¿La independencia en febrero del 2025 como mucho? ¿Y por qué no?

¿La independencia en febrero del 2025 como mucho? ¿Y por qué no? (I)

El jueves de la semana pasada participé en un acto organizado por la ANC en Banyoles. Entre el público, estaba el ecólogo Ramon Folch. Folch es uno de nuestros científicos eminentes, pero también es una persona que, en el curso de los años, ha demostrado en gran medida su implicación con la sociedad y el país, y su enorme y afinada capacidad de análisis. Y cuando el debate derivó hacia el pesimismo y la decepción, Folch tomó la palabra en sendas intervenciones, para mí memorables, que me gustaría tratar de transcribirles hoy, aunque eso que haré sea sólo un reflejo pálido de lo que vivimos.

Antes aclararé que sus palabras me han espoleado a dar un repaso a vista de pájaro de la situación del proceso de independencia, porque creo que, después de todo lo que vivimos la semana pasada, hemos tocado fondo y es necesario. Pero también porque estoy muy cansado, incluso harto, de la tristeza y el abatimiento que se cierne dentro del movimiento independentista. Intentaré hacerlo esta semana con una serie de artículos editoriales que les pido que tengan la amabilidad de tratarlos como un todo.

La curva portadora y la curva descriptora

Gracias a su oficio, la primera intervención de Folch describió un elemento capital para entender nuestra realidad –y, de hecho, cualquier realidad–. Nos recordó que, según la escala que utilizas para mirar, se ve una cosa o se ve otra.

Concretamente, habló de la diferencia que existe en representación estatística entre la curva descriptora y la curva portadora o curva resultante. La terminología puede hacer fruncir el cejo, pero estoy más que seguro que todos entenderán la descripción gráfica. Una curva descriptora es la que describe el movimiento más concreto e inmediato y suele representarse con muchos dientes de sierra. Porque, a corto plazo, los eventos suelen ser caóticos y contradictorios. En cambio, a largo plazo, la curva portadora puede dar una imagen muy diferente al mismo fenómeno, porque lo que refleja no es, para entendernos –y ahora banalizo–, el minuto-a-minuto sino el año-a-año. Y es acorde con que se hace perfectamente posible la coincidencia en el tiempo de una curva descriptora en la que el proceso de independencia es en un momento de bajada deprimente y una curva portadora en la que está en el apogeo. Más o menos como explica este gráfico rudimentario:

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Apelo a su memoria para que entienda que lo que explico no es ningún subterfugio para hacer subir la moral. Recuerden, por ejemplo, el post-9-N. La convocatoria de aquella consulta originó una ruptura absoluta entre CiU y ERC. Y supongo que todos recordarán, aunque sea vagamente, el solemne discurso de Artur Mas del 25 de noviembre de 2014 en el Auditorio del Fórum de Barcelona, ​​tras la votación, en el que proponía ir a hacer la independencia. Y que, una semana después, Oriol Junqueras le respondió con otro discurso en el que le llevaba la contraria en todo, el 2 de diciembre en el Palau de Congressos de Catalunya. Aquellos dos discursos convirtieron la política catalana en una guerra fría de partidos. No se hablaban entre sí. Los militantes de ambos grupos se insultaban y en algún caso incluso se agredieron. No recuerdo un momento más desesperante que aquél, en el que todo parecía definitivamente perdido.

La curva descriptora, en el momento de los dos discursos, debió de hacer un diente de sierra tremendo hacia abajo. Pero, en cambio, visto con la perspectiva de la curva portadora, todo lo que ocurrió en torno al 9-N significó una subida enorme que desembocó en la sorprendente e inesperada formación de Junts pel Sí, que se presentó en la terraza del Museo de Historia de Cataluña el 20 de julio de 2015, medio año después de declarada la guerra civil independentista –si puedo decirlo así. Y todo lo que vino después.

