Por celos, y por miedo a perder el poder, en 1937 Stalin hizo asesinar al único general que podía modernizar el Ejército Rojo. Para ello, contó con la ayuda de los nazis
Primero de mayo de 1937. La plaza Roja acoge el desfile por el Día Internacional de los Trabajadores. Esa mañana, Stalin estaba especialmente excitado. Se esperó a la recepción posterior para separar a Semión Budionni, mariscal de su confianza, y confirmarle que, por fin, haría lo que este llevaba tanto tiempo implorándole. “Ha llegado la hora de acabar con nuestros enemigos, porque están en el Ejército, en el Estado Mayor, incluso en el Kremlin. Debemos acabar con ellos sin mirarlos a los ojos”.
Mientras Budionni conspiraba en el Kremlin, el también mariscal Mijaíl Tujachevski (1893-1937) se preparaba para salir hacia Londres, donde encabezaría la delegación soviética en la coronación del rey Jorge VI (1895-1952). Tujachevski tenía motivos para estar contento.
Era el militar más popular de toda Rusia. Guapo, con buena planta y unas maneras sofisticadas de las que carecían buena parte de los oficiales bolcheviques. A diferencia de estos, él provenía de una familia de orígenes aristocráticos. Antes de que ingresara en la academia de cadetes, sus padres se habían preocupado de que recibiera una educación más allá de lo militar, y se le notaba.
Podía mantener conversaciones sobre cualquier tema, desde política y literatura hasta astronomía, meteorología o música; estas últimas, disciplinas que le interesaban especialmente. Así, se hizo amigo de Dmitri Shostakóvich, uno de los mejores compositores del siglo XX, quien muchas tardes era su pareja de dueto en los conciertos que improvisaban en su casa. Cuando el Pravda, el periódico del partido, denunció su música por reaccionaria, fue Tujachevski quien intercedió por él ante Stalin.
Podríamos seguir y referirnos a sus flirteos sexuales, pero el respeto de sus subordinados no lo disfrutaba por ser un mujeriego. Tujachevski, casado en dos ocasiones, era el mejor activo que tenía el generalato. Había cumplido de lejos aquello que, siendo segundo teniente, se había prometido a sí mismo antes de partir hacia la Primera Guerra Mundial: “Seré general a los treinta, o ya no estaré vivo a esas alturas”.
¿Romanticismo o simple interés?
Encuadrado en la 1.ª División de la Guardia de Infantería, no dejó de ascender durante ese conflicto, ganándose, además, cinco condecoraciones. Los alemanes lo capturaron, pero logró huir tras cuatro intentos de fuga, regresando a casa como un héroe.
El panorama que se encontró a su vuelta era bien distinto. Había estallado la Revolución de Octubre, y ahora eran los bolcheviques quienes estaban en el poder. Aunque venía de la nobleza, lo aprovechó, uniéndose al partido y presentándose voluntario ante el comisariado militar de León Trotski.
La historiografía soviética hablaba de un encuentro con Lenin del que, supuestamente, salió enamorado de la causa comunista. En realidad, sus razones fueron más complejas. El periodista francés Rémy Roure, que compartió celda con él en la fortaleza de Ingolstadt (Alemania), tenía una visión mucho menos romántica del personaje.
Calificó su pensamiento como una mezcla entre antisemitismo y una suerte de nacionalismo pagano y eslavista, que lo llevaba a odiar a la Iglesia ortodoxa. Era todo menos un socialista. Como explicó el mayor William J. McGranahan, un militar estadounidense especializado en historia de Rusia, si se unió al nuevo régimen fue porque vio una doble oportunidad. A la vez que satisfacía sus devaneos imperialistas, podía llevar a término su verdadera vocación: la milicia.
Planificación y brutalidad
Cuando los antiguos cuadros del zarismo declararon la guerra a los bolcheviques, Trotski le confió el mando de las tropas en el recién creado Ejército Rojo. Era joven, sí, pero su historial lo había impresionado. Fue un acierto, pues resultó determinante para derrotar a las fuerzas zaristas tanto en Siberia como en Crimea.
También cuando las tensiones con Polonia acabaron en guerra abierta. Al mando de los ejércitos del frente occidental, avanzó sin parar, ni siquiera para esperar a los sesenta mil hombres de refuerzo que le había enviado el Alto Mando, hasta plantarse ante las puertas de Varsovia, que casi logró tomar.
Convencido de que defenderse equivalía a perder, priorizaba siempre la velocidad y estar en una posición ofensiva. Eso sí, con una planificación obsesiva. Antes de entrar en batalla, cada una de sus unidades sabía qué debía hacer, en qué lugar y en qué momento.
En esos años no solo aprendió de estrategia; también, a ser brutal. Durante la rebelión campesina en la región de Tambov usó gases venenosos contra la población civil, y más de una vez recurrió a las ejecuciones en masa para obligar a los municipios a entregarle a los líderes rebeldes. Podía ser despiadado. Como dijo el historiador Simon Sebag Montefiore, no menos que cualquier otro general bolchevique.
Se diferenciaba del resto en que era el mejor, también como teórico militar. Escribió cerca de ciento veinte ensayos, materia curricular en las academias de oficiales. Sobre todo, invirtió sus horas de estudio en las operaciones en profundidad, un precedente de lo que los alemanes llamaron la guerra relámpago (Blitzkrieg).
