La independencia de Cataluña, una gran oportunidad democrática para Europa

La crisis entre España y Cataluña no es nueva, sino que ha habido un conflicto político e institucional entre las dos naciones desde el siglo XVIII, como mínimo. Durante este tiempo, Cataluña ha hecho varios intentos de proclamar la independencia. Lo hizo en 1810, pero dos años después fue incorporada al imperio napoleónico y después regresó a España en 1814. Lo volvió a hacer el 14 de abril de 1931, pero en pocas horas se convirtió, por primera vez, en una región autónoma de España. Volvió en octubre de 1934, hecho que fue seguido de una dura represión que llevó a la cárcel al gobierno catalán hasta la victoria del Frente Popular en 1936 –esto fue el inicio de la insurrección franquista. Por último, el 27 de octubre de 2017, hubo otra declaración de independencia, en un episodio que, pese a las apariencias, no se ha acabado ni mucho menos.

Con la salvedad de 1931, la respuesta española a la propuesta catalana ha sido siempre la de rechazar el diálogo y recurrir a la represión. Las imágenes de la policía española agrediendo a ciudadanos que votaban en el referéndum de autodeterminación el primero de octubre de 2017 –destrozando colegios electorales e incautando urnas– dieron la vuelta al mundo y volvieron a poner a Cataluña en sus portadas.

Poco después, la presidenta del Parlament de Cataluña, Carme Forcadell, fue encarcelada, y el presidente del gobierno, Carles Puigdemont, se fue al exilio, dos hechos que en modo alguno son habituales en la Europa democrática, pero sí en España. A este respecto, es importante analizar el destino personal de los trece presidentes de la comunidad autónoma de Cataluña que ha habido desde 1931 para comprender mejor que las relaciones entre Cataluña y España no han sido nunca fáciles. Cinco fueron encarcelados en algún momento de su vida, dos fueron inhabilitados por los tribunales por razones políticas, seis acudieron al exilio –uno de los cuales sólo fue presidente en el exilio– y uno, el president Lluís Companys, fue encarcelado por la República Española de 1934 a 1936, se exilió en 1939, fue entregado a España por los nazis y fusilado por el régimen franquista. Con la excepción del actual president del gobierno catalán, tan sólo dos de los 13 presidentes catalanes del período autonómico han evitado la represión.

Curiosamente, uno de esos dos presidentes que no sufrió represión, Pasqual Maragall, es el principal protagonista del gran cambio de estos años. Maragall fue un luchador antifranquista, socialista, alcalde de Barcelona durante los Juegos Olímpicos de 1992, y paulatinamente pasó de ser federalista a adoptar posiciones independentistas.

Pasqual Maragall se convirtió en presidente del gobierno catalán en 2003, cuando sustituyó a Jordi Pujol, el carismático nacionalista derechista que había gobernado la autonomía catalana entre 1980 y 2003. El gobierno que formó Maragall al llegar a la presidencia reunió al Partido de los Socialistas de Cataluña –afiliado al PSOE español–, a los poscomunistas y a la única formación independentista de la época, Esquerra Republicana.

En esas elecciones, Esquerra obtuvo el 16,59% de los votos populares. En 2022, veinte años después, el movimiento independentista, ya dividido en tres fuerzas distintas, logró el 52% de los votos populares. Del 16% al 52%. Es evidente que un cambio de esta magnitud no es muy común, por lo que comprender cómo se dio este salto tan grande es la clave para entender el conflicto catalán actual.

Autonomía catalana: el pacto que España no ha respetado

Tras la muerte de Francisco Franco, la oposición democrática se puso de acuerdo con la dictadura para inaugurar un nuevo régimen, cuya misión era suavizar el perfil de España para permitir su integración europea. Encarrilar los conflictos nacionales, especialmente los de Cataluña y País Vasco, tuvo un papel clave en la democratización que se hizo inevitable. Éste fue el origen del actual “estado de las autonomías”. Se concedió la autonomía a todas las regiones y territorios africanos para diluir el potencial poder autónomo de los catalanes y vascos. Y se estableció un modelo informal de gobierno, el sistema de las “dos llaves”.

