La elección del President

Mas, el enemigo

JOAN B. CULLA I CLARÀ

EL PAIS

El pasado 28 de agosto publiqué en esta misma página un artículo titulado El enemigo es Mas. Transcurridas once semanas densísimas de acontecimientos, creo que la tesis formulada en aquel texto mantiene toda su validez. Sí, Artur Mas se camufló en el puesto número cuatro de la candidatura de Junts pel Sí. Y, ciertamente, esta coalición obtuvo una victoria por debajo de sus ambiciones. Y la bien programada cadencia de impactos mediáticos en torno a la presunta corrupción de CDC o de los Pujol ha tenido sus efectos. Y resulta claro —al menos, a mi juicio— que la declaración parlamentaria rupturista aprobada el lunes supone forzar una máquina que no anda sobrada de legitimidad democrática para acometer una empresa de tamaña envergadura…

Todo lo que ustedes quieran. Sin embargo, pese a tantos hándicaps, y tropiezos, y debilidades, y hasta errores, el enemigo sigue siendo Mas. La mejor demostración de ello es que, durante los últimos dos meses y medio, el crescendo de hostilidad y de descalificaciones de todos los defensores del statu quo ha seguido focalizado en el hoy presidente en funciones. No en Raül Romeva, ni en Oriol Junqueras, ni siquiera en Carme Forcadell, aunque estos últimos días pueda parecer otra cosa.

La idea de que el proceso independentista nació de la cabeza de Mas igual que Atenea de la cabeza de Zeus, equipado con todas sus argucias, y que los demás actores del movimiento no son más que edecanes, comparsas o masa de maniobra, esa idea sigue firmemente instalada entre los estrategas, tácticos e ideólogos de la intangibilidad del Estado español.

Incluso cuando tal idea les lleva a incurrir en flagrantes contradicciones. Porque, veamos: si Artur Mas está ya tan amortizado políticamente como muchos sostienen, ¿a qué esta desazón por empujarle a casa? ¿No sería más cuerdo esperar unas pocas semanas a que caiga como fruta madura? Si es el muerto viviente que no pocos describen, ¿no bastaría con aguardar a que la descomposición del cadáver se consume y haya que enterrarlo? Si Mas es un impostor que, con la independencia, sólo trata de tapar el 3 %, ¿no sería más inteligente dejarle enredarse en la impostura, de modo que acabe ahorcándose con su propia cuerda?

Hablamos de individuos y segmentos sociales moderados que, un lustro atrás, no podían siquiera imaginarse a sí mismos colgando una ‘estelada’ en su balcón

Descontadas las añejas fobias anticonvergentes y las obsesiones personales, la fijación anti-Mas tiene algunas explicaciones racionales. La más simple es la que, partiendo de la visión del presidente como el siniestro arquitecto del desafío secesionista, cree que, si se le corta la cabeza a la serpiente, la venenosa bestia morirá. Pero hay otra teoría más sutil y mucho más cercana a la realidad; la que apuntaba el titular de una discreta pieza publicada el pasado día 4 en el digital ultraunionista Crónica Global: “La caída de Mas sería el fin del apoyo de las clases medias al ‘procés’”.

Es una hipótesis, claro, pero una hipótesis plausible. Resulta evidente que, si el apoyo electoral al independentismo ha pasado en pocos años del 15-20% al 48 %, ello se debe al desplazamiento de una porción sustancial de los votantes no metropolitanos del PSC, pero sobre todo a la decantación soberanista de la mayor parte del tradicional electorado convergente. Estamos hablando, sí, de clases medias, de gente de orden, de personas en la madurez e incluso jubiladas. Estamos hablando de individuos y segmentos sociales moderados que, un lustro atrás, no podían siquiera imaginarse a sí mismos colgando una estelada en su balcón, ni saliendo a la calle a gritar “independència!”, ni menos todavía dando el sufragio a opciones de ruptura con España.

Tan espectacular giro es mérito de la sentencia contra el Estatut, del impacto de la crisis económica sobre la financiación de la autonomía, de la desdeñosa frivolidad de Rodríguez Zapatero, de la cerrazón esencialista de Rajoy, de las acometidas de Wert, etcétera. Pero parece difícil imaginar que, sin la apuesta de Mas a partir de 2012, aquella mesocracia convergente hubiese sido tan audaz y se hubiera pasado en bloque a Esquerra Republicana. Es obvio que la figura del presidente ha infundido respetabilidad, crédito y seguridad a ese crucial movimiento de opinión. Por eso tantos quieren eliminarlo.

