Durante los ochocientos años que fue un territorio independiente, Nafarroa creó una línea defensiva de castillos que abarcó desde Cantabria hasta Aragón, incluyendo la actual Euskal Herria e incluso La Rioja. De muchos de ellos sólo quedan restos, mientras que de otros se conserva la estructura que un día intentó frenar los ataques que durante siglos sufrió el reino pirenaico por parte de Castilla, su principal enemigo.
Una red de castillos protegió Nafarroa desde la época de los vascones hasta el final de su historia como pueblo independiente. Tras la conquista de Nafarroa Garaia en 1512, el coronel Villalba escribía al cardenal Cisneros, regente de Castilla: «Navarra está tan baxa de fantasía después que vuestra señoría reverendísima mandó derrocar los muros, que no ay ombre que alçe la cabeza».
Quinientos años después, y a pesar de todo, el recuerdo y el orgullo hacen surgir el interés por estas construcciones, y con ello la recuperación de una memoria colectiva que conduce al reconocimiento de una identidad. La misma que unió a los navarros occidentales y orientales y que fue rota hace 800 años.
Los castillos navarros no entienden las limitaciones actuales. Son el legado de la defensa de un pueblo unido y soberano durante siglos; por ello se extienden más allá de las fronteras administrativas de la actual Comunidad Foral de Nafarroa para adentrarse en lo que hoy es Araba, Bizkaia, Gipuzkoa, Lapurdi, Nafarroa Beherea, Zuberoa, La Rioja, Aragón… Y lo hacen demostrando que dichas piedras defendieron un espacio político y cultural común. Una Nafarroa que habla de unión.
Para alcanzar los orígenes de la defensa fortificada de esa unidad y del territorio que ocupaba hay que remontarse a los tiempos de los vascones. A la sombra del Pirineo se transmitían, de generación en generación, los nombres de los primeros reyes del territorio. Desde el siglo XII hasta el XV, se repiten en documentos medievales los nombres de Ulasco (Blasko) y Eneco (Eneko) entre la población roncalesa. Tal vez se trataba de los nombres de aquellos primeros caudillos vascones en la batalla de Orreaga. La historia poco dice. Los generales visigodos los citan cuando se internaban en los desfiladeros, ya que sus emboscadas mantuvieron en guardia a ejércitos poderosos. Una inscripción visigoda encontrada en Villafranca de Córdoba alude a un noble llamado Oppila, oriundo de la Bética, que murió el 12 de septiembre del año 642, a los 29 años, cuando llevaba un convoy con armas para los campamentos visigodos que se concentraban en una de tantas campañas contra los vascones. Oppila murió en una emboscada y su cuerpo fue recogido y trasladado a su ciudad natal por sus vasallos.
Algunas viejas tradiciones nos hablan de cómo los vascones se salvaguardaban de sus enemigos. En Burgi, no hace mucho tiempo pervivía la tradición de abandonar la localidad durante el verano para dirigirse a un lugar en lo alto, donde una extensa planicie con abundante agua permitía crear campos de cultivo y alimentar el ganado. Este lugar de Sasi, situado a mil metros de altura, está resguardado por las peñas que servían de oteaderos de todas las campas de Berdún.
Lugares similares existían en toda Euskal Herria y comparten el topónimo gaztelu (castillo). A modo de ejemplo, cabe citar entre ellos los que vigilaban el viejo paso o ateas, como las de Ataun o las de Izaba, que comunicaban Belabarze con esta localidad a la vista de la descomunal peña Ezkaurre.
Estos primeros castillos, situados en peñascos como oteaderos del horizonte, establecieron la primera barrera de fortalezas.
En el siglo X apareció la figura del monarca Sancho Garcés I, que emprendió la recuperación de los territorios vascones arrebatados por los árabes, dejando atrás los pactos de no agresión establecidos con los musulmanes.
Desde Iruñea comenzó la primera defensa del territorio y la recuperación de las tierras ocupadas por los pueblos del sur. Los primeros límites fronterizos se establecieron en los castillos de Uxue, Oro, Rocaforte, Luesia, frente a la frontera musulmana que tenía su avanzada en los castillos de Deio (Monjardín) y Tafalla (Al tafaylla, en árabe).
Sancho Garcés tomó el castillo de Deio, referente de la marca superior árabe, en una batalla cruel y costosa. Como recuerdo de la victoria, el monarca y sus sucesores decidieron ser enterrados tras su muerte en el interior de esa fortaleza.