Llegados aquí, la tesis central que Folch describió brillantemente dice que, si miramos la curva descriptora, hemos hecho una bajada impresionante en muy pocos días; pero si miramos la curva portadora, estamos en uno de los momentos más elevados, si no es el más elevado, del proceso de independencia de Cataluña. ¡Alerta!, no hablamos, necesariamente, de datos electorales, de cifras de votantes. Pero sí del avance del conflicto en la línea del tiempo. Y, precisamente, el jueves Pedro Sánchez había dicho en el congreso español que está claro que utilizan Pegasus para espiarnos. ¿Y qué puede significar esto sino que nos considera directamente enemigos, los enemigos de España, los enemigos que España teme? ¿Y qué quiere decir que España, y el PSOE, se desenmascare de este modo, sino que no puede dominarnos de ese modo de “muelle”, tal y como aconsejaba Felipe V, y ahora, por la agudización del conflicto, ¿debe derribar todos los puentes para poder defenderse?

Visto en este contexto y con esta perspectiva, es evidente que el actual govern es un desastre nacional que hay que echar lo antes posible –y eso lo dije yo y no él. Pero, visto desde la perspectiva histórica del conflicto nacional, nación contra nación, que enfrenta a Cataluña con España, el combate no está ni mucho menos acabado ni tampoco decidido en favor de España. Diría que más bien al revés.

La batalla de las Ardenas

Sigo relatando la intervención de Folch –y espero que él tenga la benevolencia de aceptar el abuso intelectual que hago de la misma– porque aún remacho más el clavo recordando otra obviedad, esta centrada en la Segunda Guerra Mundial.

Vista ahora, la Segunda Guerra Mundial fue victoriosa para los aliados. Pero deberíamos recordar y entender que esto no fue así en 1939, cuando Alemania invadió Polonia. Ni en 1940, cuando invadió Noruega, Dinamarca, Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo y Francia. Ni en 1941, cuando sucedió Pearl Harbor y el comienzo de la ofensiva sobre la Unión Soviética. Porque no fue hasta 1942 cuando los aliados empezaron a ganar batallas. Y algunas muy contradictorias. La batalla de las Ardenas, por ejemplo, la empezó ganando claramente Alemania cuando se desató, el 16 de diciembre de 1944, y no fue hasta el día 24 cuando los aliados lograron frenar la ofensiva y dar la vuelta a la suerte.

A partir de esta constatación, Folch se preguntaba si cuando Churchill pronunció su famoso y emocionante discurso ante los Comunes el 4 de junio de 1940 –“lucharemos en las playas…”– ningún londinense podía imaginar que ganaban ellos. Y la respuesta obvia es que no, de ninguna manera era posible imaginarlo. Está claro que no. Londres, aquellos días, en aquellas noches, recibía bombardeos en masa y Alemania acababa de invadir media Europa sin apenas oposición. Y amenazaba a la isla. La situación no podía ser más desesperada.

¿Qué significa esto? Que una guerra, un conflicto, tan sólo se explica bien al final. Así pues, es evidente que hemos perdido muchas batallas. Innecesariamente y por la estupidez propia casi todas. Pero también hace falta decir que ellos no ganan. Y, en cualquier caso, quienes quieran discutir esta afirmación al menos deberían reconocer que todavía estamos en medio de una guerra, aunque sea metafórica, con una niebla intensa que nos tapa los ojos y nos dificulta la comprensión del terreno que pisamos. Y que, por tanto, puede pasar cualquier cosa. Pero que ya llevamos doce años abocados a ella, lo que dice muchísimo de nuestra resiliencia y nuestra capacidad. Desde esta perspectiva, y disculpen que sea tan directo, darse por vencidos a medio camino o creerse la propaganda enemiga no es una posición sensata. Ni siquiera racional. Diría que ni siquiera decente.

(Mañana continuará.)