Puede que lo consigan, con la complicidad objetiva de la CUP. Si así fuere, el independentismo resultaría más inmaculado, más progresista, más pata negra, más popular y hasta anticapitalista… Pero, con menos del 25% de los votos, sería inocuo.

 

¡Esto es todo, amigos!

Agustí Colomines

ECONOMIA DIGITAL

http://www.economiadigital.es/es/notices/2015/11/-esto-es-todo-amigos-79080.php

Seguro que esta será considerada una de las semanas más surrealistas de la política catalana contemporánea. Después de la holgada victoria de los independentistas en las elecciones del 27S, en las que la suma de JxSí y la CUP llegó hasta los 72 diputados de los 135 en juego, el independentismo se auto infringe una severa derrota al ser incapaz de cerrar filas entorno al candidato de la mayoría —los 62 diputados de JxSí— dentro de la mayoría más amplia que incluye a la CUP.

No voy a cargar las tintas contra la CUP, porque si JxSí hubiese obtenido 68 diputados en vez de 62, ahora mismo yo no estaría escribiendo este artículo. Artur Mas, el candidato de la mayoría, hubiese sido investido en la primera votación y listos. Pero los resultados no fueron buenos para la coalición mayoritaria y provocaron que la CUP, con diez diputados, fuese imprescindible para asegurar la gobernabilidad.

Por cierto, dejemos claro que aunque JxSí hubiese obtenido el diputado número 63, estaríamos inmersos en el mismo drama. La presión que está ejerciendo la CUP sería la misma, pues creo que la razón última de lo que pretende este grupo no tiene nada que ver con quién tiene que ocupar la presidencia. Su misión es otra muy diferente.

La extrema izquierda independentista —aunque me duele regalarles la denominación— cree que CDC es un obstáculo para la independencia porque impide ampliar la base social independentista por la izquierda. A partir de ese razonamiento, absolutamente absurdo, puesto que no se puede avanzar hacia la independencia sin un frente amplio interclasista, que incluya a la derecha y a la izquierda, la liquidación de Artur Mas forma parte de un plan que, como me decía el otro día el concejero Ferran Mascarell, está muy bien descrito en los dos librillos de ese Comité Invisible (CI) revolucionario en los que se asegura que “las insurrecciones, finalmente, han llegado”. La primavera árabe, 15M, Syntagma, Occupy, Gezi, etc., son las manifestaciones más llamativas de esa insurrección y consiste en avanzar en medio de una gran confusión para acabar con el sistema corrupto capitalista.

Pablo Iglesias bebía de la misma fuente hasta que decidió “centrarse” para intentar ganar las elecciones. Ada Colau está en las mismas. El CI proponía su propia alternativa: reabrir la cuestión revolucionaria.

Es decir, replantear el problema de la transformación radical (de raíz) de lo existente, clausurada por los desastres del comunismo autoritario del siglo XX, “no tanto como objetivo, sino como proceso”; no tanto como un horizonte abstracto o ideológico, un puro “deber ser” sin anclaje en el deseo social y la realidad, sino como “perspectiva”, como un punto de vista capaz de alcanzar muy lejos pero a partir de donde se está, pie a tierra. Así es como razona la CUP, pero en catalán y con tintes anarquizantes.

El viraje de Iglesias —empujado por la demoscopia— demuestra una vez más que las elecciones se ganan desde el centro, porque de otra manera nadie podría entender esa necesidad suya de reeditar al Felipe González de 1982, incluyendo la presencia de militares “rebeldes” estilo Juli Busquets, aquel mítico miembro de la Unión Militar Democrática (UMD) que fue diputado en el Congreso del PSC durante años. Quien regala el voto moderado, pierde. Y en el caso que nos ocupa, creer que sacrificar a Artur Mas no va a tener ningún coste es estar muy ciego.

Si algún día los de la CUP y ERC logran que su trabajo de zapa tenga éxito y consiguen arrancarle votos a la izquierda federalista para sumarlos al soberanismo, puede que entonces el bloque independentista  tampoco sume porque el voto moderado —aquel que votó a regañadientes a JxSí— ya habrá abandonado a la actual generación independentista de CDC.

Las ventanas de oportunidad se abren durante un tiempo muy limitado. Los independentistas habían encontrado el hueco perfectamente delimitado que les invitaba a poner en marcha el proceso constituyente. Lo sorprendente es que lo estén taponando ellos mismos.

