“Toda la maquinaria se ha vuelto tan inhumana que se ha vuelto natural. Al volverse una segunda naturaleza se ha vuelto tan indiferente y cruel como la naturaleza. El caballero cabalga una vez más por el bosque. Sólo que está perdido en las ruedas en lugar de entre los árboles. Han creado un sistema de muerte, en tan vasta escala, que ellos mismos no saben ahora dónde ni cómo actúa. Esta es la paradoja. Las cosas se han hecho incalculables a fuerza de ser calculadas. Han atado a los hombres a herramientas tan gigantescas, que no saben sobre quién caen los golpes. Han justificado la pesadilla de D. Quijote. Los molinos son realmente gigantes.”
El regreso de D. Quijote. Chesterton.
Había una vez un hombre muy bajito que tenía delirios de grandeza. Nacido en Córcega en 1769, estudió la carrera militar en Brienne-le-Chateau y, tras algunas proezas bélicas durante el sitio de Tolon, se convirtió en el general más joven de Francia. Encabezó dos golpes de Estado, se nombró a sí mismo Primer Cónsul y luego Cónsul Vitalicio; y en 1804, victorioso en todas las batallas, se autocoronó emperador ante el Papa en la catedral de Notre-Dame. Conquistó Egipto, los Países Bajos, Malta, Italia; invadió Prusia, donde el filósofo Hegel lo vio entrar en Jena y lo describió como “
Ese hombre estaba loco: se creía Napoléon.
Adorado por las mujeres, temido o admirado por los hombres, respetado incluso por sus enemigos, celebrado por patriotas e historiadores, imitado por militares y estadistas, se le recuerda todavía como uno de los Grandes Genios de
Había una vez un hombre muy bajito que tenía delirios de grandeza. Nacido en Marsella en 1871, hijo de un curtidor y una lavandera, fue rechazado en la escuela militar a causa de una incurable cojera del pie derecho. En 1897 luchó heroicamente contra una jauría de perros que le arrancaron las ropas y le desgarraron el cuello; en 1898 combatió con denuedo contra un ejército de niños que le arrojaban insultos, piedras y escupitajos. Dos años más tarde, en 1900, se nombró a sí mismo general y se autocoronó Emperador ante el Papa de los mendigos de París. Vestido de uniforme imperial, luciendo enormes charreteras doradas y un gran sombrero bicorne con escarapela roja, conquistó una baldosa, una mesa de café, un doloroso reuma. Invadió un jardín público en 1910; asesinó a miles de pulgas en 1912. Un año después, derrotado por una conjura universal -en la que participaron criaturas sobrenaturales-, fue encerrado en el manicomio de Charenton, donde amó a una princesa cataléptica y murió en 1921 tarareando el concierto para piano nº 5 de Beethoven.
Ese hombre estaba loco: se creía Napoleón.
Despreciado por las mujeres, golpeado por los hombres, escarnecido por los niños, insultado por los taberneros y los policías, ni siquiera merece ser recordado como uno de los Grandes Necios de
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Podemos decir que hay una locura de primer grado u original y una locura de segundo grado o replicante. La locura original se llama identidad; la replicante se llama precisamente “locura”. ¿Cuál es más dañina? ¿Cuál más inofensiva? Si Napoleón cree ser Napoleón, acaba despatarrando Europa; si Pierre Lapin cree ser Napoleón acaba atado y sedado en la celda acolchada de un hospital psiquiátrico. Y si Pierre Lapin, el pobre, se cree sencillamente Pierre Lapin, lo más probable es que, al igual que todos los Pierre Lapin del mundo, acabe creyendo en Napoleón (el cual acabó despatarrando Europa). ¿Hay alguna otra combinación posible? ¿La posibilidad quizás de creer en otra cosa? ¿O siempre, sólo, seamos Napoleón o uno de sus replicantes, Napoléon o uno de sus soldados, estemos cuerdos o locos, tenemos que creer en Napoleón?
Pensemos por un momento en los catálogos banales, convencionales, familiares, de la locura socialmente aceptada y localizaremos extravagantes criterios diagnósticos.
Si uno se hace pasar por Bill Gates, es un impostor.
Si uno se hace pasar por Luis XIV, está loco.
Si Napoleón se hace pasar por Napoleón es que es Napoleón.
Si Pierre Lapin se hace pasar por Napoléon es que está loco.
Si en
Si Pierrre Lapin ha entrado esta mañana en contacto telepático con extraterrestres es que está loco.
