HAN transcurrido casi cien años de los hechos que marcaron de forma dramática la historia de Armenia. Entre 1915 y 1918, en plena Primera Guerra Mundial, los turcos aplicaron una política de deportaciones, torturas, violaciones y asesinatos que aún no han sido reconocidos por el Estado turco. La tragedia continuó en los años 20 reanudándose las expulsiones y las víctimas en una espiral cruenta. Una buena parte de Armenia, por aquel entonces, formaba parte del Imperio Otomano. El nacionalismo etnicista turco, primero, encabezado por el Comité de Unión y Progreso (CUP). llamados popularmente los Jóvenes Turcos y, más tarde, por los nacionalistas en plena convulsión social dieron lugar a uno de los procesos de exterminio más brutales de esta época. Sin duda es un aprendizaje que hemos de tener en cuenta a la hora de valorar la necesidad que hay de impulsar la convivencia entre los pueblos y las distintas culturas, en un mundo cada vez más globalizado en donde hay importantes conatos de racismo o violencia por cuestiones étnicas o religiosas.
Hay que considerar que el pasado explica cuestiones irresueltas del presente. Y aunque se suele pensar que los brotes de violencia son espontáneos o casuales, sus raíces se hunden en ese ayer. Se manejan cifras, son estimaciones (a veces al alza, otras a la baja), de que cerca de un millón y medio de armenios, de una población de tres millones, murieron en este proceso de depuración deshumanizada. Los que no fueron asesinados directamente acabaron falleciendo víctimas de enfermedades o de inanición en su expulsión por el desierto. Otros que pudieron escapar tuvieron que sufrir las penalidades propias de los refugiados.
Durante
En este contexto, por desgracia, los armenios llevaron acabo una matanza de musulmanes de la ciudad que ayudó a que los radicales turcos la tomaran como excusa para proceder a sus actos posteriores. Finalmente, ante los desastres en los frentes de batalla, se consideró que los armenios eran un peligro para la seguridad interna, culpándoles de las derrotas, y el Gobierno turco adoptó la terrible medida de deportarlos hacia Siria, en torno a la ciudad de Dayr az Zawr, sin ningún tipo de garantías durante el traslado. Las condiciones y los modos con los que procedieron a esta expulsión anularon toda consideración a los derechos humanos. Se concentró a la población en 26 campos de concentración que, en algunos casos, no eran más que lugares donde se les dejaba morir, sin más.
De este modo,
La derrota de las potencias centrales podría haber permitido encausar a los culpables pero, finalmente, como estos huyeron, no se adoptaron medidas como sucedería luego en el Juicio de Nuremberg en 1946 contra la alta jerarquía nazi por la responsabilidad en el Holocausto. De todos modos, las medidas que se tomaron de urgencia para salvar a los miles de armenios no lograron compensar lo ocurrido.
Hoy, 24 de abril, los armenios conmemoran, como fecha de arranque de esta terrible matanza, la inefable decisión del Gobierno otomano de aplicar una política de exterminio. Fue el día en el que 250 intelectuales armenios fueron detenidos en Estambul. Todavía queda que el Estado turco, heredero de aquel aunque no directamente responsable de los hechos, asuma la desagradable carga moral de su reconocimiento, igual que la actual Alemania carga sobre sus hombros con la responsabilidad de la memoria del nazismo. Turquía debería hacer lo propio. De ahí el valor que entraña el peso de