Básicamente, funcionaba así: el Parlament de Catalunya podía aprobar la ley básica, el denominado estatuto de autonomía. Pero, una vez aprobado, el parlamento español, Las Cortes, tenía el derecho de revisión y enmienda, incluso a la baja. Ésta era su clave. Luego, el estatuto volvía a Cataluña, donde el pueblo tenía la segunda llave, que era votarlo en un referéndum, para rechazarlo si consideraban que había sido demasiado modificado en Madrid. El estatuto no era aprobado hasta que no había pasado por ambas llaves.

El presidente socialista, Pasqual Maragall, era consciente de los problemas que Cataluña no había podido resolver debido a la indefinición de las competencias y de la pobreza de la financiación como resultado del continuo expolio fiscal de la población catalana. Y decidió elaborar un nuevo estatuto de autonomía dentro del marco de la constitución española para resolver estos problemas.

Cataluña estaba atrapada en una dinámica peligrosa, décadas después del pacto de la transición. El estado del bienestar era insostenible debido al déficit fiscal entre lo que España recaudaba en impuestos y lo que devolvía. El gobierno autónomo era responsable de la sanidad, la educación, la policía y la asistencia social, entre otras cosas. Pero la financiación provenía de Madrid, que seguía recaudando la mayor parte de los impuestos de los catalanes.

El debate sobre esta cifra ha sido muy intenso en los últimos años. En cualquier caso, es una enorme carga para el servicio público catalán. En el momento en que Maragall era presidente, un comité de expertos concluyó que la diferencia entre el gasto del Estado en la comunidad autónoma y los ingresos fiscales que recibía (en impuestos o cotizaciones a la seguridad social) era del 6,6% del PIB de Cataluña y del 24,5% de los ingresos con los que los catalanes contribuyen a las arcas del Estado. Más concretamente, en 2002 la cifra era de 9.220 millones de euros, una cifra que finalmente aumentó a 20.196 millones de euros en 2019.

La solidaridad con las regiones más pobres nunca ha sido el problema. El problema era que los ciudadanos catalanes, que pagaban más, recibían menos servicios que otros. Y con esto la capacidad del gobierno catalán para mantener el estado del bienestar estaba amenazada. Para un socialdemócrata como Maragall, esto no podía ser.

El Parlament de Catalunya, por tanto, redactó un nuevo estatuto. Intentó reformular la relación con España de una manera más igualitaria. Todos los partidos catalanes, salvo el Partido Popular, aprobaron la ley en 2006. Hubo 120 votos a favor y 12 en contra. Es importante recordar esta cifra, porque una de las acusaciones de los nacionalistas españoles es que Cataluña está dividida y que las demandas son inaceptables por falta de una mayoría significativa. Pero es algo que las demandas no fueron satisfechas ni con una mayoría superior al 90%.

Entonces, de acuerdo con el sistema de ambas llaves, la ley fue aprobada en el parlamento español. Los únicos votos en contra provinieron del PP y de Esquerra Republicana, partido independentista, que sentía que el parlamento español había modificado demasiado lo que el parlamento catalán había votado. Y, finalmente, se aprobó en un referendo con un 73,9% a favor y un 20,7% en contra, básicamente proveniente del sector independentista y aquellos que estaban decepcionados con las modificaciones. Entonces todo estalló.

En una situación sin precedentes, aunque la ley ya había sido aprobada por ambos parlamentos y por el pueblo, y había sido firmada por el monarca, el Tribunal Constitucional español, a instancias del Partido Popular, se convirtió en una especie de tercera cámara del parlamento y modificó aún más el estatuto, recortándolo según su voluntad. Nunca se había visto nada igual.

Esto sucedió en 2010 y marcó el comienzo del proceso independentista, pues gran parte de la población catalana tenía la sensación de que se había roto el pacto constitucional de forma unilateral, autoritaria e injusta. También surgieron sospechas de que el poder judicial interfería en el proceso democrático. Si la autonomía podía ser vista como un proceso de autodeterminación interna por los catalanes, la decisión del Tribunal Constitucional español de desmantelar el estatuto de autonomía abrió la puerta a la autodeterminación externa.

Los antecedentes: España es un Estado excéntrico en Europa

Enfrentado a un problema político, el gobierno de un estado democrático reacciona buscando una solución política, preferentemente mediante el diálogo. Éste no ha sido el caso de España, como es bien sabido.

