Louis Auguste Blanqui (1805–1881) fue una de las figuras más importantes y controvertidas de la política revolucionaria francesa del siglo XIX, desempeñando papel relevante en todas las revoluciones (1830, 1848 y 1870-1871) que acontecieron durante su vida, la cual transcurrió principalmente entre dos extremos: revolución y derrota, barricada y mazmorra. Fue condenado a muerte tres veces, pasó más de 33 años en prisión, lo que más tarde le valió el sobrenombre de “L’ Enfermé” (el encerrado), y otros 6 en el exilio.
La Revolución Francesa de 1789, con su proclama ideológica “Libertad, igualdad, fraternidad” constituyó el germen del socialismo europeo y de una democracia popular que floreció y se robusteció, donde la gente común acudía en masa con sus representantes a los debates de la Asamblea Nacional. Ciertamente así fue, pero durante pocos años ya que, primero Napoleón, después la monarquía restaurada, llevaron esta democracia a la clandestinidad. Babeuf y sus correligionarios quisieron llevar el ideario revolucionario a su conclusión lógica, y para ello su organización lanzó una campaña de propaganda y agitación de las clases populares, lo que ocasionó un levantamiento, la “Conspiración de los Iguales” (primavera de 1796), cuya finalidad última fue derrocar al Directorio y poner en vigor la Constitución de 1793. Etiquetada y condenada como “conspiración”, a tal punto ésta quedó estigmatizada que Babeuf pasó como un intrigante y maquinador para las siguientes generaciones. No obstante, la Conspiración de los Iguales constituyó más que un simple episodio en la historia del régimen thermidoriano, y fue un hito muy importante para la historia del socialismo así como para las luchas populares y obreras del siglo XIX, ya que por primera vez la idea “comunista” se había convertido en fuerza política. Buonarrotti, camarada de Babeuf, que sobrevivió al juicio en el que éste fue condenado y ejecutado, pasó las siguientes cuatro décadas tratando de reagrupar a sus seguidores en sociedades secretas conocidas como los carbonarios, quienes se esforzaron por mantener vivos los principios de 1789.
Fue en este ambiente donde creció y se forjó el joven Blanqui. Nacido en 1805 en una familia de clase media, se radicalizó como estudiante y pronto mostró su capacidad de liderazgo y activismo revolucionario. En 1830, cuando la monarquía reaccionaria de los Borbones fue derrocada en los “Tres Días Gloriosos” de la insurrección en París, Blanqui ya desempeñó un papel destacado en la lucha callejera. Desde entonces aprendió que cuando se concentra una considerable población en una gran ciudad como París, las personas ya tienen todo el poder que necesitan, y que si deciden ejercerlo para desafiar a un gobierno injusto tienen todas las posibilidades de ganar superando a las fuerzas de represión. Comprendió que las sociedades injustas en las que vivimos están organizadas de tal modo que son la garantía de que el ejercicio del poder popular siga siendo excepcional. Por lo tanto, mientras las personas no se decidan a elegir el camino de la libertad y la insurrección, necesitarán del aliento de una avanzadilla comprometida, íntegra y honesta. Blanqui pensó que con la creación de una vanguardia, una élite revolucionaria bien estructurada y secreta, se puede confiar en su capacidad para, mediante una insurrección popular, conseguir el poder y crear un régimen de justicia social. También tuvo en cuenta que el cambio social lleva un tiempo para establecer una alternativa sólida y que para preservar a la gente de quienes le engañan y explotan hay que darles una educación apropiada. Por todo ello, Blanqui pensaba que una sociedad justa e igualitaria solo puede establecerse por medios revolucionarios, que ninguna insurrección puede tener éxito si no logra superar los recursos coercitivos del estado, y que ningún gobierno revolucionario puede perdurar si traiciona los principios fundacionales apoyados por el pueblo concienciado.