¿La independencia en febrero del 2025 como mucho? ¿Y por qué no? (II)

Hago unas propuestas de acciones para este año y el próximo. Como provocación. Como ejemplo. Para que lo asuma quien quiera

El título de esta serie, que empecé ayer apoyándome en el hombro de Ramon Folch, hace referencia a las primeras declaraciones de la nueva presidenta de la ANC, Dolors Feliu, que propone marcarnos el fin de esta legislatura, a lo sumo, para lanzar una segunda ofensiva por la independencia.

Hay gente que ha rechazado la propuesta de lleno porque considera que no es necesario volver a ponernos plazos y que éste fue uno de los grandes errores del periodo que se remató con el Primero de Octubre. discrepo abiertamente de ella. Porque creo que fijar objetivos en el tiempo ayuda a concretar e inquieta al enemigo, dos tareas que ahora mismo son imprescindibles.

Otros han criticado que la fecha va para muy lejos. Creo haber entendido que la presidenta de la ANC dijo que “a lo sumo” la independencia debería ser en febrero del 2025, cuando se agotará el tiempo del actual gobierno autonómico. Pero no veo que haya dicho nada de aprovechar cualquier situación que pueda ocurrir desde ahora hasta entonces. Sea como fuere, me parece una fecha prudente, porque es evidente que desde la formación del actual gobierno de ERC-Junts hemos caído en un pozo profundo del que hace falta tiempo para salir. Y del que sólo se puede salir, como recordaba el otro día Clara Ponsatí en su encuentro con suscriptores de VilaWeb, en base a volver a trabajar desde abajo, desde las bases del movimiento. Y esto requiere tiempo.

La propuesta de encauzar un proceso de reestructuración del movimiento independentista que explote en el 2025 como mucho, me parece sensata. Sobre todo, porque combina de forma practicable la osadía de saber que, efectivamente, volveremos a hacerlo con la prudencia de saber que se ha roto la etapa que habíamos vivido hasta ahora en la que la población confiaba, más o menos, en la dirección política. Y que, por tanto, el segundo envite debe partir de unas condiciones distintas del primero.

En este sentido, existe un factor esencial que debe ponerse sobre la mesa. El choque de 2017 se estructuró a partir de la idea de que se podía pasar de la ley a la ley. Que España era un país democrático que no utilizaría la violencia y que la Unión Europea velaría por nuestros derechos individuales. Y esto no ha sido así. En el caso español, el período posterior del gobierno de Pedro Sánchez y la coalición entre socialistas y Podemos habrá servido, como mínimo, para dejar claro que no hay ninguna posibilidad de que actor político español alguno se comporte de una forma distinta, maquillaje al margen, de lo que hizo Mariano Rajoy. Y esto es importante. Pero la situación europea y la diferencia entre hoy y 2017 ya es otro tema, aunque no es el tema central hoy. Basta con constatar que no hay ninguna posibilidad, ninguna, de una negociación con España ni que España acepte una vía democrática para resolver el conflicto.

Esto ya lo hemos entendido, y es necesario que también entendamos que la autonomía no llevará nunca a la independencia, al contrario. Y ésta es una gran aportación del president Quim Torra. Torra removió a la clase política catalana cuando dijo, en su última entrevista como president, concedida a VilaWeb: “He llegado a la conclusión de que uno de los obstáculos para alcanzar la independencia es la autonomía”. Ni de la ley a la ley, pues, ni contar con la autonomía para nada. He aquí dos razones que es necesario que el movimiento interiorice y que requieran un cierto tiempo para ser digeridas. Insisto: me gustaría que este govern cayera mañana mismo, pero si dura hasta febrero de 2025, que es lo que ellos quieren, entonces aprovechamos este período de tiempo para reconstruirnos y plantear el embate al Estado en la posición más favorable posible. ¿Cómo?

Vuelvo a Ponsatí: desde abajo. Desde abajo. Desde la base. Ésta es la cuestión primordial.

El poder local del independentismo

Y éste desde abajo, en mi opinión, hay que traducirlo pueblo a pueblo. La gran fuerza del independentismo es su solidez y arraigo local. Y no hablo de los ayuntamientos sino de las personas. Vayas donde vayas del Principado, y también en buena parte del resto del país, encuentras a gente con una capacidad intelectual y de trabajo enorme, con una generosidad social inmensa y con una gran credibilidad que dan la cara por el movimiento.

