La hora de la verdad

El Estado español nunca, nunca, nunca facilitará algún gesto que ponga en cuestión su integridad territorial. Al contrario, la defenderá con todos los recursos que tenga a su alcance, legítimos e ilegítimos. No hace mucho, el director de un diario español -no nacionalista, naturalmente- dijo a un consejero de la Generalitat: “Por encima de la verdad está la unidad de España”. ¡Ya está todo dicho! Las élites españolas sienten pánico ante la hipótesis de la secesión. Pero no tanto por las consecuencias económicas y sociales, sino porque sería el fracaso definitivo de su histórico proyecto nacional uniformista -la ” una y grande “-, y les obligaría a repensar la nación. Es una obviedad que nuestra secesión plantea más incertidumbres de futuro en España que en Cataluña.

La consecuencia directa de esta primera constatación es que la independencia de Cataluña pasará, tarde o temprano, por la ruptura con la legalidad española. Decir que “si ellos quieren, es posible” [hacerlo de manera legal] es tanto como reconocer que legalmente será imposible: ellos no lo quieren. En esto, los dirigentes españoles no han engañado nunca. Por tanto, ni a la independencia, ni a la consulta, que es el paso previo, no se puede llegar de manera “legal y acordada”. Suponer un acuerdo previo para que el Estado haga la vista gorda ante una consulta que nos acercaría a la independencia es del género cómico. O trágico. Seamos serios: España no es ni el Reino Unido ni Canadá, lo que constituye una de las principales razones para querer irse.

Si esto es así, la decisión más difícil que tenemos ante nosotros es determinar cuándo y de qué manera debe producirse esta ruptura. Aquí no valen frivolidades, y las precipitaciones arrebatadas se pueden pagar tan caras como las dilaciones inútiles. Entre otras condiciones, hay que tener la certeza de que se cuenta con el apoyo mayoritario de los catalanes. Hay que hacerlo de manera que se evite el descrédito internacional. Y hay que tener la capacidad de gestionar la decisión de manera razonable, esto es, que al día siguiente nuestras instituciones tengan suficiente autoridad como para ser obedecidas sin muchos contratiempos.

Hay que entender que la consulta del 9-N todavía no conlleva la ruptura de la integridad territorial española, y menos antes de saber el resultado, claro. La consulta representa un desafío al orden constitucional español, sí, pero al día siguiente, desde el punto de vista institucional, todo sería como el día anterior. Ahora bien: una respuesta afirmativa a la independencia daría un mandato claro a nuestras instituciones democráticas, ahora sí, para iniciar el proceso de negociación hacia la secesión. La proclamación de la independencia, en cualquier caso, aún tardaría entre uno y dos años. La ruptura se hará en dos tiempos, por lo tanto.

Acatar ahora una hipotética suspensión del 9-N por parte del Tribunal Constitucional lo único que haría es aplazar -por decirlo en palabras del presidente Mas- “la hora grande que nos espera”. Se puede trasladar el momento cero a unas elecciones con carácter plebiscitario -de resultado siempre más confuso que lo que se derive de la consulta-, pero al día siguiente volveríamos a estar en el mismo lugar que el 9-N. Con una mayoría explícitamente independentista en el Parlamento, habría que volver a desafiar la legalidad constitucional española. ¿Tendría ninguna ventaja? ¿En Cataluña, habría más o menos consenso? ¿España se sentiría más obligada a atendernos? ¿El mundo lo entendería mejor?

En definitiva, ahora mismo la cuestión es saber si el factor tiempo nos va a favor o en contra. ¿Tiene algún sentido aplazar unos meses “la hora grande” (por razón de la gobernación del país, por la necesaria unidad de los partidos, por el apoyo popular, por el reconocimiento internacional)? Francamente: no sé ver qué sentido tendría aplazar el desafío.

ARA