Durante cinco años, desde la violación del estatuto y a raíz de la gravedad de la situación, los partidos catalanes trataron de encontrar una solución acordada con España que canalizara las aspiraciones de una población cada vez más indignada. Intentaron establecer un pacto fiscal. Fracasó porque el gobierno español ni siquiera quería hablar de ello. Se propusieron medidas para promover la lengua catalana. Nunca fueron aceptadas. Se debatió la posibilidad de un referendo de autodeterminación y las autoridades catalanas pidieron formalmente a Madrid más de una docena de veces la autorización correspondiente, siguiendo el ejemplo del referendo escocés. Madrid lo rechazó.

No sólo se negó cualquier posibilidad en esta línea, sino que el nacionalismo español –que nunca había desaparecido de la escena, pero había sido camuflado– se intensificaba cada vez más socialmente. El franquismo tenía su base ideológica en el nacionalismo español. Por ello, el nacionalismo español estuvo negativamente marcado durante décadas y parecía social y políticamente irrepresentable. Pero desde la llegada del siglo XXI, antes de la crisis catalana pero en medio de la crisis vasca, el nacionalismo español ha vuelto a aumentar –tan combatiente e inflexible como siempre. Y la crisis catalana, especialmente a causa de la violenta intransigencia del rey, ha situado al nacionalismo español firmemente en el centro y ha roto los acuerdos de la denominada “transición democrática”.

Por eso, si se quieren comprender los acontecimientos actuales, es necesario entender antes este período clave de la historia española. Durante la década de 1940, casi toda Europa estaba dominada por dictaduras. España, con su régimen aliado con la Alemania nazi, no fue una excepción. Pero ahora lo es, porque España es el único Estado europeo que no se ha deshecho de su pasado dictatorial. No se ha hecho ruptura alguna con la dictadura, ni se han depurado las instituciones del Estado.

Tras la muerte de Franco hubo un pacto entre débiles. Con la excepción de Cataluña y País Vasco, la oposición democrática era muy frágil y la dictadura también era muy débil y necesitaba integrarse en Europa. Por tanto, se activó una operación de transición del franquismo a un sistema formalmente democrático, que debía dejar intactas las fuentes de poder del viejo régimen militar rebelde. Y así se hizo.

Sobre la base de una ley de reforma del régimen franquista, se aprobó una constitución por un parlamento que no era –y esto es un dato muy significativo– una asamblea constituyente. Se blanquearon las estructuras de poder del régimen franquista que todavía están vigentes hoy en día. El rey Juan Carlos, nombrado personalmente por Franco, que rompió la línea dinástica legal, se convirtió de hoy para mañana en un rey democrático y profundamente corrupto, como todos pudimos ver después. El poder judicial cambió los letreros de sus puertas, pero poco más. El siniestro Tribunal de Orden Público de la dictadura se convirtió en la Audiencia Nacional el 5 de enero de 1977, pero los jueces, funcionarios y casos que investigaban eran los mismos. Una ley de amnistía liberó a los prisioneros democráticos, pero a la vez actuó como ley de olvido, prohibiendo e impidiendo cualquier acoso de los criminales al servicio de Franco. Mientras, el ejército seguía gobernando. El artículo segundo de la constitución española, que define la relación entre las nacionalidades y el Estado, no fue redactado por los políticos, sino por los militares, que les obligaron a incluir un texto suyo, como han admitido públicamente y por escrito varios redactores de la constitución.

Las raíces de la anomalía democrática española pueden rastrearse. A raíz de la crisis catalana, los gobiernos españoles, tanto si son del PP como del PSOE, han repetido hasta no poder más que la democracia se basa en la supremacía de la ley, por lo que han plantado la ley frente a la voluntad del pueblo. Y ésta es la clave de la ley de reforma política del régimen franquista, la misma frase, en el capítulo primero. Una ley de un régimen fascista que ahora puede encontrarse en la web oficial del Boletín Oficial del Estado teóricamente democrático. Por más increíble que pueda parecer, nunca se ha derogado.

Lo cierto es que tras la muerte de Franco sólo se cerraron algunas instituciones. Algunas otras sufrieron cambios cosméticos, pero la mayoría permanecieron inalteradas. Cuando se hizo la pregunta “¿y qué pasará después de Franco?”, uno de los confidentes del dictador respondió: “¡Después de Franco, las instituciones!” Unas instituciones que se presentaron como nuevas instituciones democráticas, pero que eran la personificación y preservación de los principios del régimen nacido en oposición a la democracia y la garantía de la continuidad de estos principios. El más importante, la “sagrada” unidad de España.

