Una nación nunca existe como tal. Lo de la España eterna y la unidad de destino en lo universal era un embuste confeccionado para compensar una crisis de identidad. Los intelectuales españoles de principios del siglo XX buscaban el alma de España y algunos incluso encontraban la glándula pineal en los jefes castellanos, los únicos, a juicio de Ortega y Gasset, que poseían los órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral. Más contenido, Jacint Verdaguer reconocía que la obra humana es transitoria –“lo que un siglo construye, el otro lo abate”– y sólo perdura el orden cósmico: “mas siempre permanece el monumento de Dios”. Pero a estas alturas éste ya tampoco es seguro que permanezca. Los polos se deshacen, las montañas se deshielan y baja la línea de la vegetación, mientras la costa se desdibuja a medida que sube el nivel del mar y zonas antes verdes se desertizan, a la vez que el monumento de la creación queda embadurnado con los grafitis de la actividad humana.
Las naciones nunca están hechas y el nacionalismo al fin y al cabo no es más que el esfuerzo de completarlas. Más civilizado en unos lugares, más bárbaro en otros. Por eso un filósofo pragmático como Richard Rorty tituló uno de sus libros “Forjar nuestro país”, entendiendo el verbo forjar en el sentido de ‘realizar’. Partiendo de la obviedad de que los seres humanos no compartimos las mismas necesidades o intereses, el desacuerdo sobre las situaciones de hecho es algo más que probable. Para resolverlo, dice Rorty, no basta con apelar a una realidad independiente de las necesidades humanas. Creer que podemos dirimir los conflictos estableciendo los hechos objetivamente es ilusorio. Como lo es que haya hechos en estado puro a los que podemos acceder sin distorsionarlos, en calidad de observadores neutrales. Para observar el mundo no nos desprendemos de nuestro criterio, y éste inevitablemente incluye deseos, miedos, prevenciones y los prejuicios que nos conforman tal y como somos y conforman nuestro universo.
Rorty afirma que la resolución de los conflictos no puede ser epistemológica, antes debe ser política. Que es necesario utilizar las instituciones y procedimientos democráticos para reconciliar las necesidades de unos y otros, y así ampliar el consenso sobre la naturaleza o el estado de las cosas. Evidentemente ésta no es la práctica política habitual. En la propia España, el consenso nunca se ha buscado por procedimientos democráticos; por eso en lugar de ampliarse se ha ido reduciendo con el paso del tiempo. El secreto de dominio público de la nación española es que no existe, porque los españoles nunca han alcanzado un consenso sobre la sociedad de la que se predica la nacionalidad. La nación, en el sentido moderno de la palabra, no se logró con la unión monárquica de los Reyes Católicos, como pretende la derecha española, ni con los decretos de Nueva Planta, ni con la constitución de Cádiz, como pretendían los liberales del siglo XIX, ni con la cirugía franquista, ni con la restauración de 1975 y el supuesto consenso que le apuntaló. Un consenso que se desvaneció a lo sumo en febrero de 1981. Desde aquella operación de Estado en la que la constitución se convirtió en un instrumento represivo aplicado con una marcada parcialidad territorial.
Los españoles no están cerca de alcanzar su nación, porque el procedimiento seguido no ha sido ampliar el consenso sobre la función del Estado, sino rehuir y desnaturalizar los procedimientos democráticos. La idea en la que apoya este consenso restrictivo es la uniformidad: de antemano religiosa, más adelante política y finalmente cultural. La uniformidad impuesta es el fundamento del ‘Spain is diferent’ con el que el nacionalismo español resalta orgullosamente la distancia espiritual y de costumbres con las demás naciones europeas. Y así la carga para distinguirse de las naciones exteriores es el reverso del impulso homogeneizador interno. La angustia e inseguridad identitarias que sostienen este impulso uniformador vienen de que, a pesar de la violencia niveladora o quizás a causa de ésta, las diferencias se recrean constantemente.
No hay ninguna cultura que no sea compuesta, ninguna en la que la gente se considere diferente y crea legítima su diferencia. Hacer la nación significa articular las diferencias y compensarlas entre sí, no enfrentarlas. Significa organizarlas a la vista del crecimiento común, no desbaratarlas reduciendo el sentido de realidad al interés exclusivo de cada una.
A veces las sociedades tratan de recoser el desgarro expulsando a una parte. Cuando la parte excluida se caracteriza por algún rasgo común, la expulsión se convierte en limpieza étnica. Históricamente, España ha practicado unas cuantas. Hoy, en Occidente, es más habitual poner en marcha la máquina represiva contra un chivo expiatorio, y en la selección de la cabeza de turco la diferencia es decisiva. Ahora, como advertía René Girard, los signos que indican la elección de una víctima propiciatoria no proceden de la diferencia dentro del sistema sino de la diferencia fuera del sistema. Los españoles no temen tanto la singularidad catalana o vasca –la gallega la han reducido a una peculiaridad controlada– como a la posibilidad de que cortocircuite la diferencia española. Dicho de otro modo: que España deje de existir como sistema y deba reconstituirse de nuevo. La última vez que se encontró en este aprieto, habiendo perdido las últimas colonias, tuvo que refundarse sobre una identidad que ya no podía ser el imperio y sólo podía ser la nación. Ya sabemos qué hizo entonces con las diferencias internas.
La transición a la democracia no refundó el sistema en ningún sentido diferencial de la palabra; fue una operación para regenerar el modelo anterior. El proyecto era modernizar un sistema atávico para integrarlo dentro del sistema diferencial europeo. Un sistema construido sobre la hipótesis de unas diferencias inseparables de los Estados miembros, que sumadas dan como resultado la identidad europea. He aquí por qué España ha iniciado una campaña de extinción de la diferencia catalana en el momento en que se convertía en dinámica y alteraba el equilibrio de las diferencias internas, controladas con la ordenación autonómica. Girard entendía que el esfuerzo por frenar la dinámica diferenciadora es inútil y sólo consigue trastornar las otras diferencias. La turbulencia en la sociedad española, el auge de la ultraderecha, la inquietud que se apodera del sistema y hace peligrar no sólo la estabilidad del régimen sino la propia democracia, son consecuencia de la fragilidad de la diferencia española. Vienen del terror que invade al Estado ante la posibilidad de que una diferencia hasta ahora interna, parte de la “España diversa”, se convierta en una diferencia exterior. Porque, como veía Girard, “la diferencia que existe fuera del sistema es aterradora porque revela la verdad del sistema, su relatividad, su fragilidad y su mortalidad”.
La única esperanza de salvaguardar la diferencia catalana radica en alcanzar la exterioridad al sistema español. Es necesario que la diferencia se convierta en inasimilable al consenso usurpado que nos limita el acceso a la realidad. Las decisiones que se tomen estos días sobre investir o no al presidente español son de enorme gravedad. Se trata de decidir entre afianzar la diferencia española con mesas de diálogo y otros mecanismos de producción de consenso coercitivo, o hacer política de alto riesgo –con plena conciencia de la carga histórica de un sí y de un no– en pro de un consenso expansivo que relativice la diferencia española y rescate la catalana a fin de que la diferencia percibida se acerque cada vez más a la diferencia potencial.
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