De estos principios básicos se desprenden y explican las características sobresalientes de la vida política de Blanqui: su rechazo de todas las formas de poder establecidas; su persistente perseverancia en políticas conspirativas, a pesar de los repetidos fracasos, sentencias de muerte y penas de prisión; su desprecio por los traidores posrevolucionarios que abusaron de la confianza del pueblo; su énfasis en la educación popular como la base esencial para una futura sociedad comunista; su odio a la Iglesia y a toda ideología religiosa como la forma por excelencia de la mala educación; su valorización de París como la vanguardia de la nación en su conjunto; su admiración por la facción hébertista de la Primera Revolución Francesa; su predilección por los principios políticos y morales sobre las estructuras económicas…
Blanqui fue un firme opositor al positivismo al que define no sólo como una religión que coloca a la ciencia al servicio del orden establecido, sino también como una doctrina execrable del fatalismo histórico. Asimismo es ferviente antagonista del cientificismo, del determinismo y del carácter supuestamente lineal del devenir histórico. Nada está escrito de antemano, nada es destino fatal, la historia ni hace ni define nada, el devenir histórico no puede describirse con leyes vanas y arrogantes, ni mucho menos circunscribirlo y concretarlo científicamente. Solamente la gente hace y da forma a la historia con su cotidiana lucha interminable. Ciertamente, las explosiones revolucionarias son inadvertidas, inesperadas, invariablemente inoportunas, y quien las predice yerra, por cuanto la acción siempre tiene la última palabra.
Blanqui no fue estrictamente un teórico, sino un hombre de acción, pensó la calle, acuñó la famosa expresión “ni Dios ni amo”, resistió a toda doctrina rígida (ni marxista ni anarquista, él fue un comunista avant la lettre), luchó sin tregua aunque solo acumulara derrotas. Su inflexibilidad, rectitud y pasión, así como su gusto por las vanguardias armadas y el uso de la fuerza le llevaron a ser considerado enemigo público nº1 de la sociedad burguesa francesa. Pero, a la vez, fue sin lugar a dudas el gran centro de gravedad en torno al que gravitaron los intelectuales franceses del XIX, encontrando más aceptación entre los estudiantes que entre los obreros. En desacuerdo con los seguidores de Proudhon, por un lado, y de Marx, por el otro, Blanqui detentó durante toda su vida una autoridad incontestable en los círculos revolucionarios franceses, pero fue rápidamente olvidado (cuando no, ridiculizado) después de su muerte. Marx, gran divulgador de la Comuna, fue ferviente admirador del movimiento radical de Blanqui pero también criticó la inoportunidad de sus acciones, y limitó el papel de éste como gestor de la Revolución de 1870 lo que contribuyó a que Blanqui fuera rápidamente olvidado. “Con un poco de sentido común podía haber obtenido de Versalles algún pacto beneficioso para el pueblo, que era lo único que podía aspirarse en esa época.” La prudencia de Marx recibió cumplida respuesta, 100 años después, con la proclama de los estudiantes parisinos de 1968, que rindieron tributo insospechado al pensamiento y a la obcecación revolucionaria de Blanqui, con su lapidaria frase: “Seamos realistas, ¡pidamos lo imposible!”
¿Por qué Walter Benjamin se fijó en Blanqui, encarnación del ultraizquierdismo con sus connotaciones de violencia, de ilegalidad y de obcecación en una vía revolucionaria fallida? Porque, aun a pesar de las fallas muy reales de Blanqui, así y todo era un antídoto contra las ideas izquierdistas de progreso, fatalismo, pasividad y oportunismo que siempre garantizan la derrota. Benjamin vivió en una época de reflujo del ardor revolucionario y para entender su acercamiento a Blanqui es preciso recordar sucintamente el rumbo de los acontecimientos históricos y sociopolíticos de las primeras décadas del XX.
