La pugna ya ha comenzado. En momentos como estos, las posibilidades de cambio, para bien o para mal, hacia una sociedad más igualitaria o más autoritaria, irrumpió como caballos de carreras desde los cajones de salida.
Los políticos progresistas y conservadores plantean propuestas para modificar radicalmente la sociedad norteamericana, redistribuir la riqueza, cambiar las reglas, redefinir prioridades. La pandemia ha dado una excusa a la administración Trump para intentar cerrar las fronteras y, al parecer, un pretexto también para intentar asegurar la capacidad inconstitucional de detener a personas de manera indefinida. La diputada Ayanna Pressley, entre otros, teniendo en cuenta que el hacinamiento de personas en malas condiciones supone un riesgo para la salud, ha abogado por reducir la población penitenciaria: como respuesta a la crisis, liberar personas en lugar de hacer lo contrario. Otros progresistas han tratado de ampliar los derechos de los trabajadores y las bajas por enfermedad e implementar nuevas políticas que mejorarían la vida de las personas incluso en tiempos de normalidad. Hay programas sociales considerados inviables desde hace mucho tiempo que podrían salir adelante, y esto también podría pasar con ciertas medidas autoritarias.
Todo desastre sacude el orden antiguo: una catástrofe repentina cambia las reglas y exige respuestas nuevas y diferentes, pero decidir concretamente cuáles deben ser se convierte en objeto de disputa. Este tipo de altibajos cambian la percepción de las personas sobre ellas mismas y la sociedad, sobre lo que es importante y lo que es posible, y conllevan, a menudo, un cambio más profundo y duradero, a veces un cambio de régimen. Muchos desastres evolucionan como las revoluciones; la historia nos da muchos ejemplos de calamidades que han provocado un cambio duradero en un país.
Las consecuencias catastróficas del huracán Katrina en Nueva Orleans generaron una lucha por el poder similar. En el proceso de reconstrucción de la ciudad devastada por el fracaso de los diques de contención, los conservadores lograron varias cosas: todas las escuelas públicas de Nueva Orleans se convirtieron en escuelas concertadas y los grandes proyectos urbanísticos -que en general habían sobrevivido intactos- fueron desmantelados y desplazaron a miles de vecinos empobrecidos. Pero la ciudad también eliminó una parte de la corrupción del sistema judicial y penitenciario, hizo mejoras en los planes de evacuación y comenzó a abordar su vulnerabilidad crónica ante las inundaciones mediante políticas e infraestructuras más sólidas y ecológicas.
Los cambios no fueron sólo locales. La administración de George W. Bush, cuatro años antes, había utilizado el 11 de Septiembre, otra calamidad, como pretexto para despojar a los estadounidenses de las libertades civiles, para entablar un par de guerras que fueron una catástrofe humanitaria, diplomática y económica en sí mismas y para ampliar su autoridad. De hecho, la respuesta gubernamental al 11 de Septiembre se puede ver sobre todo como un intento de combatir y someter no a los terroristas y a unos regímenes lejanos, sino a los propios ciudadanos norteamericanos. Para ello, el gobierno se dedicó a infundir miedo, recortar derechos, demonizar a los musulmanes, ampliar sus poderes y utilizar ideas de patriotismo bélico para arrinconar la disidencia. El fracaso para evitar los ataques de Al Qaeda habría podido desacreditar el régimen; el régimen intentó, como suelen hacer los regímenes, apuntalar su autoridad.
