. No porque la crispación como programa político (o más exactamente antipolítico) sea alguna novedad en España, ni porque en el choque haya una dosis de justicia poética -en el que se corrobora una vez más el dicho de Martin Niemöller, lo de ‘primero vinieron… ‘-, sino por lo que revela sobre el alma no ya de la política sino de la sociedad, la flagrante ligereza e incoherencia tanto de la marquesa como del ‘hijo del terrorista’. La oposición de voluntades inscrita en la competición entre partidos y la polarización por origen de clase no deberían tapar lo que une a ambos personajes en el extremismo verbal. El extremismo no es sino la confesión de falta de vocación para organizar racionalmente la vida pública y la prueba de que se ‘hace política’ con el aroma de la oportunidad. Lo que une los dos pendencieros es una espectacular falta de principios, en un caso por no haber aceptado el mínimo de apariencia democrática que el régimen necesita para sostener la leyenda de la transición; en el otro por haber aceptado los supuestos necesarios a la apariencia y legitimar así el continuismo. Veámoslo.
Cayetana Álvarez de Toledo y Peralta-Ramos, decimotercera marquesa de Casa Fuerte, se revolvió como una víbora cuando Pablo Iglesias le recordó su condición aristocrática como si fuera un pecado. Cayetana tuvo bastante con devolver el reproche e involucrar al padre de Iglesias para sacudir al congreso durante unas cuantas horas: ‘Usted es el hijo de un terrorista. A esta aristocracia pertenece usted, a la del crimen político’. Frase intempestiva que Meritxell Batet ordenó borrar del diario de sesiones porque desmonta la ficción de un proceso político ordenado. Donde Iglesias insinuaba una responsabilidad de clase, Álvarez respondía con una acusación de criminalidad personal, remachándola con el cargo de violencia. Esta ha sido la frase más citada del discurso de la incendiaria marquesa, porque en España se da prioridad al insulto y se otorga protagonismo a la agresividad y a las subidas de tono. Al revés que en algunas otras sociedades, en el hemiciclo madrileño cada día se confirma que quien más grita más se hace escuchar. Con los altavoces mediáticos repitiendo las palabras altisonantes, nadie ha prestado atención a la frase inmediatamente anterior, mucho más interesante, porque demuestra hasta qué punto dolió a Cayetana la insistencia de Iglesias en llamarla por el título: ‘Los hijos no somos responsables de lo que han hecho nuestros padres, ni siquiera de lo que puedan hacer nuestros hijos’. La frase, inconsistente con la acusación que la seguía, lo es también con la trayectoria de Álvarez de Toledo, pero tiene lógica en el actual sistema político, porque es la reiteración en el ámbito personal de la negación colectiva de la continuidad con el régimen anterior.
Los hijos no son responsables de lo que hayan hecho los padres siempre que no asuman su herencia. Cada uno es hijo de sus obras, afirma don Quijote en una conocida frase antiaristocrática de Cervantes. Cada uno se labra su destino del que tiene que aceptar la responsabilidad. Esta es la idea cristiana ante la tradición veterotestamentaria de la transmisión de la culpa hasta la tercera y la cuarta generación. Una idea, por cierto, negada en el curso de la historia con las recurrentes persecuciones de judíos por haber ‘matado a Dios’. Una idea, en todo caso, ligada a la conversión y al bautismo, que borra la memoria del pecado como las aguas del río Leteo borran la de los muertos.
Si se acepta la herencia ideológica junto con el título nobiliario y las ventajas sociales que del mismo cuelgan, uno se convierte en cómplice de los crímenes perpetrados por obtenerlos y se corre el riesgo de perpetrar otros nuevos para conservarlos. Concretamente, en el contexto del pasado que no quiere pasar, uno se hace cómplice del franquismo y de la guerra que la aristocracia española instigó para revertir los moderados avances de la malograda Segunda República. Sólo en España se consolidó el pacto de la aristocracia con el fascismo. No hace falta recordar cómo terminó la aristocracia en Rusia o China. En Austria, los títulos de nobleza se abolieron en 1919 con la caída de la doble monarquía. En Estados Unidos la revolución sentenció la monarquía y, al mismo tiempo, la aristocracia de sangre. En todas partes, la eliminación de los privilegios heredados es la señal inequívoca de una mutación política. Y donde aún se toleran, los títulos nobiliarios no pasan de ser una reliquia decorativa que hincha la vanidad de una clase autista refugiada en las revistas de sociedad.
Pero España es diferente. Allí los grandes hacendados ganaron la guerra contra la democracia con la ayuda de Hitler y Mussolini. Y cuando estos fueron derrotados después de haber incendiado el continente, una decisión estratégica de los aliados permitió a los terratenientes y a la alta burocracia española, todavía explícitamente fascista, reconstruir el Estado a la medida de sus privilegios. Al morir el militarote que les defendía, pusieron al frente a el garante real del principio aristocrático. Juan Carlos nunca ha sido ni podía haber sido la personificación de la democracia. Era, como lo es su sucesor, el símbolo hereditario de una determinada tradición y por lo mismo la encarnación de la responsabilidad transmitida por exclusividad de clase.
Cuando la oposición aceptó la continuidad institucional con el franquismo, no sólo impidió su ruptura sino que preparó la regresión que se ha ido incubando a medida que pasaba el tiempo y el olvido disolvía el oprobio. No debería sorprender que la simbología de la dictadura cada vez más se convierta en objeto de la nostalgia de una sociedad escorada a la extrema derecha. La regresión no es de hoy ni de ayer. Felipe González ya deshonraba la democracia negándose a pedir perdón por los crímenes del franquismo, esgrimiendo que el Estado no puede pedirse perdón a sí mismo. El argumento era capcioso, pero exacto en su caso, pues, a diferencia de Alemania y otros países que han hecho contrición pública de los pecados nacionales, España no ha roto con el franquismo y es todavía el mismo Estado pertinaz que celebra los genocidios cada 12 de octubre.
Pablo Iglesias no ha sido más diligente que su antagonista al cohonestar actitudes y retórica. ¿Qué sentido puede tener atacar a nadie por su título nobiliario en un Estado que los legitima? España no es Austria y, guste o no, los títulos de nobleza son tan legítimos como los universitarios o los de propiedad. Se entiende que, como ‘revolucionario’, Iglesias desee la abolición de la nobleza y la instauración de la república. Pero si estos objetivos son sinceros, ¿qué hace él gobernando en calidad de socio menor de un partido identificado con la reacción? Un partido que tolera las injusticias más flagrantes, tapa la corrupción de los poderosos y no puede evitar participar en la misma, cosa inevitable cuando se contemporiza con las mafias. Si Iglesias fuera el republicano que se imagina ser, no defendería la monarquía ni siquiera a efectos tácticos, pues la monarquía borbónica es el ejemplo evidente de la forma en que los hijos heredan los actos de los padres y a menudo los reproducen con creces. Un Iglesias comprometido en limpiar este régimen la condenaría sin reservas, en lugar de convertirse en uno de sus apoyos. Acatando el ‘status quo’ ‘por responsabilidad’, uno se hace solidario del mismo. Esto hizo Santiago Carrillo derrochando años de lucha clandestina el día en que, despertándose de su sueño dogmático, se desengañó de la patraña del eurocomunismo y acató la monarquía. Aquella traición a los principios y a las víctimas de aquellos principios acaba de reeditarse en rústica, es decir, en una edición más indigna aunque igualmente cínica, con la incorporación del ‘socialista’ José Montilla al consejo de Enagás, siguiendo la senda del cementerio de elefantes de la clase revolucionaria española.
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