Es un error, un inmenso error, creer que el problema se llama Artur Mas. El problema para la CUP —al igual que para CSQEP— es CDC, partido al que identifican con un sistema generalizado de corrupción en España y Cataluña. Y este diagnóstico sirve para descalificar a los corruptos confesos —a los Pujol, Millet y compañía—, pero también a Artur Mas y mañana, si fuese necesario, a Neus Munté, si es que la actual vicepresidenta estuviese en la tesitura de presentar su candidatura a presidenta.

Los diputados de la CUP, que cobran un sueldo público para tomar decisiones, no pueden refugiarse en las asambleas de su partido para no ejercer su trabajo como parlamentarios. Quieren negociar pero no quieren hacerlo en un “plató de televisión”. ¿Por qué no? Sería el mejor ejercicio de transparencia del mundo. Así nadie se sentiría estafado, que es lo que está ocurriendo hoy. Da miedo no reconocerse en un espejo, ¿verdad?

He asistido a los debates parlamentarios de estos días y no salgo de mi asombro. La falta de institucionalidad de sus señorías es inversamente proporcional a la solemnidad del edificio de la Ciutadella.

Nunca vi cosa parecida durante mis años como asistente parlamentario de Josep Benet, el diputado independiente —y de derechas— que encabezó la candidatura comunista en 1980. Eran otros tiempos, cuando los políticos catalanes sabían que la política debía servir para algo más que para lucirse en la esgrima parlamentaria. Y no lo digo por la penosa indumentaria de la mayoría de diputados —lo que me da igual, aunque en algún caso incluya consignas racistas—, lo digo porque pocos, muy pocos de los diputados intervinientes, tienen una visión política de lo que se está cociendo dentro de esos muros. En política se necesita algo más se ser listo. Quizás sólo se puedan salvar Miquel Iceta y Artur Mas.

Los independentistas ganaron el plebiscito informal del 27S y, además, ganaron la mayoría absoluta en escaños. Pero del mismo modo que, como reconoció la CUP la misma noche electoral, el 48% de los votos afirmativos resulta insuficiente para plantearse una DUI, se está constatando que la mayoría de 72 diputados no sirve para seguir adelante con el proceso. Por lo menos en los términos planteados hoy.

JxSí es una coalición extraordinaria que no da más de sí porque ninguna de las dos partes —CDC y ERC— quiere consolidar un bloque soberanista conjunto. Dicha coalición tiene, pues, fecha de caducidad, como ya quedó claro al renunciar a presentarse otra vez juntos a las próximas elecciones del 20D. La CUP es, por definición, una formación extramuros cuya manera de razonar y de actuar impide llegar a unos acuerdos viables.

Como en el final de los dibujos animados, ha llegado el momento de despedirse con un “¡esto es todo, amigos!” Fue bonito mientras duró. Logramos nuestro objetivo, pusimos las urnas y se ha demostrado que el independentismo es fuerte como un roble y puede seguir siéndolo si se actúa con tiento.

Ahora vamos a tener que decidir quién lidera la nueva etapa del proceso, la que debería superar ese valioso 48% de síes. La única salida que vislumbro a la depresión que está mermando los apoyos moderados que dieron su voto a JxSí porque estaba Mas y si se ganaba seguiría siendo el presidente, es votar de nuevo, ahora sin necesidad de apelar a ningún plebiscito.

No hay mejor asamblea que una jornada electoral. Puede participar todo el mundo libremente, sin notar en el cogote la presión de las camarillas. Vayamos a las elecciones, porque el espectáculo de estos días es el preludio de lo que puede pasar en los próximos 18 meses. Las agonías son dolorosas y tristes.

El Estado no juega a barcos, nosotros sí. Lamentable, todo hay que decirlo. Y si después de las nuevas elecciones el voto de los ciudadanos provoca que se repita el escenario actual y que otros 10 diputados independentistas, o los que sean, impidan la investidura del primer presidente que presenta un programa de gobierno independentista, es que no merecemos otra cosa que la derrota. Por lo menos esta vez nadie habrá perdido la vida como ocurrió en los años 30. Ya es algo, aunque la estupidez persista. ¡Qué barbaridad!