A veces es difícil entender y explicar hasta qué punto España, a pesar de ser formalmente un país democrático, se encuentra profundamente arraigada en los principios y condiciones de la dictadura. En una fosa común, todavía hoy está, asesinado por el régimen de Franco, Federico García Lorca, sin duda uno de los mayores poetas que España ha dado al mundo. No es que su cuerpo no haya sido hallado, sino que no ha sido buscado. Casi cincuenta años después de la muerte del dictador en su cama, todavía hay 114.000 republicanos y demócratas fusilados por la dictadura que permanecen sin identificar. Sus cuerpos están en cunetas junto a los caminos. Según Naciones Unidas, solo Camboya tiene más personas desaparecidas que España. En contraste, el cuerpo de Franco se mantuvo en su mausoleo estatal hasta 2019, y cuando fue trasladado el gobierno socialista lo hizo con respeto oficial y con reconocimiento de jefe de Estado.

El proceso de independencia como una ruptura democrática

En caso de un problema político, el gobierno de un Estado democrático reacciona buscando una solución política, preferentemente mediante el diálogo. Pero, ¿cuál es el incentivo para el diálogo en un Estado que, gracias a su peculiar institucionalización desde la dictadura, puede cambiar la voluntad del pueblo sirviéndose de los jueces? El diálogo implica ceder, y ¿por qué deberías ceder cuando sabes que puedes decidir quién es miembro del parlamento y quién no lo es, quién es presidente y quién no lo es, y qué significa el voto, independientemente del voto popular y la voluntad de los ciudadanos?

Éste es el contexto fundamental del conflicto actual entre Cataluña y España. Y es en este contexto como todo lo que ha pasado en estos últimos cinco años también tiene un significado para la Unión Europea. Cataluña ha presentado una propuesta política basada en un camino reformista y que ha obtenido el apoyo del pueblo en cada etapa. La respuesta de España ha sido la negación de los derechos fundamentales, una represión indigna de un sistema democrático, con condenas de hasta trece años de cárcel basadas en delitos arcaicos, como la sedición y la rebelión, y una negativa total a buscar ninguna solución política que permita al pueblo catalán canalizar institucionalmente su voluntad. El ‘Catalangate’, el mayor caso de espionaje del programa Pegasus en el mundo, es un ejemplo claro. En el Parlamento Europeo, los partidos españoles –desde la extrema derecha a los socialistas– han defendido unánimemente la necesidad y el presunto “derecho” de espiar a los catalanes, lo que ha sorprendido al resto de la cámara.

La secuencia actual del conflicto arranca en 2015, con la formación de una gran coalición por la independencia bajo el nombre de ‘Junts pel Sí’. Se presentó en las elecciones al parlamento catalán y ganó. Se presentó con un programa aprobado por la Junta Electoral española. El programa estipulaba que habría una declaración de independencia a los dieciocho meses. ‘Junts pel Sí’ obtuvo 62 de los 135 escaños del parlamento, una clara victoria, y formó un gobierno tras llegar a un acuerdo con la CUP, un partido de izquierda radical favorable a la independencia que había ganado 10 escaños. Juntos por el Sí y la CUP, juntos, superaban la mayoría absoluta en el parlamento catalán. ‘Junts pel Sí’ agrupó a los dos principales partidos nacionalistas catalanes de la época, Convergència y Esquerra, pero sobre todo reunió a personalidades independientes de todo tipo y las asociaciones cívicas que habían promovido y organizado las inmensas manifestaciones públicas en favor de la independencia. Fue su mejor ejemplo la cadena humana que atravesó el país el 11 de septiembre de 2013, siguiendo el ejemplo de la Vía Báltica. Fueron 400 kilómetros continuos de personas estrechándose las manos.