Suelen ser personas que están en la ANC, o en el Consejo por la República, o en el Debate Constituyente, incluso aún quedan algunas en Òmnium, pero que las encuentras sobre todo en iniciativas locales de todo tipo. Son gente que lleva años trabajando duro. Y de orígenes muy distintos. Conozco a dirigentes independentistas locales que habían sido alcaldes del PSC durante años, por ejemplo. Otros que son grandes empresarios. Algunos han trabajado en el tercer sector durante décadas, tratando de rebajar la fractura social. Que han organizado y puesto en pie el feminismo a escala municipal. Que simplemente son el centro de la cultura popular local. Que han defendido el territorio contra la especulación. Y no son ni uno ni dos sino miles. Desde Barcelona, ​​y no digamos desde Valencia, se hace difícil observar el fenómeno. Pero sobre el terreno es de una evidencia incontestable.

Estos referentes morales y cívicos los volvemos a necesitar ahora. Y quizás los necesitamos más que nunca. Necesitamos que vuelvan a espolear el debate en el ámbito local, que vuelven a dinamizar la comunidad y que retomen la mejor tradición de las semanas previas al Primero de Octubre: incitar aquella ebullición ciudadana que nos hizo ganadores.

Ésta es una tarea en la que no podremos contar con los partidos; si acaso, con la CUP y con esa galaxia de propuestas por ahora confusas de cuarto partido que no arrancan pero cuya sola existencia ya es significativa. Y esto no lo digo con pesar, sino con alivio. Porque las contrariedades en un proceso forman parte del aprendizaje, y otra de las cosas que hemos aprendido es que el sistema de partidos y la gestión que hacen “los nuestros” va en contra de los intereses de los ciudadanos y es un freno a la liberación nacional y popular.

Con estos mimbres, pues –sabemos qué no funcionan, sabemos cómo no debemos hacerlo, sabemos quién nos apoya y quién no–, debemos impulsar la nueva fase del proceso de independencia. Y para eso hace falta un cierto tiempo.

Un calendario factible

Yo no soy la persona más apropiada para definir calendarios y modos de hacer. Ni es mi trabajo ni lo sé. Pero puestos a imaginar, y sólo a los efectos de remover las tripas, propondré una serie de imágenes que me parecen sensatas.

Insisto en que en estos momentos sabemos muchas cosas. Qué hemos hecho bien y qué hemos hecho mal. Pero no las expliquemos lo suficiente. Tenemos gente que nos lo puede explicar bien y tenemos la necesidad de sentir que somos muchos y que estamos juntos. Por qué no empezar poco a poco, pues. Por ejemplo: ¿por qué no convocar, quien sea, durante las semanas que quedan antes del verano, un gran debate en cada capital de comarca con dos o tres personajes de los muchos que existen representativos de la disidencia para poner en común las cosas ante públicos numerosos y con mucha participación directa? ¿Por qué no realizar estos grandes debates poniendo el mismo nombre a toda la campaña y concentrándolo en los mismos días? ¿Por qué no crear así un crescendo con actos de este estilo descentralizados que nos llevan al Once de Septiembre?

Y sigo. ¿Por qué no convocar un Once de Septiembre planteado radical y abiertamente contra el govern y los partidos y sin miedo a cuánta gente venga? En 2010, la manifestación contra la sentencia fue un gran éxito, pero en la manifestación del Onze de Setembre del mismo año y del siguiente, fuimos poca gente. Y en el 2012 estalló todo. Digo un Once de Septiembre, pero supongo que ya se entiende que cualquier ocasión de acorralar a este govern me parece válida y útil.