 

Kerenski

Enric Juliana

La Vanguardia

La clave es ver si Mas está dispuesto a pagar a la CUP con un acto de desobediencia pocos días antes del 20D. Artur Mas y Oriol Junqueras dialogaron tras el discurso del president en funciones mientras Antonio Baños ya tenía clara su negativa

Cada época tiene sus referencias. En la cultura política clásica, hoy en vías de extinción, el nombre de Kerenski ocupa un lugar destacado en el panteón de los hombres arrollados por su propia aventura. Alexander Kerenski (1881-1970) fue un destacado líder radical-democrático ruso que intentó gobernar la difícil intersección entre los partidos burgueses, las dos fracciones socialistas (mencheviques y bolcheviques) y el Soviet de Petrogrado, durante la primera fase de la Revolución. El Gobierno Provisional no aguantó la progresiva desintegración del ejército ruso y Lenin no dudó ni un minuto. Rápidos -“tenim pressa!”- y audaces, los bolcheviques se merendaron a Kerenski en octubre de 1917.

Desde entonces, el nombre del demócrata de buena familia que intentó salvar la vida de la familia real rusa es símbolo y es advertencia. En 1975, Henry Kissinger le dijo a Mario Soares que podía convertirse en el “Kerenski portugués” y le ofreció un exilio dorado en Estados Unidos, mientras la CIA preparaba la guerra sucia contra el Gobierno provisional del coronel Vasco Gonçalves, apoyado por los comunistas. El socialista Soares se negó a abandonar Lisboa y finalmente consiguió forzar una evolución pro Comunidad Europea del cambio democrático en Portugal.

Tras el fracaso de la segunda votación de investidura ayer en el Parlament de Catalunya, podría afirmarse que Artur Mas va en camino de convertirse en el “Kerenski catalán”. Atrapado en el interior de una coalición casi paritaria con Esquerra Republicana que le impide dar marcha atrás, el presidente de la Generalitat en funciones se ve obligado a una continua fuga hacia delante para conseguir el apoyo de los fraticelli de la CUP, más devotos del anticapitalismo franciscano de Pier Paolo Pasolini, que del pensamiento eléctrico de Vladímir Uliánov. En realidad, la CUP es el menos leninista de los partidos catalanes. Aman la asamblea. Recelan del buró político. Bajo la consigna “¡Investidura antes del día 20!”, Mas ofreció ayer someterse a una moción de confianza dentro de nueve meses para que los social-revolucionarios puedan tumbarle si no cumple el programa de “desconexión”. Kerenski, en manos de la asamblea cupera. El menchevique Oriol Junqueras asiste atónito a la escena, mientras calcula de qué manera ERC puede convertirse en el nuevo partido central del laberinto.

No exageremos. Sería mejor observar el embrollo bajo la óptica de Borgen , magnífica serie de la televisión danesa sobre la política posmoderna en una pequeña sociedad de carácter burgués. La cuestión clave es ver si Mas, atenazado por varios miedos, entre ellos el temor a la repetición de las elecciones, está dispuesto a pagar a la CUP con un acto de desobediencia poco antes 20 del diciembre. Desestabilización a cambio de investidura. Una acción “cuanto peor, mejor” (lema suicida de los comunistas alemanes en 1930), que activaría los dispositivos coercitivos del Estado y regalaría una cómoda mayoría electoral a Mariano Rajoy.

Desde la Perspectiva Nevski, calle principal de Petrogrado, Artur Mas está muerto. Desde la perspectiva Borgen, delicioso relato del maquiavelismo pequeño burgués, quizá sería aconsejable no precipitarse con los certificados de defunción.

 

Paradojas y desconciertos

Francesc-Marc Álvaro

La Vanguardia

Mientras escribo estas líneas nadie sabe todavía si, hoy jueves, el Parlament investirá a Mas o no como president. Hay muchos rumores y también hay la sensación que es muy difícil que las posiciones expresadas el martes se hayan modificado sustancialmente. Con todo, los que quieren ver el vaso medio lleno dicen que hay margen para un acuerdo entre Junts pel Sí y la CUP. Más allá del optimismo y del pesimismo, quiero poner de relieve cuatro paradojas importantes que han aparecido después del 27-S y que pesan mucho, tanto si hoy Catalunya tiene presidente como si convertimos el autogol en vía muerta.

La primera paradoja tiene que ver con las coincidencias y divergencias internas del bloque soberanista. Durante la campaña de los últimos comicios catalanes, al votante soberanista se le transmitió la idea de que las diferencias entre las dos opciones del sí a la independencia eran menores en relación con lo que las vinculaba. Se sabía que Junts pel Sí se movía en un centroizquierda reformista y la CUP en la izquierda alternativa, pero se suponía que el eje ideológico no sería problema para colaborar en la empresa común de la desconexión. Eso hizo que la lista de Romeva no remarcara lo bastante que el soberanismo tenía un voto más útil que otro (en términos de creación de una mayoría gubernamental sólida) y que Madrid a quien temía es a la coalición impulsada por CDC y ERC.

