No es señal de buena salud cívica que una medida imprecisa –porque ni siquiera tiene una base documental escrita– relativa a una declaración de intenciones del Ayuntamiento de Vic, en relación con establecer una cierta limitación en el procedimiento para el empadronamiento de extranjeros sin-papeles, desate un conflicto lleno de descalificaciones, campañas de protesta, insultos y acusaciones injustas como las que hemos visto estos últimos días. Hasta donde he podido aclararlo, el origen de todo el descalabro proviene del hecho de que el Ayuntamiento de Vic, con el acuerdo de todos los representantes en el gobierno de la ciudad y que incluye CiU, ERC y PSC, tiene –o tenía– la intención de pedir, para el empadronamiento, un permiso de residencia o un pasaporte con visado de entrada y acreditar un lugar de residencia. Quizás sí que es la misma imprecisión de todo ello lo que ha contribuido a la alarma, pero en cualquier caso no es aceptable la desmesura de la reacción.
No puedo entrar a debatir el detalle de una declaración de intenciones sobre la que nadie ha podido leer ningún documento preciso, ni tampoco puedo decir nada sobre su legalidad porque no es una cuestión de opinión sino que simplemente hace falta que lo dictamine un experto. Y, por cierto, el Ayuntamiento de Vic ya ha dicho que se ajustará, escrupulosamente, a la legalidad vigente una vez se tenga el informe jurídico correspondiente. Por si fuera poco, se trata de un municipio que ha dado pruebas más que consistentes –como tantos otros municipios de Cataluña– de haber sido capaz de acoger en un tiempo breve una cantidad ingente de extranjeros, ofreciéndoles servicios públicos de calidad –educación, salud y asistencia social– y sin que se hayan producido incidentes de gravedad. Este talante abierto, muy propio del país, hay que decirlo, ha producido en algunas personas –en Vic, pero también en otros municipios– una intranquilidad que ha favorecido el crecimiento de un partido populista capaz de canalizar el miedo y, apropiándoselo, lo ha interpretado convirtiéndolo en xenofobia. Nada extraño y que no sea fácilmente explicable y universalmente conocido. Por lo tanto, parece que no hay ningún motivo para una alarma tan exagerada: un ayuntamiento quiere regular con más cuidado el flujo de llegada de extranjeros para seguir garantizando la posibilidad de acogida e integración –la crisis actual lo hace más necesario–; lo hace con un apoyo político mayoritario rigurosamente democrático; somete la decisión final al cumplimiento de la estricta legalidad y, no hay que decirlo, la ciudadanía tiene derecho a valorar y discutir si la medida servirá para aquello que se propone, si no servirá de gran cosa o bien si provocará lo contrario de lo que se espera. ¿Dónde está el problema?
Aun así, lo que tendría que haber sido un debate razonable sobre los mecanismos de que dispone un gobierno municipal para arbitrar la convivencia y sobre su eficacia, ha merecido la descalificación pública –yo diría que con ensañamiento– del gobierno español y, de paso, de toda la caverna mediática del Estado y, no hay que decirlo, de las organizaciones que viven de hacer grandes estos conflictos o de esos tertulianos que, de inmigrantes, sólo conocen el que les hace la colada. Pero, por la responsabilidad del cargo, lo peor de todo es la actitud de la vicepresidenta del gobierno español, que repetidamente se ha dedicado a descalificar el Ayuntamiento de Vic. Y, después, todavía se ha añadido el inefable Zapatero aportando una idea tan sutil, noble y original cómo que “los inmigrantes irregulares tienen derechos porque son seres humanos”. La cara dura de los dos personajes en cuestión es tan enorme que se pone en evidencia por sí sola. Porque, si hay alguien verdaderamente responsable de la existencia de inmigrantes “irregulares” –como dicen ellos para ajustarse a la más hipócrita de las correcciones políticas–, es precisamente ese Estado que ellos representan y defienden con leyes de extranjería que han hecho aprobar para reservar los derechos de admisión y exclusión. Quiero decir que si un inmigrante es “irregular” no es por decisión del Ayuntamiento de Vic, sino que es el Estado quién lo ha convertido en un sin-papeles. Por lo tanto, es de una audacia sideral que sea la cabeza del gobierno español quién reclame “derechos” –así, en general– para los “seres humanos” que son los “irregulares”, cuando él es el principal avalador de las leyes que los discriminan respecto de los “nacionales”. ¿A qué responde, pues, el ensañamiento con el Ayuntamiento de Vic? ¿Es para desviar la atención de otros problemas más graves? ¿Es una revancha por el cuarenta por ciento de independentistas que en Vic han dado la cara?
Muy por el contrario de lo que sugiere la actitud mezquina de estos dirigentes, la posibilidad de debatir los desafíos que ha representado la llegada numerosa de extranjeros y la manera de atender y organizar su incorporación a la sociedad catalana, no tendría que merecer esta reacción criminalizadora. El precedente de un Pacto Nacional para
Es por todo ello que me da mala espina la reacción histérica ante una medida que simplemente se propone llevar al plano de la decisión política lo que la ciudadanía vive como una preocupación importante y que no es inteligente dejar en manos de los partidos xenófobos. Y es también por esto que me indigna la hipocresía de los representantes del Estado que fabrican “irregulares” y entonces exigen a los ayuntamientos que les garanticen los “derechos humanos” sin darles instrumentos y recursos para poder exigir los deberes que se derivan de estos derechos. Mal si la convivencia se tiene que construir sobre la hipocresía y la censura.