Y, yendo más allá, si todo esto funcionara mínimamente, ¿por qué no atrevernos a convocar una conferencia nacional independentista a final de año, por ejemplo, que aúne los esfuerzos de la ANC, del Consejo por la República, del Debate ¿Constituyente, de todas las fuerzas políticas y sindicales rupturistas, del mundo de la cultura y la economía y de todas estas fuerzas locales tan importantes? Para hablar, trazar y afianzar los conocimientos teóricos que tenemos, para marcar a partir de esto una hoja de ruta, para reconocernos quienes somos, que somos muchos, y para dar forma a un organismo de coordinación y a unos métodos de contestación que sean el emblema del nuevo momento. Y para sacar a pasear caras nuevas y frescas, si cabe.

Son tan sólo unos ejemplos que pongo sobre la mesa para provocar. Para provocarles. Pero que son factibles y que no son tan complicados de hacer, de ésta u otra manera, esto que lo decida quien toque. Y que a mí me sirven para interpretar y conciliar la distancia entre el hoy y 2025. Si todo esto, o cosas parecidas, se hiciera durante lo que queda de 2022 o en los primeros meses de 2023, seguro que todos encararíamos 2023 y 2024 con un contexto de subida y crecimiento del movimiento y no con esa lamentación y contrariedad en la que nos movemos ahora. Y, entonces, la propuesta de “en febrero del 2025 como mucho” creo que se convertiría en muy realista.

Un detalle final: todo esto tiene sentido porque sabemos cómo se hace la independencia porque ya lo hemos hecho. Y este es el tesoro más preciado de 2017 sobre el que, si no le importa que continúe esta serie y si la actualidad no se interpone, hablaré mañana.

 

¿La independencia en febrero del 2025 como mucho? ¿Y por qué no? (y III)

Algo clave para encarar el nuevo envite es limpiarnos de tanta toxina como nos han puesto encima de forma interesada

01.06.2022

Empiezo donde dejé ayer esta serie: Todo esto tiene sentido exactamente porque ya sabemos cómo se hace la independencia porque ya lo hemos hecho. Y éste es el tesoro más preciado que nos ha dejado octubre de 2017.

La afirmación viene a cuento de lo que muchos lectores saben que es una de mis principales preocupaciones de hace años, que es el bajo nivel intelectual de nuestra clase política y la facilidad con la que se dejan engatusar por las maquinaciones españolas. Concretamente, quiero hablar de dos de estas maquinaciones que, si no las tornamos a su sitio, harán muy difícil avanzar en la línea de lo que explicaba en los dos capítulos anteriores. Es necesario desmontarlas. Una es la caracterización peyorativa interesada del hecho indiscutible de que el proceso es un proceso, y la otra, la negación, cada vez más insistente e irritante, de que llegamos al final del camino y se proclamó la independencia. Que no supiéramos mantenernos después es otra historia –que no supieron mantener nuestros políticos, para ser exactos. Pero insistir en la “inexistencia” de la declaración de independencia de 2017, como hacen algunos grupos cada vez más, es un error monumental. De los mayores posibles.

Esto es un proceso, claro que sí

La primera vez que vi que alguien utilizaba la palabra “procesista” en tono peyorativo me alarmé mucho. Pensé, de hecho, que alguien en España era listo, había entendido la peligrosidad del momento y maniobrado de una manera muy acertada para sus intereses. Haciendo correr la burla del procesismo, se desarticula la palanca principal del movimiento, que no es más que crecer en forma de un proceso. Llevar el país de un punto A a un punto B, poco a poco si es necesario, pero de forma muy consistente.

El proceso de independencia de Cataluña no es que sea un proceso, es que debe ser un proceso o no será nada. Y, por tanto, deberíamos desterrar de la manera más eficiente este uso espurio de la palabra procesista como si fuera un insulto, como una manera de identificar precisa –y contradictoriamente, mira por dónde– a quienes quieren frenarlo.