La misma noche del 27-S hizo aparición, por boca de los diputados electos de la CUP, el eje ideológico, encubierto siempre dentro del recordatorio a “no investir a Mas” y los llamamientos constantes a “la coherencia”. Es decir, los comicios los había ganado el soberanismo superando las divisiones pero, a la hora de la verdad, la parte más pequeña del movimiento ponía por delante su agenda, hasta el punto de convertirla en un veto y, por lo tanto, en un foso. El desconcierto del electorado soberanista fue y es muy grande, incluidos no pocos nuevos votantes de la CUP, menos imbuidos de la doctrina y retórica de estas siglas que la parroquia cupera habitual. Para saltar la pared, es de sentido común que hace falta potenciar los elementos compartidos y aparcar las muchas distancias entre unos y otros. Los grandes partidos españoles van coordinados para detener la desconexión.

La segunda paradoja tiene que ver con las expectativas sobre la firmeza de Mas y su fidelidad al mandato democrático. Es una paradoja muy aguda que resumiré así: durante meses, ha pesado sobre el líder de CDC la sospecha (alimentada por algunos) de que, cuando llegara el momento crítico, Mas daría marcha atrás, pero resulta que hoy son los más radicales los que quieren que se marche (o que se ponga en segundo término) a la hora del pulso con el Estado. El asunto es delirante, porque es obvio que la desconfianza sobre el president ha venido, sobre todo, de los que se consideran más puros y más veteranos en el compromiso independentista. Los hechos son tozudos: unos hablan de “desobediencia” cada cinco minutos pero, por ahora, sólo es Mas (con Ortega y Rigau) quien debe pasar por los tribunales por haber puesto las urnas sin permiso de Rajoy. Eso también desconcierta a mucha gente que va con la estelada, porque la mayoría social del soberanismo ha detectado la diferencia entre el verbalismo revolucionario de salón y las decisiones de riesgo asumidas con responsabilidad y serenidad.

La tercera paradoja tiene que ver con una pregunta que algunos se hacen estos días: ¿qué ganó realmente el 27-S? A mi parecer, y a la vista de las cifras, triunfó el soberanismo tranquilo, basado en tres factores que no se pueden dejar de lado: hacer las cosas bien; hacer las cosas desde un liderazgo claro y responsable, y hacer las cosas según un calendario y una gestión del tiempo que evite más errores de la cuenta. El programa de Junts pel Sí no planteaba una ruptura antes de tener un Govern ni abonaba la idea de una DUI. Los discursos de Mas en campaña indicaban la voluntad de controlar un recorrido de microrroturas fácticas no condicionadas por la tentación de hacer un balcón emocional al estilo de los treinta. Junts pel Sí vendió una transición conducida con firmeza pero también con inteligencia, y alejada de maximalismos anarquizantes. Nuevamente, el desconcierto de muchos ante una declaración hecha antes de tener president y Govern ha sido monumental.

Finalmente, la cuarta paradoja tiene relación con el centro de gravedad social del soberanismo. La CUP y otros afirman que el movimiento pro independencia ha girado a la izquierda y eso les permite especular sobre el final de Mas para –dicen– aumentar los apoyos populares. Los que así teorizan olvidan que, todavía hoy, la centralidad moderada es la que da grueso, consistencia y extensión al nuevo soberanismo: antiguos votantes de CiU y del PSC que han abandonado el autonomismo a cambio de un proyecto de país nuevo que no contempla escenografías vintage de la Rosa de Fuego. Se dice como un dogma que el soberanismo sólo crecerá por la izquierda sin tener en cuenta que el centro moderado se podría perder si se hacen demasiadas burradas en nombre de una secesión exprés y torpe. El desconcierto aumenta.

Así lo veo ahora, con sinceridad. Querría verlo con más alegría, pero la realidad no me regala motivos para el optimismo.