La socialdemocracia creía que su victoria resultaría, inevitablemente, del crecimiento numérico de la clase obrera y del aumento constante de sus representantes políticos en el parlamento, dando por sentado que las contradicciones del capitalismo harían que el sistema se rompiera. Esta práctica decididamente reformista equivalía a una adaptación cada vez mayor al sistema y a un oportunismo de las burocracias del partido, los representantes parlamentarios y los sindicatos. La creencia en el progreso fomentó el fatalismo y la pasividad, en oposición al enfoque activista de aprovechar las oportunidades revolucionarias. Y así, el abismo entre la teoría y la práctica de la Segunda Internacional se reveló claramente en 1914, cuando los socialistas de toda Europa votaron a favor de los objetivos de guerra de sus respectivos países. La brecha se amplificó en la Revolución alemana de 1918, cuando el socialdemócrata SPD en el poder, que no podía imaginar ir más allá de los límites de la democracia burguesa, ahogó en sangre el levantamiento comunista de los espartaquistas. El colapso económico de 1929 proporcionó una tercera oportunidad para la praxis revolucionaria, pero el SPD quedó paralizado debido a décadas de práctica oportunista, a la defensa de la ley y al estado, y a una creencia fatalista en el progreso, todo lo cual garantizaba indefectiblemente su derrota. Luego ya fue tarde. El ascenso de los nazis era ya un hecho, Hitler fue nombrado canciller en 1933. En contraste con esta evolución reformista, Lenin fue pionero en los enfoques marxistas sobre el análisis coyuntural, la explotación de los puntos débiles y el desarrollo de la estrategia. Su pensamiento creativo fue una profunda ruptura con la socialdemocracia y la revitalización del marxismo. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, la URSS sucumbió a su propia versión de la ideología del progreso desarrollando una economía planificada centralizada, y los partidos comunistas sufrirían sus propias formas de fatalismo y economicismo. La URSS y el Komintern cedieron finalmente a la realpolitik reemplazando la visión revolucionaria por el Frente Popular en 1935, lo que hizo que los partidos comunistas abandonaran los objetivos revolucionarios, en tanto los soviéticos buscaron alianzas con Gran Bretaña y Francia para contener el fascismo. Stalin intentó evitar la guerra en el Este, firmando un pacto de no agresión con la Alemania nazi en 1939, pacto que para millones de comunistas y antifascistas como Benjamin supuso un golpe terrible.
Pues bien, Benjamin en la década de 1930, cuando la medianoche descendía sobre Europa, se volvió hacia la difamada figura de Blanqui, cuyo nombre fue borrado de los anales de la historia revolucionaria por la socialdemocracia. De hecho, el término “blanquismo” fue utilizado por los socialdemócratas y comunistas de la línea soviética para estigmatizar a los revolucionarios que pensaban seriamente en los medios y estrategias necesarios para ganar y que se opusieron al gradualismo y al reformismo. Y Benjamin descubrió en la vida y el pensamiento de Blanqui un deseo de luchar sin importar las probabilidades, un proyecto basado en la primacía de la política guiada por la verdad y en la necesidad de organización y estrategia. Su rechazo al culto del progreso y al determinismo histórico, su desprecio por las utopías así como su propensión a la melancolía, atrajeron la atención de Benjamin quien en el Libro de los pasajes describe la conspiración como el modo particular que un materialista histórico del siglo XX (con un concepto del materialismo histórico divergente del de Marx-Engels) interpreta cómo se hizo política en el siglo XIX. Y casualmente a finales de 1937 cayó en sus manos un pequeño libro de apenas 70 páginas y de poca difusión, escrito por Blanqui en las postrimerías de su vida. Y en su lectura se encontró con sus propias especulaciones sobre el siglo XIX, pero consideradas y vivenciadas como un infierno.
