Siempre he pensado que el insulto denota una ausencia de vocabulario porque se puede ser muy cruel y muy crítico con un adversario o un enemigo usando adecuadamente las palabras del diccionario. No es necesario gritar para tener razón. Ni amenazar, ni ridiculizar, ni menospreciar. Basta con la palabra justa, punzante, exacta. Y, si es posible, adobada con la pimienta de la ironía.
Una de las expresiones que Joan F. Mira pone en boca del papa Borja al ser atacado por unos y otros antes y durante su pontificado bajo el nombre de Alejandro VI es: “Para mí los insultos de hombres sin juicio no llegan a la categoría de ofensa”. El cuadro general que pinta Joan F. Mira en su reeditada biografía del segundo papa valenciano es un fresco espléndido de la Roma dominada por familias que se repartían el poder y los pontificados según la fuerza de sus territorios, su capacidad de intriga y el uso indiscriminado de mentiras, calumnias y confabulaciones. Las que Mira aporta y las que la leyenda ha añadido convirtiéndolo en un maniobrero que fue elegido papa en 1492 no se sabe con cuántas malas o buenas artes. Hoy no pasaría el corte ni siquiera para entrar en un cónclave, no tanto por su doctrina sino por su conducta personal, muy bien explicada por el autor. Eran tiempos muy convulsos en los que en las conversaciones privadas y las reuniones secretas se cocinaban los relatos para despegar o destruir los personajes que despuntaban en aquella Roma farisaica donde el nepotismo era habitual en los estamentos superiores. Todo el mundo sabía todo de todos pero la información o los chismes se administraban con inteligencia.
Pienso que para rebatir posiciones de los adversarios es mucho más rotundo recurrir a la ironía y, a veces, al sentido del humor que al griterío desenfrenado y tabernario. El presidente Truman era considerado un hombre vulgar pero desbarataba los argumentos de sus adversarios diciendo, por ejemplo, que si uno quiere tener un amigo en Washington lo mejor que puede hacer es llevarse su perro. O bien aquella maligna crítica de Winston Churchill diciendo que llegaba un taxi vacío a Downing Street y se veía cómo salía Clement Attlee, el primer ministro que le sucedió en la inesperada victoria laborista de 1945, recién terminada la guerra que ganó Churchill, que dijo, al perder aquellas elecciones, que la virtud de los grandes pueblos es la ingratitud.
La política es cruda, dura, sin misericordia. Es un misterio que haya tanta gente que quiera hacer de ella una profesión aunque comporte tantas contrariedades. La política tiene un poder instintivo que es muy difícil analizar, aunque bajo su disfraz y sus máscaras este instinto es el que rige la historia. A menudo son los más fuertes o los más astutos quienes ganan pero quien domina la palabra y sabe utilizar la ironía suele salir mejor parado. Ahora casi nadie se acuerda de aquellos debates de política general en los que Jordi Pujol y Carod-Rovira se las tenían con una dialéctica de confrontación aunque las cartas estaban marcadas porque CiU tenía una mayoría suficiente que permitía a Pujol convertirse por unas horas en un mosquetero que acababa clavando la espada al líder de Esquerra. Quiero recordar también aquellos debates entre Raimon Obiols y Jordi Pujol en los que se discutía la política desde posiciones antagónicas pero siempre en el marco de la catalanidad y el catalanismo.
La malicia se sirve mejor con sutileza. En las elecciones presidenciales francesas de 1988, Jacques Chirac era primer ministro y François Mitterrand era el presidente. En el primer turno de intervenciones del debate en la televisión, Chirac dijo a Mitterrand que el debate era de tú a tú y no entre el presidente y su primer ministro. “Sí, señor primer ministro”, replicó Mitterrand. Aquella expresión oportuna fue la clave para ganar el debate y muy probablemente para ser reelegido presidente. En los espectáculos que se repiten en el Parlamento de Cataluña y en el Congreso de Madrid, echo de menos sutileza, ironía y sentido del humor. No me escandalizan las trifulcas encendidas ni tampoco lo que se dice en un parlamento donde todos los diputados pueden decir lo que les parezca. Pero que lo digan mejor, sin insultar y sin menospreciar a nadie. Hemos visto cómo muchas glorias que ocupan titulares constantemente por sus ocurrencias exageradas terminan trituradas por sus propios despropósitos.
Tener una autoestima desproporcionada es desaconsejable en política. En una reunión entre De Gaulle y el filósofo Jean Guitton, se produjo el siguiente diálogo: “General, usted ha dicho que todo el mundo en Francia ha sido, es o será gaullista. Le tengo que decir que yo soy una excepción porque no lo he sido nunca, no lo soy y espero que nunca lo seré”. “Yo tampoco”, le respondió De Gaulle. La ironía es definitivamente más cáustica que el insulto.
EL PUNT-AVUI