Por segunda vez en poco tiempo, la Unión Europea ha sido humillada por una semidictadura. La primera, cuando Sergei Lavrov ridiculizó al alto representante Josep Borrell, muchos se alegraron, porque el personaje es siniestro y su humillación tenía algo de justicia poética. Ahora que la situación se ha repetido en Turquía, con la presidenta de la Comisión Ursula von der Leyen apartada en un sofá lejos de la conversación entre Erdogan y el presidente del Consejo de Europa, que ya no resulta tan cómica. El hecho es grave, no sólo por el desafío machista con que Erdogan se avanzaba a la previsible crítica de la ley que descriminaliza la violencia contra las mujeres, sino por la ostentosa falta de respeto, es decir, de miedo de las represalias de la Unión Europea. Como presidenta de la Comisión, Von der Leyen es la responsable del órgano ejecutivo de la Unión, la jefe del “gobierno” europeo.
Erdogan se lo puede permitir. Su fortaleza es la otra cara de la debilidad de la Unión Europea y él lo explota para reforzarse en el interior del país. No hay otra explicación de una conducta que, desde el punto de vista de la diplomacia, se consideraría ciega y sin embargo está perfectamente calculada. Erdogan practica la ‘realpolitik’ y la UE se hunde en las contradicciones de la hipocresía. O, para decirlo sin tanta moralidad y con una expresión más técnica, en las contradicciones entre la razón económica y la legalidad internacional por un lado y la razón política por otro.
Erdogan sabe que, como miembro de la OTAN y aliado estratégico de Estados Unidos, Turquía es inmune a las represalias europeas. También sabe que en Alemania, con un 5% de población de origen turco, buena parte de la cual mantiene la lealtad al país de origen, no le interesa ninguna confrontación por razones, digamos, “secundarias”. Y sabe que la falta de voluntad de los europeos por controlar sus fronteras los hace dependientes (y extorsionables) en todo lo que es relativo a la crisis de refugiados. Él se aprovecha para reforzar su poder interno e influencia regional con los millones de euros del chantaje a la falsa conciencia europea y agranda la imagen de hombre fuerte que la islamización de las costumbres y su traducción en leyes le reporta entre las clases conservadoras.
La contradicción en que vive Europa es la principal causa de que no pueda aspirar al estatus de superpotencia política a pesar de ser una superpotencia económica, muy dañada ahora mismo por la inflexibilidad de unos estados y la irresponsabilidad de otros. La contradicción es la antesala de la disgregación, que comenzó con el Brexit y avanza a pasos agigantados con la insolencia con que algunos Estados miembros traspasan las líneas maestras de la legalidad comunitaria. Los casos de Polonia y de Hungría son los más palmarios, pero detrás va España con una conducta igualmente transgresora, aunque Europa lo disimula porque este Estado occidental de tamaño comparativamente grande es necesario a la estructura de la Unión. Esta dependencia política de los estados que supuestamente le habían cedido soberanía es el talón de Aquiles de la Unión. En la impotencia de hacer valer políticamente los principios reflejados en la legalidad comunitaria está la semilla del fracaso de este experimento de integración continental.
No se pueden integrar diferentes países en un único mercado sin integrarlos también políticamente, o, cuando menos, sin ponerlos bajo el paraguas de un poder político dominante. Y menos atarlos con el ‘soft power’ de una supuesta legalidad internacional, que a la postre no pasa de una vacía declaración de principios. Todo va ligado; por eso la incompetencia de la Unión Europea ante la pandemia, con una respuesta lenta e incoherente que hace buena y oportuna la opción inglesa por Brexit, da argumentos a euroescépticos. Este fracaso sin paliativos es un síntoma explosivo de la distancia que hay entre los propósitos y la aplicación en condiciones reales, entre la imagen que Europa tiene de sí misma y la que ofrece el mundo. Esta situación, ya bastante perniciosa cuando pasa en un Estado, es especialmente perjudicial para la Unión Europea, que no tiene plenas estructuras de Estado y queda a merced de la arbitrariedad de los estados miembros. En el caso español, la crítica de las resoluciones jurídicas de Alemania y Bélgica, añadida a la pasividad con que los diversos gobiernos reciben las resoluciones y las recomendaciones del Tribunal de Justicia de la Unión Europea y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, por no hablar del relator de los derechos humanos del Consejo de Europa y el de las Naciones Unidas, instala el euroscepticismo en el corazón mismo del Estado. La razón de que en España no aumenten, como en Francia, en Italia y en Alemania mismo, los partidarios de salir de la Unión es que Europa todavía representa para los españoles un filón de riqueza y una coartada. Cuando la veta se agote, el euroescepticismo ganará intensidad. Pero si Europa sólo es un pretexto y no un compromiso, entonces la Unión Europea es una inmensa fantasmada. Y en este caso, ¿a quién puede extrañar que la desautorice el primer dictador a quien un burócrata pretenda dar una lección?
Puesta a prueba en la cruzada a favor de los derechos humanos y desenmascarada su hipocresía, la Unión Europea entra en una crisis de legitimidad mucho más debilitadora que lo que pueda ser la de un Estado. Un Estado se convierte en ilegítimo cuando no puede garantizar la seguridad y el bienestar de las personas. Incluso las élites que lo sostenían pueden volverle la espalda en favor de movimientos reaccionarios, después de que éstos obtengan suficiente legitimidad popular. Esto pasó con la Segunda República española y comienza a ser el caso con Vox. Europa no es un Estado y no dispone de las tradicionales fuerzas legitimadoras de los estados: el nacionalismo o, en algunos casos, la religión. Si la crisis de legitimidad europea llega a ser insostenible, sólo puede llevar a la disgregación y al regreso de las fronteras interiores, las monedas nacionales, el proteccionismo y, más dramáticamente aún, la divergencia legal y política entre países.
El camino inverso, el de la legitimación popular del europeísmo, es más difícil de transitar, no sólo por la resistencia de los Estados a ceder, más allá de la soberanía económica, lo que todavía les queda de soberanía política, sino por la repugnancia a anteponer los derechos individuales a los derechos del Estado. En el caso de España, la ola represiva contra manifestantes, artistas, alcaldes y miembros del parlamento catalán tiene una evidente carga de prejuicio histórico contra la minoría catalana, pero hay que entenderla sobre todo como una reacción desorbitada del Estado para defenderse contra el derecho de las personas. El silencio preocupante de la Unión Europea y la incómoda complicidad con la injusticia española no son sino miedo de que se agrave la crisis de este castillo de naipes de las élites económicas. Miedo y falsa esperanza de que España lo resuelva sin que la represión envenene aún más la contradicción entre los principios humanitarios y la necesidad de cerrar los ojos en pro del comercio. Pues, sobrepasado un cierto punto de estancamiento, cuando la recesión se convierta en intratable, la crisis económica es el preludio de la fragmentación política. Y en Europa la fragmentación política suele desembocar en aventuras bélicas.
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