La insostenible ligereza de la interpretación del voto

En la última noche electoral, y de una sola tacada, un 42 por ciento de la ciudadanía con derecho a voto quedó borrada de la realidad política catalana. Esto sin contabilizar a quienes ni siquiera tenían este derecho. La mirada, inevitablemente, quedó fijada en los diputados conseguidos por cada partido y las futuras posibilidades de formar gobierno. Y las valoraciones de los resultados realizadas por los propios partidos y muchos analistas quedaron atrapadas en la comparación entre los diputados logrados ahora respecto a los de las anteriores convocatorias electorales.

Atendiendo a las consecuencias futuras de la realidad fijada en el Parlamento, desde el punto de vista político e informativo, es comprensible que desde entonces prácticamente medio país se haya quedado a oscuras de toda valoración política. Pero que medio país esté a oscuras no quiere decir que haya desaparecido. La abstención es un hecho social tan o más relevante que la participación, y merece mucha atención. Da igual si se trata de desconocimiento por aislamiento, de desinterés por desvinculación de lo público o de una abstención racionalmente fundamentada –tres tipos de abstención muy diferenciadas–, la autoexclusión de la decisión parlamentaria, además de su impacto electoral, tiene causas y consecuencias sociales muy relevantes.

Ahora bien, la ignorancia de la existencia de medio país sobre todo lleva a hacer valoraciones ridículas sobre el comportamiento político del otro medio que queda visible. Por el extremo de los vencedores, los análisis confunden el verdadero significado de la representación de ser primeros, segundos o terceros con la realidad del soporte obtenido. Así, prácticamente el 28, 22 y 14 por ciento de los votos obtenidos por PSC, Junts y ERC sobre el 58 por ciento de participación no pasan de ser unos raquíticos 16, 12 y 8 por ciento, respectivamente, de votos sobre el total del censo. Y si sumáramos a los que no están en el censo, aún sería menos sobre el total de catalanes. Quiere decir que hablar de grandes cambios causados ​​en Cataluña por la política de reencuentro y concordia, o sugerir la gran capacidad de arrastre de un líder o, aún, el fracaso de una determinada estrategia, son exageraciones que rayan la falsedad.

Por su parte, si vamos al extremo de los últimos puestos, sobre el total del censo, en realidad Vox no pasa del 4,6 por ciento de los votos, la CUP del 2,4 y Aliança Catalana, del 2,2. No me parecen, para bien y para mal, cifras especialmente relevantes. Y queda aparte el caso de Comuns Sumar, claro, que tras derribar al gobierno y no obtener representación justo en las circunscripciones que se supone que defendían con más arrogancia, han perdido dos diputados y sobre el censo han obtenido un 3,4 por ciento de los votos. Una “fuerza” con la que todavía pretenden pontificar sobre si el país ha dado un paso a la izquierda y determinar cuál es el gobierno legítimo que quieren los catalanes.

Y puesto que con estos últimos resultados electorales hay quien quiere certificar –por enésima vez– la muerte del independentismo, también es conveniente recordar un par o tres de cosas. Una, que por la misma razón que hemos comentado antes, los resultados favorables o contrarios a la independencia de una encuesta realizada al conjunto de la población no son indicativos de lo que harían quienes realmente fueran convocados a votar en un nuevo referendo y, efectivamente, participaran. El resultado efectivo lo darían estos últimos, y es previsible que la participación y la abstención en un referéndum de autodeterminación no se repartirían de forma homogénea entre los sí y los no.

Tampoco son legítimos los cálculos de soporte a la independencia a partir del resultado de unas elecciones parlamentarias. Las últimas encuestas del propio CEO indican que un 19 por ciento de los votantes del PSC, un 35 por ciento de Comuns Sumar y –agárrense– un 12 por ciento de Vox se declaran favorables a la independencia de Cataluña. Contar ahora con el apoyo a la independencia sólo con el voto de los partidos explícitamente soberanistas es un error. Y, por último, todavía una tercera consideración. Cuando se pregunta por el apoyo a la independencia nunca se precisa algo tan relevante a la hora de tomar la decisión de esta magnitud como es conocer las condiciones en que se produciría y las consecuencias previsibles. No es lo mismo si el voto favorable volvería a implicar represión policial y judicial o amenazas económicas y de aislamiento o si se realizaría en un marco de juego limpio democrático. Y es que ya deberíamos saber que no es lo mismo una opinión que expresa un deseo abstracto en una encuesta que un voto en las urnas que determinará unas consecuencias concretas.

ARA