Todos los países felices son iguales. Cada país infeliz lo es a su manera. En un país feliz la política siempre tiene el mismo talante. Las clases gobernantes saben que hay ciertos intereses nacionales comunes indiscutibles. Dentro de este consenso, los políticos se pelean, si conviene cruelmente, para representar los intereses de sus votantes. La incompetencia gubernamental y las crisis económicas, del todo inevitables en un mundo imperfecto, se resuelven con la alternancia política, en un proceso de regeneración política tan natural como las estaciones del año.
En Cataluña, en cambio, lo que impera es una confusión política absoluta. El Tribunal Constitucional cercenó partes fundamentales del Estatuto de 2006 hasta el punto de abrir la puerta a posibles interpretaciones futuras capaces de vaciar de contenido piezas esenciales del Estatuto de Sau. El 10 de julio un millón y medio de catalanes nos manifestamos para exigir el reconocimiento de nuestra voluntad de vivir como un país feliz y completo. Dos meses después, sin embargo, las divisiones de nuestros partidos respecto a los intereses del país son inmensas y, para el ciudadano de a pie, lacerantes. Por ello, la distancia, la falta de concordancia, lo que los franceses llamarían décalage, una palabra de una sonoridad alada, entre políticos y votantes empieza a ser preocupante.
Hay que ser honestos. Esta confusión generalizada no se deriva, de momento, de la falta de compromiso de nuestros partidos con la última meta ( la independencia ) del país. El núcleo del problema, que precede a la decisión de apoyar la creación de un Estado nuevo, tiene un origen doble. Algunas formaciones políticas alimentan la confusión con su falta de voluntad o su incapacidad de reconocer la gravedad de la crisis política e institucional actual: aunque, por razones diversas, este es el caso del PP y el PSC. En los demás casos, los de los partidos soberanistas, que sí que entienden perfectamente la coyuntura política presente, el problema se presenta porque las rutas que ofrecen para superarla son muy imprecisas.
El Partido Popular (y su entorno de escindidos o partidos hermanos) propone, de una manera rotunda, “adaptar” (o, más bien, “reajustar”) la autonomía catalana a la sentencia. En nuestro país esto ya no produce ninguna sorpresa, quizás porque, con una tenacidad admirable, los populares no se han desviado nunca de su posición. A mí, sin embargo, todavía me parece chocante. Bajo el sistema actual, Cataluña sufre una hemorragia financiera feroz. El déficit fiscal con España supera con mucho toda medida razonable : dobla, por ejemplo, el límite impuesto por la Constitución alemana a las transferencias entre lands. Cataluña es el contribuyente neto en una estructura económica donde la mitad de la población de las comunidades autónomas de la antigua Corona de España se encuentra en el paro o trabaja en el sector público. El PP catalán debe ser el único partido de derechas del mundo que perdona un socialismo tan bestia. Nuestros empresarios exigen infraestructuras de primera calidad. Nuestros sindicatos piden un marco laboral que permita reforzar las cualificaciones profesionales propias de un país industrial: al fin y al cabo, y con la máxima modestia, Cataluña es el trozo más alemán de la Península. Ante todo esto, los líderes catalanes del PP se tapan los oídos y prefieren que el Estado nos ampute el brazo definitivamente. Como no puedo creer que el futuro de sus hijos no les importe nada, sólo hay dos explicaciones posibles para una actitud tan absurda.
La primera es puramente emocional y tiene causas diversas: el gusto estético por ideas jacobinas abstractas, la memoria de la violencia de la Guerra Civil, la procedencia funcionarial, ocasional, de la familia. Esta emotividad, que toma una forma aguda entre los diputados de Ciutadans, les hace gastar todo el tiempo en batallas identitarias que, como muestran las encuestas, no interesan al pueblo de Cataluña. Esto les hace tan curiosos e improductivos como el grupo de internet de la FAES, que se dedica últimamente a navegar por Wikipedia para cambiar, de “catalán” a “español”, la identidad de catalanes ilustres que salen referidos.
La segunda explicación tiene más densidad y es el resultado de una concepción muy particular (y española) de la vida familiar y profesional: el individualismo más estricto, la obsesión por asegurar un confort razonable del núcleo de parientes más inmediato, el cultivo de las conexiones personales y, si es posible, de las relaciones de poder, un provincianismo, en definitiva, de vuelo gallináceo. Esta es la vida que Joan Fuster retrató en unas páginas magníficas que escribió sobre Alicante: una ciudad amable (por la luz mediterránea que la ilumina) pero de poca fuerza creativa y con una mínima vida cívica. En este mundo acaba imperando una grisura económica y cultural desesperante, incluso cuando el Estado funciona bien. Las ciudades de provincias de Francia tienen un toque apagado que no redime ningún restaurante de muchas estrellas Michelin. El individuo ambicioso sólo puede huir escalando el sistema funcionarial del Estado. Evidentemente, esto ya le va bien al poder central: sus cuerpos de élite están llenos de valencianos de una inteligencia espléndida.
Sin embargo, no nos engañemos. Es cierto que, de momento, este proyecto social y económico localista y cerrado es minoritario, concentrado, al menos discursivamente, en sectores políticos de poco peso. Ahora bien, ante la confusión y los dilemas del momento, nadie nos asegura que la apuesta por el “ir haciendo” provinciano no acabe extendiéndose finalmente a otras partes del país, sobre todo entre la izquierda que ahora se identifica con el federalismo.