Los ataques vascones a los árabes aumentaron. El hostigamiento a las tropas musulmanas en las vegas del Ebro prosiguió hasta recuperar las tierras de habla euskaldun.
Las importantes Viguera y Nájera fueron recuperadas y, tras ellas, cayeron en poder vascón Alfaro, Arnedo, Calahorra, Cantabria… Ese fue el primer círculo que englobaba a todos los que compartían la misma cultura y modo de vida.
Sancho Garcés galopó hasta la pirenaica Boltaña, lo que no debe extrañar ya que, a pesar de los doscientos kilómetros de distancia que la separan de Iruñea, esta región aún conserva nombres vascos que demuestran la amplitud del área vascona. Según el lingüista Joan Corominas, existe un 30 % de toponima vasca en Ribagorza y un 60% en el Alto Aragón. Prueba de la presencia del idioma de los euskaldunes es que en el siglo XIII se prohibió hablar euskara en el mercado de Huesca y en la misma época, en la comarca del Arlanzón (Burgos), los vecinos imploraron al rey castellano Fernando III que les permitiera hablar euskara en los mercados.
En el proceso de formación del reino, Sancho Garcés amplió el sistema defensivo que posteriormente reforzó su nieto Sancho III el Mayor. Se estableció una organización defensiva basada en las tenencias, que eran territorios o distritos que contaban con uno o varios puntos fuertes para su protección. Las regían los “tenentes”, que eran sustituidos a voluntad del rey, carecían de propiedad sobre el territorio y, por lo tanto, tampoco podían transmitirlo por herencia, algo alejado de las características del sistema feudal imperante en Europa.
De estos distritos o tenencias surgieron castillos que aún son visibles en Aragón o Ribagorza.
Toponimia en la frontera
Tras la muerte de Sancho el Mayor, el 18 de octubre de 1035, el reino se vio en la necesidad de defender sus límites, que abarcaban desde la bahía de Santander hasta la sierra de La Demanda, la misma frontera que marcaban la toponimia y las costumbres de raíz vasca.
En pequeños detalles se aprecian las realidades de la historia. Es sabido que los roncaleses se desplazaron por todas las fronteras expuestas a peligro para defender a su rey y así lo confirma la abundante documentación medieval. Sin embargo, nada se sabía de esa defensa en épocas anteriores al no disponer de documentos que la avalen.
Pero la toponimia aporta datos que confirman la hipótesis de presencia de estos hombres en esas primeras fronteras vasconas que llegaban hasta la actual Castilla. Valdezkarai guarda similitud con los topónimos del valle de Erronkari, como el río Ezka y Ezkaurre, pero no sólo eso. La cumbre más alta, hoy llamada San León, se denominaba anteriormente Kukula. Este nombre proviene del euskara roncalés y significa cima. No hay otro lugar en Euskal Herria en que se empleara ese término, salvo en Erronkari, por lo que podemos suponer la presencia roncalesa en esa frontera en el siglo X con el claro fin de defenderla.
Defensas del primer reino
De acuerdo con el sistema de tenencias, el extremo occidental del reino se estructuraba defensivamente siguiendo una línea de castillos que iba desde los puertos cantábricos hasta el Moncayo. La frontera se alargaba desde casi Santander, con el castillo de Cueto, que era mojón de los límites reales, por las villas costeras de Laredo, Santoña y Castro-Urdiales, para continuar descendiendo hacia el sur en dirección a los valles cantábricos de Ruesga Soba, Mena, Villarcayo, Manzano, Trespaderne (en la sierra de Tesla), Oca, Pancorbo, las llanuras de la Bureba, la sierra de La Demanda y, finalmente, el Sistema Ibérico hasta el Moncayo. En la parte de La Rioja se estableció la defensa manteniendo los castillos de origen árabe que protegían las vegas del Ebro y las cabeceras de los valles.
En la parte oriental o Aragón, Sobrarbe y Ribagorza, el reino se defendía con fortificaciones que seguían la línea que marcaban las estribaciones del Pirineo. Eran castillos ubicados de forma escalonada, con una distancia no superior a media jornada entre unos y otros para que pudieran apoyarse sin dificultad, y que se levantaban en entradas de difícil acceso.
La imponente fortaleza de Loarre era el buque insignia de los reyes navarros y se encontraba desafiante en la misma Hoya de Huesca, a poca distancia de las fortificaciones musulmanas.