A diferencia de buena parte del generalato soviético, que aún confiaba en las oleadas de infantería y caballería y veía los blindados como armas auxiliares, Tujachevski había aprendido las lecciones de la Primera Guerra Mundial. Apostaba por ataques combinados de aviación, blindados e infantería.
Concentrados en un punto, servirían para abrir brecha en las defensas enemigas. Luego, una segunda oleada de infantería motorizada debía explotar esa brecha, adentrándose en terreno hostil, incluso dejando atrás la línea de frente. No se trataba de conquistar o de atrincherarse, sino de penetrar rápidamente para desbaratar la retaguardia y la logística del adversario.
“Confiamos en ti”
En 1936, sus escritos se codificaron en las Regulaciones provisionales de batalla, pasando a formar parte del cuerpo doctrinal del Ejército Rojo. Ese mismo año, a los 42, fue nombrado mariscal, el mayor rango que existía en la Unión Soviética.
Por fin tenía el poder para modernizar el Ejército, y no necesitaba ser comisario de Defensa (ministro) para hacerlo. El cargo era de Kliment Voroshílov, pero, como dijo el mariscal Zhúkov, quien realmente llevaba las riendas del ministerio era Tujachevski.
Por eso se sorprendió tanto cuando, a inicios de mayo de 1937, su viaje a Londres fue cancelado y lo nombraron comandante del distrito militar del Volga, un cargo irrelevante. Oficialmente, el cambio se debía a una supuesta relación con miembros del partido que habían sido purgados. ¿Qué estaba pasando?
Fue al Kremlin a pedir explicaciones al propio Stalin, quien, por aquel entonces, concentraba el poder absoluto. Este le aseguró que se trataba de un traslado temporal, solo hasta que los rumores se apagaran. “Confiamos en ti”, fue lo último que le dijo.
Mentía, y Tujachevski lo sospechaba. Según explicó un oficial que lo conocía bien, el hombre que llegó al cuartel de Kuibyshev ya no era el general diligente y ágil de antes; le había cambiado el gesto. Aun así, se puso a trabajar, convocando a sus subordinados para trazar las líneas maestras de su plan de entrenamientos.
No tuvo tiempo para más. El 22 de mayo fue arrestado en el trabajo. Su esposa Nina se desesperaba en casa, hasta que apareció el comandante Pável Dybenko (que sería ejecutado en 1938), y le explicó que su marido ya viajaba hacia Moscú en un furgón del NKVD, la policía secreta.
Con la ayuda de los nazis
Conducido al infame cuartel del NKVD en la plaza Lubianka, su director, Nikolái Yezhov, lo interrogó personalmente; y, aunque tardó unos pocos días, el mariscal acabó firmando un documento en el que reconocía que era un agente alemán y que planeaba derrocar a Stalin. Aún hoy, el pedazo de papel conserva visibles manchas de sangre.
En realidad, daba igual que confesara o no; su suerte ya estaba echada. Por sus ideas reformistas se había ganado enemigos en lo más alto del comisariado de Defensa. Para empezar, el propio comisario Voroshílov, que, según William J. McGranahan, era un inútil en cuestiones militares que, en el fondo, temía tener a un subordinado más brillante que él. Quien también lo detestaba era el mariscal Semión Budionni, un ignorante que no había leído la mitad de lo que Tujachevski, pero que no concebía otras tácticas que no fueran las de la vieja caballería imperial.
Para construir la acusación contaron con la ayuda inesperada de la Oficina Central de Seguridad del Reich (la policía secreta nazi), que fabricó e hizo llegar a los soviéticos la célebre “carpeta roja”, con información sobre el supuesto complot. Puede sorprender, pero no es extraño que los alemanes trataran de aprovecharse de las paranoias de Stalin para que fuera él mismo quien acabara con sus mejores generales.
Para el historiador Robert Conquest, el dictador fue engañado. Hoy en día, sin embargo, la opinión mayoritaria de los especialistas no es esa. Stalin tenía un motivo evidente para querer acabar con su mariscal.
Tujachevski siempre defendió dar más libertad a los oficiales –de todos los rangos– para que pudieran tomar decisiones sin esperar a lo que dijeran los mandos. A grandes rasgos, se trataba de profesionalizar la milicia para que imperara en ella un régimen tecnocrático y no político. El partido, en cambio, temía que un ejército demasiado autónomo pudiera competir con su poder. Era el militarismo que Stalin siempre había temido.
Como concluyó el investigador Igor Lukes, Tujachevski hubiera sido juzgado, con pruebas o sin ellas. Esa misma noche, el mayor Vasili Blojín se lo llevó a él y a los otros siete condenados a los sótanos del edificio del Colegio Militar de la Corte Suprema. El director, Nikolai Yezhov, miraba la escena, mientras Blojín les obligaba a que se pusieran de rodillas y agacharan la cabeza. Luego, les pegó un tiro en la sien a cada uno. Hecho esto, Yezhov partió al encuentro de Stalin, que había insistido en saber cómo había muerto el mariscal y si había suplicado.
Su esposa, Nina, dos hermanos y un cuñado también fueron ejecutados. Otras tres hermanas y sus maridos terminaron en el gulag. Ni siquiera su hija Svetlana se salvó de la represión. La encerraron en un orfanato, y, en cuanto cumplió la mayoría de edad, la trasladaron a un gulag del que no salió hasta los años cincuenta.
LA VANGUARDIA