El año anterior, el gobierno catalán había convocado una primera consulta sobre la independencia, que no era un referendo formal y no tenía la aprobación del gobierno español. Pero, según ha salido a la luz con los años, en gran parte por revelaciones periodísticas, aquella convocatoria llevó al gobierno español, entonces en manos del PP, a activar la llamada “operación Cataluña”. Básicamente, en esta operación, existían dos vías paralelas. Por un lado, un espionaje en masa y la fabricación de información falsa sobre los líderes independentistas por parte de un grupo de policías al frente de los servicios de inteligencia. Con la complicidad de los principales diarios españoles, este grupo inventó acusaciones de corrupción y todo tipo de falsedades sobre los dirigentes independentistas y logró alterar la normalidad del proceso electoral. Por otro lado, se hizo un cambio en la ley, un cambio hecho a medida, que otorgaba al Tribunal Constitucional poderes punitivos y que le convirtió en el ariete para atacar las posiciones adoptadas por el movimiento independentista en el parlamento catalán.

Y así fue. El 6 y 7 de septiembre de 2017, cuando el Parlamento de Cataluña aprobó por mayoría absoluta la ley del referendo y la ley de transición jurídica y constitucional de la República Catalana, el Tribunal Constitucional español encabezó el ataque contra estas leyes. Los partidos españoles, que sólo tenían 52 escaños de los 135, abandonaron el Parlament de Catalunya y las tensiones se dispararon. Cabe resaltar que todo esto ocurrió porque los parlamentarios catalanes intentaban cumplir el mandato electoral explícito en su programa y que los ciudadanos habían votado. Días después, un barco lleno de policía española llegó a Barcelona y empezó a detener a políticos, a incautar oficinas gubernamentales, a perseguir partidos y, sin éxito, buscar las urnas que permitirían celebrar el referendo de autodeterminación el primero de octubre.

Ese día, 2.286.217 catalanes, el 43,02% del censo electoral, acudieron a las urnas pese a la violencia desatada por la policía española en los colegios electorales. El resultado fue del 90,18% a favor de la proclamación de la República Catalana, proclamación que el parlamento hizo efectiva el 27 de octubre de 2017. El gobierno español reaccionó aboliendo inmediatamente el autogobierno y ordenando la detención de los principales dirigentes políticos y sociales catalanes. Sin embargo, en un vuelco de los acontecimientos que cambió la historia de Cataluña y sin duda también la de Europa, una parte del gobierno optó por el exilio.

La crisis catalana pone de manifiesto la España iliberal

En 2000, el historiador francés Pierre Rosanvallon propuso un nuevo concepto para describir el régimen de Napoleón Bonaparte: “démocratie illibérale” (‘democracia iliberal’). El término fue inmediatamente adoptado para describir regímenes formalmente democráticos que, sin embargo, desprecian y combaten los valores democráticos. Dentro de la UE existe un consenso absoluto de que Polonia y Hungría, al menos, se incluyen en esta categoría.

La forma en que actúa España, cómo reacciona ante la propuesta catalana, es igualmente iliberal, indigna de una democracia. El intento de resolver el conflicto con la justicia penal no sólo es un gran error, sino que también es un desprecio del principio básico de la democracia. Sin embargo, es un hecho que el pánico de los otros estados europeos frente a la perspectiva de abrir una caja de Pandora nacional, con un llamamiento a la corrección de fronteras, inicialmente retrasó la comprensión de lo ocurrido. Y España pudo aprovecharlo para salir adelante momentáneamente.

El componente iliberal de la reacción española quizás pueda entenderse mejor situándolo en el marco de lo que el sociólogo israelí Sammy Smooha ha definido como “democracia étnica”. Con este término nos referimos a una situación en la que el sistema político combina una estructura de dominio y opresión étnica con el reconocimiento de los derechos democráticos, políticos y civiles para toda la población, incluidas las minorías. Según este esquema, no todos los ciudadanos pertenecientes a un grupo nacional son necesariamente perseguidos en todo momento (no es una “democracia ‘Herrenvolk’” como la definida para el ‘apartheid’ surafricano), pero todos los miembros de una minoría nacional saben que se encuentran bajo sospecha especial y que serán tratados de manera discriminatoria si les pasa algo, precisamente porque no pertenecen a la “nación central” que monopoliza el control del Estado.

Con tan compleja definición, la crisis catalana se habría mantenido confinada en un rincón sin solución posible y mal entendida por la opinión pública y los políticos del resto de Europa. Pero una sorprendente maniobra táctica del gobierno catalán abrió la puerta a una convergencia de intereses con la construcción europea que, cinco años después, ha llevado al conflicto a un punto interesante no sólo para Cataluña sino también para Europa.