La conquista
Con las sucesivas conquistas de los castellanos, el Reino de Nafarroa se fue reduciendo considerablemente. En el siglo XII, Sancho VI el Sabio empleó parte de su reinado en fortificar la línea divisoria del Ebro y los lugares expuestos a una invasión. Construyó villas fortificadas y castillos en todos sus límites fronterizos con una clara conciencia territorial.
Desde Enkarterriak hasta Logroño, esas defensas marcaban un dibujo claro, protegiendo el acceso de las principales vías que venían desde el occidente. Desde los castillos de Astulez, Lantaron, Puentelarra, Fontella, Portilla, Ocio y Buradón se defendía la frontera más occidental, que enlazaba visualmente con los castillos de las sierras de Toloño con Cantabria (Toloño, Ferrera, Toro, Marañón y Punicastro) hasta las cercanías de Lizarra, una primera línea defensiva que dibujaba la silueta de la frontera navarra con Castilla.
Una segunda línea de castillos situados en un plano más cercano a Gasteiz protegía una posible caída de ese primer eje defensivo. Esas tenencias eran las de Trebiñu y Arluzea, con el castillo próximo de Markinez, que enlazaba con la franja del valle del Kanpezu con los castillos y villas fortificadas de Portilla de Korres, Atauri, Antoñana y Kanpezu.
Como siguiente línea defensiva, que ocupaba la Llanada alavesa, estaban las fortalezas de Gasteiz: Gasteiz La Vieja, Zaitegi (al norte), Zaldiaran (al sur), Arganzón, Aria o Marutegi. Si comparamos este número de castillos y tenencias estratégicas en Araba, expuesta a la invasión de Castilla, con las existentes en Gipuzkoa y Bizkaia, veremos que las fortalezas guipuzcoanas de Aitzorrotz, Mendikute (Arzorociam), Ausa, Ataun, Beloaga, Mota y Hondarribia tenían la función de controlar las cabeceras de los valles y el control económico entre la costa y el interior, como sucede con los de Malvecín sobre Bilbo; Orozko, cerca de Laudio, y Zaitegi siguiendo esa línea defensiva que llegaba hasta la Llanada alavesa.
Pero en la primavera de 1199, aprovechando la ausencia de Sancho el Fuerte, que se encontraba negociando la ayuda militar de los almohades, Alfonso VIII invadió Nafarroa por Pancorbo y cercó Gasteiz. Mientras la ciudad resistía el asedio, el monarca castellano fue ocupando plazas fuertes y castillos de Gipuzkoa y Araba, salvo las fortalezas de Portilla y Trebiñu, que mantuvieron firme el pendón de Nafarroa. Al mismo tiempo, el rey aragonés tomó villas y fortificaciones fronterizas para imposibilitar el auxilio que desde el exterior hubiera podido enviarse.
La conquista castellana se había ejecutado según el guión establecido. Gasteiz capituló ocho meses después y con ella cayó toda la tierra occidental del Reino de Nafarroa.
Tras esa agresión castellana, una frontera impuesta separó a los navarros hasta el día de hoy. Desde esa fecha, los intereses de Castilla y su deseo de conquistar el resto de Nafarroa marcaron las relaciones entre vascos hasta la actualidad.
El fin de la independencia
Sancho VII el Fuerte dedicó parte de su reinado a proteger sus fronteras. Erizó de castillos Nafarroa Beherea, el valle de Erronkari, la comarca de Zangoza, las Bardenas, Tutera, la frontera del Ebro, la Sonsierra (conquistada por Castilla en 1460), los valles de Lizarrerria, la frontera con Gipuzkoa y el interior con villas fortificadas que hacían de barrera de contención. Todo circundaba a la vieja capital de los vascones, Iruñea.
El objetivo era crear una red de castillos que dificultara cualquier intento de avance enemigo. Cien castillos en un pequeño territorio permitían una comunicación visual entre ellos y obligaba a los conquistadores a tomar una a una todas las fortalezas y a mantener una guarnición permanente, por lo que un ejército compacto de, por ejemplo, 30.000 hombres, se iba diluyendo y debilitando. Nafarroa sólo contaba con 2.000 hombres como ejército permanente y, gracias a este sistema defensivo, mantuvo lo que quedaba del reino durante 312 años.
Alimentada por Castilla, tuvo lugar la guerra entre navarros, agramonteses contra beamonteses, cuya finalidad era debilitar el reino militar y anímicamente. El conde de Lerín, entre otros, vio la oportunidad de cambiar el destino de su tierra navarra por unos intereses particulares y apoyó la invasión castellana.