 

Una nueva etapa (sin dramatismos)

FERRAN SÁEZ MATEU

ARA

El autoengaño suele ser agradable, incluso un poco narcótico, pero tiene unos límites que suelen coincidir con los de la realidad, siempre tan áspera y feúcha. El día 27 de septiembre Juntos por el Sí ganó las elecciones con claridad, indiscutiblemente, pero con unas cifras de votos y de diputados que, teniendo en cuenta la altura de la cima que se pretendía escalar, resultaban insuficientes. No se trataba de unas elecciones pensadas para iniciar una simple legislatura autonómica, y todos lo sabíamos. Tampoco eran, evidentemente, un plebiscito en el sentido estricto del término, pero así fueron planteadas. Jugamos un juego sin haber acordado previamente cuáles eran las reglas para determinar el ganador y el perdedor, el sí y el no. Por supuesto, esta circunstancia determinó el no-resultado final: todo el mundo hizo la lectura que consideró conveniente. Incluso los perdedores objetivos -la suma de Ciudadanos, PP y PSC- tuvieron la ocurrencia de reivindicar la victoria. Es poco elegante, sí, pero también previsible: cuando no hay reglas del juego, gana simplemente quien dice que gana -es la teoría de los verbos performativos de John Searle-. Esta es la primera pantalla que ha quedado atrás. Vamos a la siguiente. Algunos pensaron que sumando peras y manzanas teníamos… ¿Qué teníamos? Es un misterio. En todo caso, algunos creían que, en sí misma, esa suma tenía algún valor, significaba algo. Si pones juntos un piano de cola, un zorro disecada, dos boniatos y una lavadora, ¿qué tienes? ¿Cuál es el resultado? No creo que nadie ose responder a la pregunta, porque no tiene sentido. Y si sumas el corazón del sistema con los antisistema, ¿qué queda? Ahora vemos que nada. Cero. Segunda pantalla, segunda lección, segundo escarmiento. Y es justo aquí donde comienza una nueva etapa. Hay que hablar de ello sin dramatismos, abiertamente, pero sin ocultar por qué estamos donde estamos.

Creo que la culpa no es de la CUP, ni de Juntos por el Sí, ni de ningún otro partido en concreto. De hecho, en democracia no hay culpas, sino votos. El personal ha decidido lo que ha decidido, y punto. Desde una perspectiva colectiva, sin embargo, estas decisiones libres y supuestamente racionales han conducido a un callejón sin salida -o bien con salidas ilusorias, que todavía es peor-. Los escaños son los que son, y los votos que hay detrás también. He leído extravagantes juegos de manos argumentativos en que se intentaba negar esta evidencia, y he visto también declaraciones tragicómicas en que se intentaba demostrar que dos y dos hacen cinco y medio. Como no se trata de hurgar en la llaga, hacemos un punto y aparte omitiendo púdicamente nombres propios y detalles tristes. Tenemos por delante una nueva etapa y, como recordaba Ignasi Aragay (*) el fin de semana en un artículo contundente, la obligación de un gran pacto. Sobre esta nueva etapa, y sobre este pacto ineludible, me gustaría decir al menos tres cosas.

La primera es que todo pacto exige por fuerza diálogo y negociación, y toda negociación política implica renuncias. De lo contrario no es un diálogo, sino un monólogo cruzado que no lleva a ninguna parte. El límite de las renuncias, sin embargo, lo marca la misma lógica de la democracia: las minorías están legitimadas a influir tanto como puedan en las mayorías, pero no tienen ningún derecho a suplantarlas en la foto. La segunda se refiere a la gestión y distribución de los tiempos. Supongo que todo el mundo es consciente de la enorme responsabilidad que tienen los que optaron por la velocidad en detrimento del objetivo. Supongo que a estas alturas también tenemos claro que aquella hipocresía tonta de las “hojas de ruta” ha pasado a mejor vida, ¿verdad? ¿O es que queremos volver a enhebrar el mismo camino para llegar al mismo pedregal? ¿Alguien conoce quizás algún gran cambio de estas características que se haya basado en hojas de ruta publicadas en los diarios con todo lujo de detalles? En tercer lugar, y por último, hay que entender que el objetivo al que se aspira no reclama una mayoría cualquiera, de la mitad más uno. Si tenemos claro todo esto deberíamos actuar en consecuencia, lo que se traduce en hacer política, es decir, hablar, negociar, imaginar. Sin dramatismos, sin reproches, serenamente. La alternativa es insistir en la vía perdedora, en un camino fallido que ya ha quedado atrás. Termino con la primera frase del mencionado artículo de Aragay: “Si la primera mayoría absoluta independentista de la historia del Parlamento no consigue sumar fuerzas para investir un presidente y formar gobierno, se caerá en un ridículo político fenomenal”. La nueva etapa debería comenzar justamente así: siendo conscientes de que podemos acabar haciendo el payaso.

(*) http://www.nabarralde.com/es/catalunya/14443-ha-llegado-la-hora-del-gran-pacto