La estatua del primer presidente norteamericano, George Washington, fue derribada en Portland, Oregón, en la furia iconoclasta que recorre Estados Unidos.
La limpieza del pasado racista y esclavista ha derrocado indiscriminadamente estatuas y ha pintarrajeado esculturas en Estados Unidos como consecuencia de la muerte de George Floyd bajo los efectos letales de la rodilla de un policía en Minneapolis, que durante más de ocho minutos asfixió al ciudadano negro.
La macabra agonía fue grabada y difundida por todo el mundo en cuestión de horas. El triste episodio ocurrió el 25 de mayo y un mes después han caído estatuas que formaban parte del paisaje histórico de calles y parques de muchas ciudades norteamericanas y europeas.
Cuando la rabia se extiende entre un colectivo que se siente maltratado por la historia sus reacciones son incontrolables. En pocos días cayó la estatua de Edward Colston, un traficante de esclavos del siglo XVIII, que fue arrojado a las aguas del puerto de la ciudad inglesa de Bristol abriendo una cacería de figuras emblemáticas del colonialismo británico como Cecil Rhodes o Robert Baden-Powell, fundador de los boy scouts , llegando a acusar de racista a Winston Churchill en la pintada de la marmórea mole que sostiene su estatua en la plaza de Westminster. El personaje que con más contundencia luchó para derrotar a Hitler, el político racista más sanguinario de la historia, ha tenido que ser protegido por una alta valla para evitar ser ensuciado o derribado por unos indocumentados airados.
La iconoclastia en Estados Unidos lleva tiempo cuestionando figuras como Cristóbal Colón, Junípero Serra y cuantos colonizadores de buena parte del sur de los Estados Unidos de hoy. La fiebre depuradora del pasado ha alcanzado también al primer presidente, George Washington, a sus sucesores Ulysses Grant, Theodore Roosevelt, Woodrow Wilson y el federalista Jefferson Davis. También corren peligro el líder de los confederales, el general Lee, que ya ha sido descabalgado de varios pedestales sudistas y cuya estatua ecuestre corre el peligro de ser apeada de Richmond, la capital de los derrotados sudistas. En esas razzias de limpieza histórica ha sido ensuciado el gran Miguel de Cervantes, que fue él mismo esclavo.
Revisitar la historia es una cuestión muy compleja. Hoy no hace falta ser un erudito historiador para fijar un relato aceptado por la opinión pública mayoritaria. Internet ha puesto al alcance de todos el conocimiento que antes estaba reservado a minorías y cenáculos académicos. La historia no se repite, pero es imprudente ignorarla. En uno de sus libros sobre el austriacismo, Ernest Lluch cita al historiador italiano Benedetto Croce, cuando se refería a la historia como el pasado que no pasa. El escritor norteamericano William Faulkner lo expresaba diciendo que el pasado nunca se muere, ni siquiera es pasado. Todo vuelve de muchas maneras.
Una conclusión apresurada de los precipitados acontecimientos desde la muerte de George Floyd es la revisión histórica de los relatos oficiales de las democracias que se consolidaron a lo largo de los dos últimos siglos. El factor demográfico es, sin duda, determinante para que se revisen aquellos hechos que hoy no merecen el aplauso oficial. No se trata de juzgar el pasado con la mirada del presente, sino de abrir el campo de los matices, las valoraciones que resisten el paso de los siglos, el contextualizar sin olvidar las circunstancias de cada momento.
Olvidar la historia es abrir la puerta al disparate, decía Edmund Burke en sus reflexiones sobre la Revolución Francesa. Pero no la historia como quisiéramos que hubiera sido, sino como realmente aconteció, de acuerdo con las corrientes de fuerza y de pensamiento de cada época.
Estos cambios de paradigma se pueden hacer con más eficacia y más solvencia desde la serenidad académica que desde la furia de las calles embravecidas. En los sistemas democráticos estos cambios de percepciones colectivas son más fáciles de llevar a cabo.
Es muy probable que después de descalificar la gran película Lo que el viento se llevó les llegue el turno a los miles de filmes del Oeste en los que figuras como John Wayne han entusiasmado a generaciones de espectadores.
Esta revisión de la historia se hará seguramente de la mano de Hollywood o de una industria equivalente. Las huellas de lo que ha pasado aflorarán tarde o temprano con todos sus matices y equilibrios que aportarán nuevos datos y valoraciones nuevas.
Si sabemos con bastante solvencia todas las barbaridades cometidas por el nazismo, llegará el día que conoceremos los pormenores de las bestialidades llevadas a cabo por Stalin con sus hambrunas provocadas, los gulags, las purgas y demás asesinatos masivos. Y cuando el capitalismo chino se imponga sobre lo que quede de la socialdemocracia europea, nos llegarán desde Pekín los sufrimientos de la Larga Marcha de Mao, la guerra civil, los efectos devastadores de la revolución cultural y la construcción del mercado más grande gestionado por unos ochenta millones de afiliados al Partido Comunista de China. Los hechos son sometidos a las constantes paradojas y caprichos de la historia.
La Vanguardia
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