La dulce decadencia

Durante la Transición, la solución plausible para la convivencia de los pueblos peninsulares, la de un Estado auténticamente federal, o mejor confederal, fue descartada. La audacia de permitir el regreso rompedor de Tarradellas, que entroncaba con la legitimidad republicana, marcó los límites. Fue un gesto aislado, una excepción. Luego tocaba poner el freno. España no tuvo a Havels ni Mandelas. Tuvo el relevo de Suárez en González, personaje que ya hemos visto cómo ha terminado. Se creó el sucedáneo de un Estado de las autonomías bajo estricta vigilancia constitucional. Ganó el miedo. El ejército era la sombra alargada del franquismo. No hubo ruptura. Se hizo un trabajo a medias: apertura democrática a medio gas –de la ley franquista a la ley constitucional–, un federalismo ‘sui generis’, una modernización de cartón piedra, un estado del bienestar cojo. España es un país a medias. Cataluña también. Todo queda a medias. Las fuerzas de bloqueo, involucionistas, acaban pesando mucho. Las fuerzas de progreso, de cambio, no tienen suficiente potencia social e intelectual: les falta ambición de futuro y les falta memoria.

Si Madrid no tuviera miedo de preguntar a los catalanes qué queremos o cómo queremos estar dentro de España, tendrían asegurada la unidad. Pero esto no ha ocurrido y no parece que vaya a ocurrir. ¿Qué es lo que viene? El federalismo que invoca a Pedro Sánchez, que si fuera de verdad, podría conducirnos a algún destino digerible. Pero Sánchez se mueve en la ambigüedad, en el dilema de si forzar un cambio en serio –con el peligro de reforzar la reacción ultramontana– o si avanzar con prudencia –con el peligro de perder el apoyo del independentismo.

El bloque de la España inmovilista (PP-Vox) de nuevo es muy fuerte, pese a la impotencia de no llegar a la mayoría gubernamental. Y, al otro lado de la balanza, el independentismo catalán se muestra débil y dividido, lo que le hace imprevisible. Por eso todo apunta a que el tándem Sánchez-Illa actuará con más prudencia que audacia, y en cualquier caso con mucho cálculo en cada paso que den. Irán despacio, necesitan ganar tiempo, consolidar posiciones. Irse haciendo fuertes en el poder con el objetivo de depender cada vez menos de terceros. Ir invocando el abismo PP-Vox, real por completo, e ir surfeando el independentismo. La justicia vengativa de los Llarena y cía., factor de bloqueo, sin darse cuenta de alguna manera les hace el juego. El peligro de todo esto es que, una vez más, la partida de la plurinacionalidad quede a medias, ni tuya ni mía. Un nuevo empate de impotencias, una nueva financiación poco singular, un permanente malvivir para el catalán.

Las derrotas de Cataluña de 1714, 1939 y 2017 son derrotas europeas. La primera en favor del absolutismo, la segunda en favor del fascismo y la tercera en favor del estatismo. Hoy, Europa en semiguerra con Rusia, Europa que cierra fronteras a la inmigración, Europa que va con el freno de mano puesto en la recuperación económica, no está para aventuras. El clima continental es de cierre hacia adentro, de miedo. La ultraderecha nacionalista está marcando su agenda. Feijóo y Abascal se sienten cómodos en el actual contexto ideológico europeo, donde Pedro Sánchez es una excepción, lo que tampoco facilita que asuma riesgos puertas adentro.

Visto desde fuera, en Cataluña, en España, en Europa se vive bien. Por eso seguirán viniendo muchos inmigrantes, por otra parte, necesarios como fuerza de trabajo para compensar la baja natalidad. La identidad no se puede construir o salvar en su contra. Visto desde dentro, nos vemos las debilidades: ¿estamos instalados en una dulce decadencia? Falta empuje. Pese a las desigualdades, hay bienestar suficiente para que no sintamos la imperiosa necesidad de cambio, de transformación, que es lo que ocurre en los países asiáticos, donde todo se mueve a gran velocidad. Nos miramos el ombligo, pero el mundo no nos espera, ni a los catalanes, ni a los españoles, ni a los europeos.

ARA