Siento referir con asiduidad en mis escritos a sucesos y lugares cercanos a mi casa. Son los que más me conmueven y no lo puedo enmendar. Dicen que tanto los nacionalismos como los localismos (empleando expresiones que no me agradan pero, en fin, para que se comprenda), se alivian viajando y leyendo. Por Dios de que hago más viajes de los que mis huesos son capaces de soportar, incluso a metrópolis con solera abolenga, y aunque bien es cierto que no alcanzo a leer lo que quisiera, son muchas las noches en las que la luz de mi cuarto es la última en apagarse en el patio, después de que mis ojos hayan consumido miles de letras.
Debo de ser la excepción de toda regla porque mi localismo (o microhistoricismo como dicen los modernos) se intensifica con los años, a pesar de viajar y de leer. O quizás sea un tipo raro, hecho que no creo probable dada mi tendencia a circular por autopistas. O, probablemente, la expresión a la que me refiero sea una imbecilidad más de las pululan por los catecismos y los manuales para abordar la vida diaria.
Por eso, tras justificar la tenacidad en lo próximo, quiero traer a la memoria de los de mi generación y la anterior aquella especie de leyenda urbana bien extendida sobre la habilidad del dictador Franco en el arte de la pesca. Quienes sufrimos su reposo en la costa verano tras verano, nos acostumbramos a una ciudad, Donostia, asediada militarmente, repleta de chivatos y, sobre todo, blanqueada por un ambiente de ángeles como no podía ser de otra manera asexuados. El limbo. Nada pasaba y no había que levantar la voz. El dictador era el dictador, pero atraía gentes y dinero… progreso para la ciudad. Aún pagamos aquellas consecuencias.
La leyenda que citaba tenía que ver con la pesca con arpón y su caza a tiros de un cachalote en el bravo Cantábrico. Los de mi edad recordamos sin duda aquella aventura que quedó como símbolo de toda una época. Somos, al igual que nuestros primos los simios, amigos de tres o cuatro referencias, porque, como apuntan los científicos, nuestro cerebro apenas se ejercita. Y la del cachalote, desgraciadamente, es una de las referencias sobre la estancia del ogro en nuestra tierra.
Tengo que decir, contra la opinión de los más incrédulos, que la pesca o la caza de semejante cetáceo fue un hecho cierto, que sucedió en el verano de 1957 y que, al margen de la escenificación de aquel evento y de su correspondiente letanía de artículos y fotografías, sirvió para cubrir con su manto, desde cualquier punto de vista, toda una estación estival. Y también envolvió un atropello que jamás se rehabilitará. Hoy que escuchamos decir a los expertos que la memoria condensa el derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación, me atrevo a decir que el cachalote de Franco sirvió para ocultar, para desmemoriar. Por ello, los predecesores de Fraga eligieron un cachalote y no una sardina. Su tamaño fue proporcional al de la campaña que promovieron.
No voy a entrar en detalles de aquella caza (según las crónicas Franco mató al cetáceo de cuatro disparos, uno de ellos en el corazón), sino en lo que ocultó. Tampoco si el sacrificado fue un cachalote, un delfín o un atún. ¡Qué más da! Eran días de calor, del agosto costero que tanto celebraban los que convertían España en el horno europeo. El dictador, lo recordarán los lectores, se desplazaba en un barco cuyo nombre fue parte de la leyenda: Azor. Tanto debió de ser el atractivo del yate que después de la desaparición del tirano, el abogado sevillano convertido en presidente arropado en las siglas del PSOE (Felipe González), se lo apropió como haría un niño con un juguete codiciado.
El Azor surcaba las aguas del Cantábrico indolente. Mostraba el orgullo de aquel sucesor de los grandes del Imperio añorado que era Franco. Y lo hacía de tal manera que el resto de los humanos, a su lado, eran de segunda categoría. Calderilla. Así que entró en una tarde de esas bochornosas de agosto en las aguas de la Concha y arrolló a la barcaza de las que cubría, y aún hoy lo hace, el trayecto de la isla de Santa Clara al puerto. La txalupa viajaba repleta y el golpe hundió la nave. Cinco muertos, ahogados. Nombres que jamás aparecerían en los libros de historia: José de Miguel, Benito Amiano, Andrea Dolorea, Manuela Rozado y José Ramón Rubiola.
Se tapó el asunto, pero el eco de la noticia y su rumor fue ensordecedor. Finalmente, el Ayuntamiento se hizo cargo de la gestión: un funeral y santas pascuas. La implicación del barco del ogro era del todo conocida. No se podía obviarla pero sí pasarla de puntillas. ¡Que se airee lo del cachalote! Al funeral asistieron los ministros españoles de la Marina y el del Ejército, cubriendo al dictador que se quedó en “su” palacio de Ayete, contemplando las fotografías del cachalote acribillado. Chaplin hubiera reproducido la escena magistralmente.
Nadie en la ciudad recuerda aquel suceso y menos a las víctimas. Ni siquiera una inscripción, una placa, una cita. ¿Qué podemos esperar de un Ayuntamiento que retiró a Franco dos veces el título de hijo adoptivo, que los concejales que lo hicieron la segunda ni siquiera recordaban que lo habían hecho unos años antes? ¿Qué memoria la nuestra tan manipulable, tan previsible?
Hoy como ayer, la historia nos la escriben con recortes sobre cachalotes y fastos similares. Las crónicas se contabilizan en euros, las listas de aprendices a falangistas van en aumento y, lo peor, una muchedumbre solicita circo. El medio es el apropiado para intoxicar sin demasiados gastos. Nos repiten una y otra vez que estamos en los albores de un proceso de paz. Es posible. No soy nadie para ponerlo en duda. Pero… ¡cuidado! La historia es tan aburridamente repetitiva que sé con certeza que el futuro más cercano, en este proceso que se divisa, estará lleno de cachalotes sobrevolando nuestro escenario, valga el recurso, a la espera de cazadores advenedizos. Mientras ellos alardeen sus capturas, otros sufrirán las embestidas de los modernos azores.