Justo después de la declaración de independencia, la mayoría del gobierno catalán, encabezado por el presidente Puigdemont, aprovechó su libertad de movimiento como ciudadanos europeos y se establecieron en Bruselas antes de que las autoridades españolas emitieran órdenes de arresto contra ellos.

El nacionalismo catalán ha sido siempre profundamente europeísta, pero esta vez fue más allá. Los dirigentes catalanes se fueron al exilio basándose en su ciudadanía europea y en la disposición a ser juzgados por los tribunales europeos, tribunales independientes en contraste con la evidente carencia de democracia y del sesgo nacionalista de los tribunales españoles.

En un primer momento, la maniobra, diseñada por un equipo de juristas capitaneados por Gonzalo Boye, no fue entendida por ser demasiado revolucionaria. Y los políticos y la prensa española pensaron que era un acto desesperado, aunque en realidad era un paso audaz hacia delante. Cataluña respondía al acorralamiento de España invitando a Europa a elegir bando. Y lo más importante es que sabía cómo hacerlo. No por medio de la clase política, sino por medio de los demás tribunales nacionales y, sobre todo, por medio de los tribunales europeos: el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) y el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos (TEDH). Reivindicaban para sí mismos los derechos democráticos europeos consolidados en el Tratado de Lisboa, precisamente porque también disfrutaban de la ciudadanía europea junto con la ciudadanía española. De esta forma, situaban a este tratado por encima de la constitución española y como la verdadera constitución a invocar, lo que es efectivamente así.

De resultas de ello, mientras los líderes independentistas que se quedaron y reconocieron la autoridad española se expusieron a todo tipo de arbitrariedades, fueron encarcelados y fueron expulsados de la política, los políticos en el exilio lucharon y ganaron sus casos en todos los tribunales. Y también ganaron las elecciones europeas en Cataluña. Hoy en día, tres de estos políticos son eurodiputados, aunque España todavía no los reconoce.

El arresto del presidente Puigdemont en Alemania en marzo de 2018, a petición del sistema judicial español, fue el momento clave. Cuando la policía alemana le detuvo, en cuanto entró en el país, el poder judicial español, la clase política y los medios de comunicación más nacionalistas lo celebraron, convencidos de que en pocas horas el presidente sería enviado a Madrid y encarcelado. Estaban cegados por la idea de que Europa todavía era sólo un club de estados amigos que se ayudaban mutuamente. Pero como Europa ya no es sólo eso, tuvieron que enfrentarse a la realidad. Hoy en día, Europa es una “nación” en construcción y, sobre todo, un área de libertades garantizadas a todos los europeos y no sólo a los ciudadanos de este o aquel Estado.

La gran visión de la maniobra se confirmó en julio cuando el tribunal de Schleswig-Holstein decidió que no había base suficiente para la extradición de Carles Puigdemont a España por los delitos de rebelión, sedición o desórdenes públicos, porque, después de un análisis de los hechos, el tribunal no consideraba razonables estas acusaciones de las autoridades españolas. El sistema automático al que aspiraba Madrid no funcionó y el presidente de Cataluña fue puesto en libertad tras pasar varios días en prisión. En España, la alegría empezaba a convertirse en ansiedad.

El miedo creció cuando las autoridades judiciales de Bélgica, Escocia e Italia también rechazaron la extradición de los políticos en el exilio, cuando el Consejo de Europa exigió la libertad de los prisioneros políticos (que se hizo efectiva cuando algunos habían pasado tres años, ocho meses y una semana en prisión), el retorno de los exiliados (que todavía no ha ocurrido) y una reforma legal que eliminaría los cargos más inaceptables en una democracia, como la sedición (una reforma que sí se ha llevado a cabo). Incluso Naciones Unidas ha intervenido en varias ocasiones para denunciar las violaciones cometidas por el Estado español contra el movimiento independentista catalán.