Un proceso, cualquier proceso, tiene altibajos y, por ello, entenderlo como un proceso es el instrumento útil y adecuado si la tarea a realizar es enorme. Las cosas fáciles no necesitan procesos, pasan y basta. Sin embargo, las cosas difíciles siempre deben seguir un proceso de transformación, que puede ser más largo o más corto, pero que sólo se da por cerrado cuando todo ha terminado. Si vives en un proceso, las contrariedades pueden entenderse como un aprendizaje. Pero si niegas el proceso, si niegas la acción de progresar siguiendo el hilo de los acontecimientos, cualquier sacudida puede hacerlo todo añicos y causar un desánimo insuperable.

Ya hicimos la independencia

En este sentido, empalmo con la segunda preocupación. La de esa negación tozuda de la proclamación de la independencia de 2017. Una negación obligada para nuestra clase política, porque en octubre de 2017 es irreconciliable con la opción autonomista, pero que no debería serlo para nosotros.

Lo diré de una forma que espero que sea comprensible. Sea por un segundo, sea por un minuto, sea por media hora, sea por unas horas, sea por un fin de semana, el 27 de octubre de 2017 todos supimos que Cataluña era una república independiente. No sólo nosotros. También España. Si no, ¿por qué narices todos sus embajadores hicieron gestiones ante todos los estados del mundo pidiendo que esa independencia no fuera reconocida? Lo que vino a continuación es muy discutible, por supuesto. Y muy decepcionante. Pero es también una lección que aporta luz al proceso.

Negar esta proclamación, simular que no existió o que simplemente fue un engaño premeditado, en mi opinión, es jugar el juego de los demás y revolcarse gratuitamente en el barro. El Primero de Octubre, la población superó de lejos lo que esperaban y querían los políticos –entonces lo intuíamos, pero durante mucho tiempo no fuimos conscientes de hasta qué punto esto les cogió con el paso cambiado. Los ciudadanos marcaron un objetivo el Primero de Octubre, y más el 3 de octubre, que iba mucho más allá de lo que los políticos habían planificado o previsto. Y de lo que la mayoría estaba dispuesta a hacer. Pero la independencia se acabó imponiendo por encima de la voluntad de no llegar a ella, de frenar justo antes. Todos sabemos que podríamos haber terminado esos días convocando unas tristes elecciones autonómicas, pero, por suerte, esto no ocurrió. Por último, se proclamó la independencia, el Parlament de Catalunya proclamó la independencia, obligado por el impulso de la gente y por el miedo a los partidos de verse arrastrados por aquella fuerza volcánica que eran nuestras calles.

Que había dos proyectos, dos hipótesis, dos disposiciones, lo sabemos hoy fuera de toda duda. Entonces, no tanto. Pero sea como sea, es desde ese punto de partida que es importante seguir. La calle logró su objetivo, que era la proclamación de la independencia. Pero la calle falló, fallamos, a la hora de confiar excesivamente en la clase política y no tomar en nuestras manos la disputa del poder con España.

Dos años después, en cambio, la calle, la gente, lo hizo. La reacción a la sentencia del Supremo es el momento de la historia reciente en la que España ha estado más a punto de irse al garete y la hemos puesto más contra la pared. El cambio de actitud de la gente entre 2017 y 2019 es espectacular si se mira en términos de proceso. Literalmente increíble. Pero todavía fallamos en el último segundo, aceptando dejar el control de la situación el último instante en los partidos. Hoy sabemos que el aeropuerto ya no podían defenderlo más, ni la policía española ni la catalana, y que los antidisturbios se fueron de Urquinaona con el rabo entre piernas, asustados y muertos de miedo por la reacción popular. Nos frenaron en el último momento en aquellos extraños tejemanejes del Tsunami, pero no me negarán que con todo aprendimos mucho. Incluso que el Tsunami, tan criticado, nos permitió saber cuán fuertes somos.

