La independencia no es jauja

El éxito actual, casi descarado, de la adhesión a la opción independentista puede estar generando unas expectativas desmesuradas. Y sin querer disminuir la euforia del momento (la sensación de bienestar y de liberación emocional), creo que quizás vale la pena moderar el entusiasmo (la exaltación de los ánimos y los entusiasmos fáciles). Lo cierto es que muchos catalanes, después de haber comprobado el fracaso de la vía autonomista, que no ha satisfecho las promesas que la habían justificado, saben que no hay otra vía para la plenitud nacional que no sea la independencia. Por un lado, hay una generación joven que no puede entender por qué se tendrían que limitar las posibilidades de una opción si se consiguiera democráticamente. Por otro, a su frente, hay una generación que ha visto defraudadas las esperanzas de una España verdaderamente plurinacional y que, sin esperar más, sabe que le ha llegado la hora de asumir responsabilidades directas en el destino del país. Y, todavía más al frente, hay una generación madura que no quiere irse de este mundo sin, como mínimo, haber proclamado el sueño secreto que hasta ahora había creído imposible.

 

Que la independencia es la solución, a estas alturas, ya lo sabe todo el mundo. Y lo saben incluso los que, por razones muy legítimas, no la quieren. Unos, porque tienen miedo de lo que podría pasar. Hay quién –yo creo que erróneamente– todavía cree que en Europa se pueden sacar los tanques en la calle ante una decisión de ruptura tomada por un Parlamento democrático. Pero, poniendo los pies en la tierra, sinceramente, ¿alguien puede imaginar el ejército español bombardeando el Parque de la Ciutadella o interrumpiendo las emisiones de Tv3 y Catalunya Ràdio, después de ocuparlas? Hay otros, también catalanes, que no la quieren (de momento, dicen) porque –a mí me parece muy extraño– conservan todavía una última esperanza en la viabilidad de un modelo federalista del cual los españoles, de vez en cuando, han dicho que no les interesa ni hablar. Por una razón que se me escapa, encuentran más fácil cambiar España que hacer respetar a Cataluña. Finalmente, hay también lealtades políticas históricas o vínculos emocionales personales, e incluso intereses mercantiles, todos absolutamente respetables, que obligan a muchos catalanes a recelar de la independencia o a descartarla. Pero incluso estos últimos, cada vez en proporciones más grandes, cuando piensan de manera fría y racional, también se dan cuenta de que la independencia es el único camino para superar el actual callejón sin salida político nacional al que nos ha llevado a la profunda desconfianza frente a nuestros políticos.

Pero en lo que quiero insistir es en la idea de que la independencia no es jauja. Quizás la prueba más evidente es la que nos da la misma España, que, siendo independientes como son, ahora mismo –y permitidme un punto de exageración sarcástica, pero espero que se me entienda– están abocados al dilema de tener que ser gobernados o por mentirosos o por corruptos. La independencia, en ninguna parte del mundo, asegura un buen gobierno. Incluso, a pesar de que es cierto que se acabaría la sangría del expolio fiscal actual, es de prever que los primeros años tendría que hacer un sobreesfuerzo de trabajo para sobreponernos a las pérdidas que inevitablemente provocarían las resistencias de fuera y de dentro. Incluso en un tema tan sensible cómo es el de la lengua, disponer de estructuras de Estado no aseguraría automáticamente que todo el mundo se pusiera a hablar en catalán y que lo hiciera correctamente. Se dispondría de herramientas, eso sí, pero con resultados a medio plazo y no sin riesgo de errores ni al margen de otras fortísimas influencias exteriores. Posiblemente, el principal desengaño del día siguiente de la proclamación unilateral de independencia por una mayoría significativa de parlamentarios catalanes, y pasada la celebración en la calle, es que nada cambiaría demasiado. Apenas sería el punto de partida para un lento proceso de negociación de separación amistosa y de reagregación a un espacio superior, y también de búsqueda de apoyos internacionales. El día siguiente de proclamar la independencia, ni nos bajarían los impuestos, ni en la Rambla de Barcelona se hablaría catalán.

Ya me imagino que todo el mundo con dos dedos de cordura es perfectamente consciente de lo que digo. La independencia es, como sabe todo el mundo, la vía ordinaria por la cual todos los países normales consiguen voz propia en el concierto de las naciones. Pero lo importante es saber si tenemos algo que a decir en este concierto. La independencia es un derecho y tiene que ser, para hacerla posible, la expresión de una voluntad mayoritaria manifestada por los caminos formales de la democracia parlamentaria. El referéndum, por otro lado, sólo es una corroboración, un visto bueno, que se produce a posteriori, cuando todo está maduro. Es el último paso. Así fue en el referéndum para la Constitución española –nadie consultó previamente a los españoles– o los referéndums catalanes para los Estatutos. La independencia, pues, no es en ningún caso un paquete de desgravaciones fiscales, ni una ilimitada garantía de fábrica para el futuro de la lengua catalana, ni una póliza de seguro a todo riesgo de buen gobierno. La independencia, de entrada, significa una mayor responsabilidad que, eso sí –y esta es la grandeza–, nos permitiría demostrar en el mundo entero quienes somos, de qué somos capaces y que podemos aportar.

En este sentido, no hay otra manera de entender la independencia si no es como un proyecto, ciertamente arriesgado, de futuro. Es decir, la independencia finalmente valdrá lo que valga el proyecto de futuro que sea capaz de hacer realidad. La buena noticia es que ahora hay una parte bastante grande de país que se siendo capaz de imaginar este proyecto y que quiere llevarlo a la práctica. Pero que se sienta capaz no quiere decir que ya lo tenga diseñado. Ni aunque exista una mayoría convencida de que lo tiene que querer. Ahora es el tiempo de los delineantes y de los arquitectos, de los ingenieros, de los programadores y de los diseñadores. Un país no se improvisa, pero se tiene que empezar a pensar antes de tener los planos detallados. Y como ahora es el tiempo de tomar la decisión de ponerse manso a la obra, no sería justo que ya se exigiera un proyecto acabado. En cualquier caso, para dar el primer paso, lo que es seguro es que hace falta una dosis enorme de confianza, autoestima y ambición. Para tener un país pequeño, más vale que no nos pongamos.

Y un apunte final. Es a la vista de todas estas consideraciones, pues, que son difíciles de entender las impaciencias y los protagonismos que podrían provocar unas nuevas decepciones que el país no se debe permitir. El referéndum de Arenys de Munt, por muy buenas razones, pero también por algunos azares y por errores de cálculo de los adversarios, fue un magnífico toque de alerta con eco internacional. ¿Qué necesidad hay, ahora, de estropearlo con gestos repetitivos que difícilmente superarán al primero? La independencia se merece, también, si se demuestra inteligencia política.

Publicado por Avui-k argitaratua