Este arsenal de decisiones judiciales ha dejado a España en una posición delicada respecto de los demás estados europeos y, sobre todo, en relación con el próximo intento de Cataluña de declararse independiente, que España ya no podrá reprimir como lo hizo en 2017. Pero, de un punto de vista histórico y del despliegue de la ciudadanía europea consagrada en el Tratado de Lisboa, lo importante es que el caso catalán ha contribuido a acelerar el proyecto constitucional europeo, de manera que ha abierto el espacio a la defensa de los derechos individuales de todos los europeos, pero también ha contribuido a resolver problemas parecidos al catalán, en un marco mucho más democrático y abierto que el que suelen tener los estados miembros.

El reconocimiento de la minoría

En este contexto, es de especial importancia la sentencia C-158/21 dictada por el TJUE el 31 de enero de 2023. En respuesta a la solicitud del juez español para la extradición desde Bélgica del ministro de Cultura exiliado, Lluís Puig, el Tribunal aclaró que no debería extradirse a una persona si hay sospecha de que, incluso en un Estado formalmente democrático, hay discriminación contra personas que pertenecen a un “grupo objetivamente identificable”. Esto es una minoría, en este caso una minoría nacional, y en otros casos religiosa, lingüística, sexual o de cualquier otro tipo.

Como explican bien Neus Torbisco y Nico Krisch, cuando el Tribunal de Justicia de la Unión Europea fue requerido por el Tribunal Supremo español para tratar una serie de cuestiones prejudiciales relativas a Lluís Puig, tuvo que tomar una elección fundamental. Podía ponerse el sombrero de la integración europea, un sombrero que ha llevado durante gran parte de su existencia, eliminando fronteras y obstáculos injustificados entre Estados miembros de la UE. O bien –y esa fue la elección– podía ponerse el sombrero constitucional. Es un sombrero más reciente, reforzado por la Carta de los Derechos Fundamentales y el Tratado de Lisboa de los primeros años 2000. Es el sombrero de un tribunal que verifica las acciones de los gobiernos y los tribunales estatales ordinarios, de un tribunal que defiende los derechos individuales contra la razón de estado, de un tribunal que interpreta la ley de una forma que permite la protección de las minorías y los grupos vulnerables contra los riesgos objetivos de los derechos de sus miembros surgidos de las compulsiones autoritarias o represivas de las mayorías poderosas. En esencia, la función de protección que justifica el papel central que desempeñan los tribunales constitucionales en todas partes.

El salto que se ha dado con esta sentencia es muy importante, tanto para Cataluña como para Europa. Hasta ahora, los tribunales sólo podían oponerse a la persecución de las personas basándose en fallos sistemáticos, como en Polonia o Hungría. Pero, en adelante, los tribunales también tendrán que rechazar la persecución de las personas si un “grupo objetivamente identificable” de personas, a pesar de vivir en un Estado funcionalmente democrático, no tiene los derechos respetados de forma igualitaria. La democracia étnica, que es el concepto que mejor define qué es España, implica por definición que el comportamiento del Estado es diferente, no debido a los hechos que ocurren, sino debido a la condición nacional, étnica y de grupo de los individuos afectados. Y el Tribunal, en esta histórica sentencia, ha asumido la responsabilidad de advertir que esto es totalmente inaceptable en el marco democrático y legal europeo.

Ahora la pregunta es cómo ir un paso más allá. ¿Cómo puede este “grupo objetivamente identificable de personas” resolver el problema de la discriminación a la que está sometido? ¿Y qué responsabilidad tiene Europa para acabar con esta discriminación cuando el Estado miembro de la Unión que discrimina no quiere hacer nada? ¿Prevalece el derecho de cada Estado sobre los derechos de los ciudadanos europeos, o la existencia de la ciudadanía europea obliga a las instituciones europeas a garantizar los mismos derechos para todos, independientemente de su Estado de origen?

Los intereses de la “construcción nacional” europea y del proceso independentista catalán irán de la mano para responder a esta pregunta. Y es por eso es por lo que el proceso de independencia catalán es también una oportunidad, una oportunidad inigualable, para la democracia europea.

(1) https://www.cirsd.org/en/horizons/horizons-spring-2023—issue-no23/catalan-independence

Este artículo ha sido publicado originalmente en inglés en ‘Horizons’, en el número de la primavera de 2023 de esta publicación (1). 16.05.2023
VILAWEB
https://www.vilaweb.cat/noticies/la-independencia-de-catalunya-una-gran-oportunitat-democratica-per-a-europa/