A estas alturas puede parecer un sarcasmo el eslogan de Artur Mas caracterizando a su govern como el de los mejores. Ni Donald Trump, con su ilimitada capacidad para la hipérbole, nunca profirió un elogio tan absoluto de su administración. Se lo impedía el narcisismo y el desencanto indefectible con los subordinados, incluso los más sumisos, cuando le contrariaban en alguna de sus absurdas exigencias. Al final, el “govern de los mejores” acabó siendo conocido como el de los recortes, habiendo aplicado las restricciones presupuestarias del gobierno español sin discutirlas ni explicarlas bien. Para compensar esa mala imagen, se convirtió en el gobierno del 9-N, es decir, de un simulacro de consulta que procedía lo que más con el simulacro de govern. En ese sucedáneo de referéndum incluso la pregunta era un simulacro de pregunta. Invitaba a responder sin tener que tomar ninguna decisión determinante.
Considerado globalmente, el govern de los mejores fue un gobierno gris, indeciso e intrascendente. Y no porque Mas fuera un político mediocre, sino porque optó por la mediocridad, la continuidad, las medias tintas y la calle de en medio en los hechos y las ideas: casa grande, derecho a decidir, consulta no vinculante, eufemismos de escaparate. El programa, como otras veces, era “hacer ver que”, con el objetivo de subirse sobre la ola reivindicativa que se alzaba bajo sus pies. Superada la cresta del Primero de Octubre y la sentencia del Supremo, el actual govern se prepara para el descenso al valle de la ola. Ahora toca apaciguar, amainar, decrecer, siempre desde el simulacro. Por lo pronto, el de una negociación que comienza con la exigencia de que el independentismo, en palabras de la portavoz del Consejo de Ministros español, María Jesús Montero, “supere las posiciones extremas”. El Estado “dialogará” con él sólo si renuncia al “extremo” de la independencia, si el independentismo se desnaturaliza y se limita a hablar de lo que “quepa dentro de la constitución”. Dialogará verticalmente, pues, con el interlocutor agradecido por la atención que quiera concederle quien, al abrir la puerta de la cárcel, advierte que también la puede cerrar y no tiene ninguna manía de “volverlo a hacer”.
Que el independentismo se convierta en virtual, sin ninguna aspiración positiva a la independencia; esta es la cláusula de los indultos y el paisaje después de la batalla. Amonestada por el Consejo de Europa, la izquierda española preconiza la desjudicialización de la política, pero mantiene las condenas. Predica amor, reencuentro y reconciliación, pero continúa criminalizando a los presos con un perdón que ni es justicia ni les restituye integralmente la libertad. También aquí impera el simulacro. En Europa el régimen español se jacta de respetar la libertad de expresión y un puñado de compromisos democráticos, pero en casa envía artistas y manifestantes a prisión con penas multianuales y arruina familias por una acción exterior de gobierno de carácter diplomático.
Como todas las dictaduras, España persigue retroactivamente la disidencia y amplía el alcance represivo por asociación y contagio, hasta el último becario, como decía Soraya Sáenz de Santamaría en su programa de persecución. Sin el Primero de Octubre, las cuarenta y una personas que mañana deben presentarse ante el Tribunal de Cuentas no estarían encausadas, porque hasta entonces ni el gobierno español ni la judicatura habían encontrado razón alguna para inculparlas. No es por lo que hicieron como servidores públicos, sino por lo que hizo el pueblo en ejercicio de un derecho, por lo que los persiguen los herederos de la dictadura. La causa del Tribunal de Cuentas no es un procesamiento singular cualquiera, como deben serlo los litigios, sino uno más en la onda expansiva de una causa general que estalló con la aplicación del artículo 155 y avanza de individuo en individuo en una metástasis desenfrenada que el gobierno español ya no es capaz de detener.
