Una parte cada vez más importante de los catalanes está convencida de que protagoniza una epopeya nacional excepcional que se caracteriza por una absoluta falta de violencia y por un elevado componente cívico y democrático. Y enfrente se encuentra un Estado que les niega el derecho democrático a ser consultados. En cualquier otro contexto sería esperable una ola de simpatía internacional hacia las reivindicaciones catalanas. Pero esto no ha ocurrido, más bien al contrario. ¿Por qué?
“Es que no lo entienden”, dicen los miles de esforzados catalanes que cada día practican la diplomacia del ‘face to face’. Quizás tras horas y horas y pedagogía alguno de estos extranjeros es ganado por la causa, pero de entrada hay que reconocer que no es fácil. ¿Hay algo en la cabeza de estas personas no españolas que les hace reaccionar como si fueran… españoles?
Hasta ahora los independentistas catalanes han tendido a pensar que la comunidad internacional se mueve sólo por los intereses de la alta política, y que actuarán siempre en función de estos intereses. Sin quitar importancia a esta visión ultrapragmática, quisiera incluir otra que a menudo se ignora y que es más difícil de aprehender porque es de tipo cognitivo: España es un constructo cultural que forma parte del imaginario de Occidente desde hace un par de siglos. Está sólidamente establecido. Sin fisuras. Con una historia perfectamente delimitada al menos desde la unión dinástica entre Castilla y Aragón. Por lo tanto, cuando los catalanes plantean irse de España, a menudo olvidan que, de paso, amenazan destruir uno de los mitos nacionales más potentes que se ha creado en Europa. Y este elemento no es obviable en la ecuación soberanista.
El Romanticismo trajo la Renaixença, pero también creó el mito de España, un conglomerado forjado con reyes moros, toreros y gitanos, una tierra salvaje y con el exotismo que desprenden los lugares que aún no han sido civilizados. Prosper Mérimée hizo Carmen (1847) que luego Bizet convertiría en ópera (1875), Washington Irvin escribió sus Cuentos de la Alhambra (1832) y Edgar Allan Poe su El pozo y el péndulo (1842). Todos ellos con referencia a esta España castiza contra la que Cataluña edificó su propio mito nacional, pero que fuera triunfó de una manera incontestable. La operación de marketing nacional, planificada o no, fue un éxito, y enterró la leyenda negra, la Santa Inquisición y Torquemada. España, en el siglo XIX, era un tema que hacía vender libros.
La Guerra Civil Española no hizo más que profundizar este mito. Ernest Hemingway (Por quién doblan las campanas, 1940) y George Orwell, que a pesar de titular su libro Homenaje a Cataluña (1938), no deja de ser una apología del valor del miliciano español. El caso es que muchos de los tópicos nacidos en el siglo XIX todavía son plenamente vigentes, y si no preguntad a cualquier turista que aterriza en el Prat o llega en crucero. Pocos países tienen una imagen externa tan consolidada en la cultura popular occidental. Quizás Francia, pero sólo quizás.
Esto es lo que explica que muchos extranjeros amen España, o mejor dicho, la idea que se han hecho de España. Un noruego, un húngaro, un estadounidense, un francés no son españolistas en el sentido estricto de la palabra, pero a menudo sí hispanófilos. Y fruncen el ceño cuando los catalanes hablan de desgarrar el mapa.
En Cataluña, esto choca. Y no es extraño. Aquí la historia de España se conoce desde dentro, todas las miserias, la ignorancia, la violencia y la opresión. Pero, visto desde fuera, España es un producto redondo, muy sólido, atractivo, y que debe una buena parte de ese encanto a los catalanes (Miró, Gaudí, Dalí…). En efecto, Cataluña es vista como una parte singular de España (quizá la más creativa y la más moderna, pero española en el fondo) y no podemos esperar comprensión ni complicidad si antes no se hace un esfuerzo para desactivar la poderosa influencia del mito.
Se trata de una dificultad añadida, pero que no se puede ignorar. La causa catalana no es popular porque amenaza un patrimonio que, por mucho que pueda costar creer desde aquí, resulta simpático en el mundo. Siempre habrá excepciones, individuales y colectivas (en Flandes, por ejemplo, no creo que España sea una cosa simpática y agradable), pero en general (y a la espera de las refutaciones de turno) es así.
El reto es encontrar un discurso que, sin renunciar a nada, sea capaz de salvar este obstáculo. No es fácil ni se me ocurren recetas mágicas. Pero sí veo más fácil derrotar al Estado español que el mito de España. Portugal lo logró, en otro contexto y en otras circunstancias, pero habría que profundizar en esta vía portuguesa.
David Miró
ARA