Sea como fuere, la cuestión es qué pasará ahora cuando haya un nuevo embate. Y es imprescindible que esta vez no se repita la situación anterior, por lo que es imprescindible, completamente imprescindible, librarnos del relato que sitúa la independencia única y necesariamente en el marco de la acción de la clase política y del parlamento autonómico. Y, por tanto, hacer valer la potencia de la gente. Y, sí, eso significa decir con orgullo y en voz alta que nosotros, el 27 de octubre de 2017, forzamos al Parlamento de Cataluña a proclamar la independencia y el parlamento tuvo que proclamarla. No es que estuviéramos a un palmo y ahora estemos a dos palmos. Es que estábamos a un palmo y llegamos a cerrar la mano con la libertad dentro. Si después la volvimos a abrir y nos hemos dejado quitar parte de esta victoria, esto es algo que se explica y se puede entender, pero que no puede negar el valor de todo lo que se hizo.

Y en este punto me permitirán que vuelva al comienzo de esta serie de artículos que comenzaba el lunes a propósito de una magnífica intervención de Ramon Folch. La curva portadora del conflicto y la imposibilidad de entendernos entre Cataluña y España se ha enfilado, sin duda y de forma clara, desde el 2017, y se ha enfilado precisamente, porque hicimos la independencia. Por esta razón, España teme de forma visceral e irracional que lo volvamos a hacer. Y ésta es la clave de todo lo que nos pasa y eso lo explica todo. Es porque desbordamos a las organizaciones, los partidos y el govern el Primero de Octubre por lo que después pasó todo lo que pasó. Y la represión que puso España al borde del precipicio en octubre de 2019 sólo se explica porque el Primero de Octubre desbordamos a las organizaciones, los partidos y el govern y llevamos al país más allá de lo escrito y preparado. ¡Ojo!, y todo esto que vivimos hoy –el espionaje con Pegasus, la batalla judicial europea, los ataques airados contra el catalán, el acoso público del catalanismo, esta maniobra por tierra, mar y aire contra los Països Catalans– se explica únicamente porque el Primero de Octubre desbordamos a las organizaciones, los partidos y el govern e hicimos la independencia. Porque haber hecho esta independencia obliga a España a reaccionar con todo para evitar el cambio de frontera. Y como lo hace de forma descontrolada y antidemocrática, no puede sino elevar el nivel de la crisis. Hagan lo que hagan nuestros políticos.

España es un estado grande y con años de tradición. Ha visto nacer y morir estados, cambiar fronteras –las suyas mismas un montón de veces– y caer regímenes. Por eso saben del peligro de la persistencia de este proceso y de la fuerza que emana de un hecho fundacional del nivel que tuvo el referendo de autodeterminación. Por eso se gastan millones persiguiendo y espiando, pongamos por caso, a Marta Pascal, por decir un nombre chocante. A nosotros puede parecernos ridículo porque todavía no hemos asumido que esto es un combate nación contra nación. Pero para ellos, todo ha cambiado desde el Primero de Octubre y es simple: nosotros somos el enemigo. Todos. Ya no somos de ellos. Ya no somos de los suyos y, por esta razón, lo que vale para cualquier ciudadano de su Estado ya ha dejado de valer para nosotros. Incluso Marta Pascal, si me permite abusar del concepto.

La curva descriptora, la de esta semana o la pasada, puede ser penosa y triste. Muy penosa y triste. Todo esto del govern autonómico y los pactos sobre el catalán y los juegos olímpicos y tantas otras mandangas. Pero la curva portadora –la que marca el avance del proceso– está ahí arriba, en un momento álgido, si no en el momento álgido. Porque nunca ha habido un enfrentamiento total de la dimensión colosal de éste que existe ahora entre España y Cataluña.

Precisamente por eso es tan importante entender el valor de las palabras y no dejarse llevar por sus intereses propagandísticos, por los intereses españoles. Y si sabemos hacerlo y sabemos reubicarnos, 2025 puede ser una buena fecha para volver a ello, más fuertes que nunca, sabiendo más cosas que nunca y probablemente más endurecidos que nunca. ¿Por qué no? Ésta es la pregunta: ¿por qué no?

VILAWEB