Como una mancha de aceite, la represión ensucia todo lo que toca. Exactamente como la mentira. No se persigue el independentismo, advierten, mientras no pase de la idea a la práctica. La doctrina es bastante conocida. Tampoco la dictadura perseguía a nadie que no se metiera en política. Al igual como ahora, la privacidad de la conciencia concordaba con una hipótesis de democracia que en España siempre habrá que conjugar en subjuntivo. España sería una democracia “plena” si la división de poderes implicase un equilibrio y no la usurpación de funciones. Podría pasar por un Estado descentralizado si el poder político, financiero y mediático no se acumulara desproporcionadamente en la capital; si las comunicaciones no pasaran obligadamente por el kilómetro cero; si las competencias exclusivas de la autonomía no las bloquearan decretos ley; si los gobiernos autonómicos no fueran intervenidos cuando el Estado es incapaz de resolver un conflicto de legitimidades; si las nacionalidades no se degradaran al nivel de regiones; si no se combatieran las identidades culturales y la pluralidad no se viera como un estorbo que hay que quitar de en medio; si el derecho a la lengua propia no se relegara a la intimidad; si…
Que las masas españolas celebren tales contradicciones, que acepten sus implicaciones y aplaudan sus consecuencias, mientras la convivencia se deteriora y se frustra el ensayo de democracia, es una prueba de mala fe; pero aún más es señal de incapacidad reflexiva. En España existe una profunda tradición antiintelectual, que en épocas de crisis se convierte en militante. Durante los más de tres años y medio que los políticos catalanes han sido privados de libertad y sometidos a humillaciones de todo tipo -todavía no hace una semana, el telediario del primer canal de televisión se burlaba cuando informaba de la salida de la cárcel-, ningún intelectual español de prestigio ha alzado la voz con un sonoro “j’accuse!”. La excepcionalidad de Ramón Cotarelo confirma la regla, pues su posición hacia la autodeterminación le obligó a expatriarse. Y de los extranjeros que vocacionalmente se ocupan de España, casi ninguno se ha implicado en defensa de la minoría catalana. Los pronunciamientos más bien han ido en sentido contrario, con escasas excepciones como la del hispanista emérito inglés Henry Ettinghausen, el italiano Patrizio Rigobon y el alemán Axel Schönberger. Debe haber más, que ahora no me vienen a la cabeza, tal vez porque en realidad no existen o porque no se han hecho ver mucho.
El intelectual es una especie en peligro de extinción. En 1963, cuando sólo faltaban cinco años para la revuelta de los estudiantes en la Universidad de Columbia, donde él enseñaba, el historiador Richard Hofstadter publicó su estudio sobre el antiintelectualismo en la sociedad americana. Observando cómo el poder y el conocimiento, que habían convergido en los fundadores de la nación, se habían ido separando -una separación que en Europa Max Weber ya había definido en términos vocacionales-, Hofstadter señalaba que, cuando el poder recurre al conocimiento, no lo hace buscando el intelecto como función crítica, sino para instrumentalizar la competencia del experto. Hofstadter se preguntaba si el intelectual, como experto, sigue siendo un intelectual, si no se convierte en un técnico mental a las órdenes de los patrones que lo alquilan.
Si los expertos sirven para certificar lo que ya es aceptado por muchos, el intelectual se caracteriza por pensar con independencia, asumiendo los riesgos de la disconformidad. El histórico proceso contra el independentismo ha sido el asunto Dreyfuss de nuestra época. El cóctel de prejuicio y de injusticia con que se ha inflamado la sociedad española marcará el medio siglo próximo, como el asunto Dreyfuss marcó el porvenir de Francia en el siglo XX. Con el tiempo, el silencio de los expertos se convertirá en consenso universal sobre la inmoralidad de las sentencias y la persecución de los defensores del derecho de autodeterminación, porque, como en otras causas ya ganadas, el experto acaba desplazándose gregariamente hasta situarse al abrigo de la opinión mayoritaria. Más cuidadoso de no salir del consenso que lo adscribe a un centro de poder que de ejercer libremente sus facultades, el técnico en cualquiera de las modalidades oficiales del pensamiento hace bueno el dicho de Chesterton sobre los intelectuales que se muestran más satisfechos de poseer intelecto que gozosos de servirse del mismo.
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