Esta autoridad se derrumbó a raíz de la respuesta insensible e incompetente de la administración ante el huracán ‘Katrina’, sobre todo ante el desamparo de los habitantes de Nueva Orleans, en su mayoría pobres y negros, en su ciudad inundada. (Dos días después de que el ‘Katrina’ llegara a la costa del Golfo de México y dejara bajo el agua el 80 por ciento de Nueva Orleans, Bush dijo: “Creo que no ha habido nadie que haya previsto la ruptura de los diques”; poco después, llegó a los medios de comunicación un vídeo grabado el día antes de la catástrofe en la que se veía que advertían el presidente de esta posibilidad). La indignación por la reacción socavó el mandato de la administración Bush. “Para mí el ‘Katrina’ fue un punto de inflexión. El presidente rompió su compromiso con los ciudadanos -dijo Matthew Dowd, del equipo de encuestadores de Bush-. “Pensé: chaval, estamos perdidos. Estamos acabados”. Aquello fue el final de la época de deferencia posterior al 11-S con aquella autoridad en concreto, y hay quien afirma que, al dejar al descubierto el racismo purulento de la sociedad estadounidense, allanó el camino para la elección de un presidente negro varios años después.
“Esto es nuestro Chernobyl”, afirmó recientemente un médico de la ciudad de Nueva York. Parece que lo que quiso decir con esto es no sólo que el personal médico situado en primera línea corre un grave peligro, sino también que las autoridades institucionales están fallando a la sociedad civil, del mismo modo que las jerarquías soviéticas, hasta el Kremlin, fallaron en el desastre provocado en 1986 por un accidente nuclear que esparció la radiación en varios países y que en Ucrania causó una contaminación de cientos de kilómetros cuadrados que se prolongará durante milenios. Unos años después, el hombre que encabezaba esta jerarquía, Gorbachov, explicó: “El accidente nuclear de Chernobyl, del que este mes hará 20 años, fue quizá la causa real de la desintegración de la Unión Soviética cinco años después, incluso más que la ‘perestroika’ que yo mismo dirigí. Efectivamente, la catástrofe de Chernobyl significó un punto de inflexión histórico”.
Nadie sabe aún qué provocará esta crisis. Pero, como tantos otros desastres, este ha revelado cómo estamos de interrelacionados, hasta qué punto dependemos del trabajo y la buena voluntad de los demás y estamos inmersos en sistemas sociales, ecológicos y económicos, y hasta qué punto la prevención o la supervivencia ante algo que nos afecta de una manera tan personal y profunda como una enfermedad depende de nuestras decisiones colectivas y las de nuestros líderes.
Este desastre también ha revelado cuán miserable es el egoísmo de la administración Trump; los primeros informes sugirieron -y un tuit presidencial lo confirmó después- que el señor Trump abordaba esta pandemia básicamente en la medida en la que afecta sus posibilidades de reelección, por lo que intentaba minimizarla en beneficio propio en lugar de responder como necesitábamos. Más recientemente, él y los líderes republicanos del Congreso han creado un paquete de rescate financiero dirigido a las grandes corporaciones más que a los ciudadanos y, en lugar de gestionar eficazmente la entrega de material sanitario urgente, han hecho propuestas centradas en mantener el mercado fuerte, y no asegurar la buena salud de las personas.
¿Esta catástrofe nos permitirá recuperar las redes de seguridad social que hace 40 años desmontamos? ¿Servirá para que se abogue por una atención sanitaria universal? ¿Una renta básica universal parecerá una idea más razonable? A medida que poblaciones enteras deban quedarse en casa y el gasto de los consumidores caiga en picado, ¿redefiniremos lo que es necesario e importante y cómo satisfacer las necesidades de las personas? ¿Quizás el hecho de afrontar el cambio climático parecerá diferente en un mundo donde el tráfico aéreo y el consumo de productos y de combustibles fósiles se haya reducido significativamente, un mundo donde sea más posible imaginar un cambio general porque ya habrá muchas cosas alteradas?
Aún no hay nadie que tenga respuestas para este tipo de preguntas, porque lo que nos dicen muchos desastres es que no se pueden predeterminar sus consecuencias. Dependen de lo que hagamos, y esto depende de cómo interpretemos lo que está pasando, y de qué valoramos y de cómo cambia esto en un momento de enorme trasiego. Junto con la lucha por superar un desastre, hay una lucha por definir qué significa. Estas dos luchas son inseparables y hacen surgir un nuevo orden.
Traducción al catalán: Marc Rubió Rodon. Al español: Nabarralde
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ARA / THE NEW YORK TIMES