Si Pierre Lapin se hace pasar por Pierre Lapin es que es Pierre Lapin.
Si Pierre Lapin adulto se hace pasar por Pierre Lapin niño es que está loco.
Si Michael Jackson se cree Michael Jackson es que está loco.
Si Pierre Lapin imita a Michael Jackson es que es un sensato joven de su tiempo.
A la luz de estas oposiciones binarias, podemos decir que la locura es una cuestión de intensidad y colocación: un exceso de identidad fuera de lugar y en un tiempo equivocado. Se cree demasiado en uno mismo, en otro, sin compañía, en la casa de al lado, y siempre habrá una página de la historia en la que estaremos completamente chiflados. Hitler creía intensamente en una criatura fantástica que se llamaba Hitler, providencial, sobrehumano, omnipotente, pero millones de alemanes también creían en él y la fantasía general se convirtió en una época dentro de la cual había que estar un poco loco para oponerse a sus leyes. Por eso Hitler tuvo que ser vencido y no psicoanalizado. En un mundo sin paro ni pobreza, sin guerras interimperialistas, sin colonialismo ni lucha de clases, sin antisemitismo ni racismo, Hitler habría sido sencillamente una intensidad local, una erupción idiosincrásica, objeto de burla y de compasión: su nombre, aún más, nos resultaría tan anodino como Smith o Pérez. Hoy tanto Napoleón como Pierre Lapin, por otro lado, estarían juntos en el manicomio por creer en una personalidad tan desmedida, en una desmesura tan extemporánea. Si hay alguna diferencia entre creer en Dios, creer en los extraterrestres o creer en uno mismo es sólo porque el orden de lo inexistente es tan rico, tan plural y tan variado como el orden de lo existente. Y porque las fuerzas materiales de la historia nos pueden obligar a creer incluso en Darwin, aunque sus tesis sean efectivamente reales y verdaderas.
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Pero, ¿se puede creer en otra cosa? ¿Habrá una creencia cuerda en todas las páginas de la historia?
Digamos que, al contrario que Napoleón, que creía ser Napoleón, San Francisco no se creía San Francisco, el Che Guevara no se creía el Che Guevara y –exploremos la ficción más real del mundo- Alonso Quijano no se creía Alonso Quijano.
Para psiquiatras e inquisidores la dificultad ha estado siempre en diferenciar la impostura de la locura. Pero la posibilidad de la impostura es precisamente la posibilidad de la conciencia, la distancia, la objetividad; la posibilidad misma de localizar un foco de decisión y racionalidad en el que se puede elegir entre la cordura y la vesania, y también, por lo tanto, entre distintas formas de cordura (como entre distintas formas normativas de vesania). El loco se ensimisma; el impostor se extrovierte y centrifuga. El loco es; el impostor imita. La imitación es la práctica voluntaria mediante la cual un ser humano distingue radicalmente –en la raíz- la realidad de la fantasía e intenta disciplinadamente parecer real. Un impostor que se finge Bill Gates es un imitador. Un escritor también: Leon Tolstoi imitaba a Anna Karenina, Dickens a Mr. Pickwick y James Joyce a Leopold Bloom. Lo mismo le sucede a un revolucionario: San Francisco imitaba a Cristo y el Che Guevara a Espartaco, Zapata y Sandino. Los imitadores, al contrario que los locos, trascienden su identidad intensa para reproducir y defender una identidad extensa, más allá de sus fantásticas narices, en la que caben también cosas muy diferentes –como en el orden de la inexistencia- pero en el que es posible distinguir precisamente la existencia de la inexistencia, el todo de la nada, la razón de la irracionalidad, la justicia de la injusticia, y se puede también tomar partido en una u otra dirección. Por eso –digamos- San Francisco y el Che Guevara, al contrario que Hitler y Napoleón (y sus replicantes y soldados), son igualmente realistas: no creían ser ellos mismos (entidades puramente imaginarias), no creían ser su propia y fantasiosa particularidad sino criaturas generales: seres humanos, sujetos de razón, depositarios de derechos.
Como todos sabemos ya, D. Quijote no estaba loco; no creía ser ni Alonso Quijano, ese pobre hidalguillo arrinconado por la historia, ni tampoco D. Quijote de
La duda es:
Si un cuerdo se finge loco, ¿está completamente cuerdo?
Si un loco se finge cuerdo, ¿está completamente loco?
Da lo mismo. No se trata de ser sino de imitar: de imitar el bien, la sensatez, la justicia. Y si eso es hipocresía, seamos hipócritas las veinticuatro horas del día.