Blanqui en 1871 estaba encarcelado en la fortaleza bretona de Chateau du Taureau en condiciones muy duras de aislamiento, y ya en el crepúsculo de su vida, a la sazón era un hombre viejo de 66 años y muchos de sus compañeros habían sido masacrados en la Comuna de París, reflexionó sobre toda una biografía e historia de fracasos. Aislado del mundo, Blanqui escribió un opúsculo, “La eternidad a través de los astros”, sobre astronomía y las posibilidades de acción revolucionaria. En él explica que en un universo infinito en el tiempo y en el espacio, los mundos nacen, crecen, decaen y mueren constantemente en un proceso continuo de repetición, de modo tal que cada ente, persona o evento se repite en un mundo diferente en el eterno retorno de lo mismo. Nadie escapa a tal fatalidad y cada hombre, que posee un número infinito de dobles en el espacio, vive su vida exactamente como la vive él mismo. Por lo tanto, si todo en el universo es un círculo que se repite constantemente, no es creíble decir que “el pasado simboliza un estado de barbarie, y el futuro encarna el progreso, la ciencia, la felicidad y la ilusión”. No puede ser verdad esta ideología del progreso cuando todo antes ya se ha repetido miles de millones de veces.
Pero, prosigue Blanqui, a pesar de la escasa influencia de los humanos en el funcionamiento natural de los fenómenos físicos, sí pueden introducir variaciones con sus voluntades particulares, a saber, que a pesar de la repetición de la historia que se desarrolla en muchos otros mundos, todavía hay un espacio para un acto radical. Y aquí incide Blanqui en mantener siempre la puerta abierta a la esperanza y a la acción, porque aunque las condiciones objetivas se acumulan abrumadoramente en contra de los revolucionarios, esto no significa que no haya espacio para la acción radical. Antes bien, el esfuerzo revolucionario, la voluntad de luchar y vencer contra probabilidades insuperables pueden revelar caminos inadvertidos al comunismo que no se entregan a nadie de antemano, sino que se revelan en el curso de la lucha. Y este espacio para la acción radical supone una ruptura del progreso histórico, de la legalidad, de todo el edificio jurídico sustentador de la opresión y la explotación. Ciertamente, la revolución no dependerá de la legalidad ni del progreso, más bien tendrá el derecho y la justicia de su lado porque serán los desgraciados de la tierra quienes, con su levantamiento, juzgarán finalmente a sus opresores y acabarán con el dominio y privilegios de clase, derrumbará sus monumentos y borrará sus símbolos, y aún más, marcará el comienzo de una nueva era para la humanidad, una era libre de la explotación y la opresión.
Blanqui sabía que la revolución estaba condenada a repetirse y fracasar (1789, 1830, 1848, 1871). Al igual que Benjamin, fue un prisionero de la repetición, un presidiario del infierno. Blanqui proyectaba sobre el universo la idea de catástrofe, como un condenado que se ve obligado a vivir día tras día en los dominios de Satán. Pero la condena de conllevar ese panorama infernal y catastrófico no le motivó temor, desesperación ni parálisis; muy al contrario, logró sacar su fuerza para la acción revolucionaria manteniéndose erguido en la inmanencia del desastre cuando todo se desmorona a su alrededor. La ira de vivir en un mundo catastrófico de injusticias inauditas, se convirtió en obsesión por los oprimidos y en el intento de hacer saltar el continuum de la historia para erradicar tamañas tropelías. La cólera de Blanqui, vehiculada mediante el putchismo y golpes de mano, es un ímprobo esfuerzo por detener la historia y romper su continuidad.
En la lectura de este libro Benjamin descubrió a un Blanqui estratega del presente, que deja el camino abierto a las posibilidades, a las bifurcaciones, a lo inaudito, al imprevisto, al cometa impredecible en el cielo de las derrotas. Y también encontró en él a su doble, su sosias, porque también pretendía en sus Tesis de la Historia de 1940 suspender la marcha del mundo. “La eternidad a través de los astros” es un libro que enseña a desconfiar del progreso, de las leyes en la Historia, de la Historia misma, a la vez que alienta a perder la sobriedad, la prudencia y la paciencia marxistas. La lectura del libro influyó en Benjamin en uno de los conceptos de sus Tesis de la Historia, reconoció en el Libro de los pasajes la importancia que tuvo Blanqui en su lucha a favor de los oprimidos, y lo homenajeó como el gran luchador y estratega revolucionario que fue y que pasará a la posteridad como el adversario más temido que tuvo la sociedad burguesa del siglo XIX.