En 1512 Castilla conquistaba la Nafarroa peninsular. Una de las primeras órdenes decretadas por los castellanos fue la destrucción de todos los castillos que defendieron el reino.
Tras la agresión y conquista castellana de 1512, Nafarroa sufrió una de las mayores afrentas de su historia: la destrucción de la mayoría de sus castillos, tanto reales como señoriales. Los objetivos de dicha acción eran claros. Con esa medida se pretendía que nunca una revuelta de sus habitantes pudiera fructificar al no contar con castillos para organizar una defensa, así como intimidar a los habitantes y, como dijo el coronel Villalba, bajarles su orgullo para que no pudieran levantarlo.
La demolición de los castillos que resistieron la invasión pretendía también crear entre los propios navarros desconfianza en vista de que un cierto número de fortalezas señoriales seguían en pie.
Este desmantelamiento de las defensas nativas permitía a los invasores concentrar el grueso de sus fuerzas militares en Iruñea, Tutera, Zangoza, Lizarra y Erriberri, las cabezas de merindad, y evitar tener permanentemente un gran contingente de tropas.
Esta estrategia tuvo varias fases. En 1512, tras la conquista, se derribaron por orden del cardenal Cisneros los siguientes castillos: Sancho Abarca, Mélida, Legin, Kaseda, Gazteluberri, Cabrera, Xabier, San Martin, Oro, Murillo, Belmerchés (Lizarra), Ozkorroz, Aixita, Arguedas, Peña, Uxue, Eslaba, Petilla, Azamez y Santakara.
Cuatro años más tarde, en 1516, y mediante una nueva orden del cardenal Cisneros, animado por la insistencia del coronel Villalba, se derribaron los recintos amurallados, dejando indefensas a todas las villas, para no tener que recurrir a los contingentes armados que debían guardar esas plazas amuralladas.
En concreto, en el documento que se guarda en el Archivo General de Nafarroa relacionado con esta cuestión se señala que «proveymos que algunos muros de algunas villas y lugares del reyno de Navarra se derrocasen y echasen por el suelo porque era cosa muy dificultosa haver de poner en cada lugar gente de guarda, ansí de pie como de caballo; y no bastara gente ninguna para lo proveer, haviéndose de guardar ansí de los mismos naturales como de los que viniesen de fuera; y de esta manera el reyno puede estar más sojuzgado y más sujeto, y ninguno en aquel reyno tendrá atrevimiento ni osadía para se revelar» (dice la orden,etc…)».
Recibió el encargo de llevar a cabo esa misión el duque de Nájera, Antonio Manrique, que lo hizo con tal efectividad que eliminó las defensas y murallas de todas las villas y ciudades, salvo el castillo de Iruñea y Lizarra. Dejó intactas temporalmente las de Irunberri, Gares y Martzilla, en este caso gracias a la valentía demostrada por Ana de Velasco, marquesa de Faltzes, que se enfrentó a los castellanos preparando el castillo para su defensa.
Meses después, Villalba remitió una carta al cardenal Cisneros dando cuenta del cumplimiento de las órdenes. Con tono eufórico, le hizo saber que «Navarra está tan baxa de fantasía después que vuestra señoría reverendísima mandó derrocar los muros, que no ay ombre que alçe la cabeza».
El historiador Pierre Boissonnade dice que los navarros recibieron como una afrenta la destrucción de sus fortalezas, símbolo y garantía de la independencia del reino, y se quejaron amargamente de la destrucción de sus defensas.
Las Cortes de Nafarroa, reunidas en 1517, protestaron y mostraron su disconformidad total con las órdenes castellanas, elevándolo a agravio y ofensa. Esta fue su expresión: «Teniendo vuestra Alteza ciudades y villas de cercas y murallas las más adornadas que en toda España oviesse, a menos de haver (sin que hubiera) causa legítima para ello, por mandato de vuestros governadores an seído derribadas y demolidas en grande deservicio de Vuestra Alteza e daño intolerable e infamia perpetua del dicho Reyno, e inmortal memoria dañada de sus súbditos; lo qual, segunt las dichas leyes y juramento de Vuestra alteza, justicia y buena razón, no se podía azer sin conocimiento de causa e sin que fuesen oydas las dichas ciudades y villas en su justa defensión».
En el año 1518 todavía permanecían en pie y con guarnición las fortalezas de Iruñea, Lizarra, Tutera, Zangoza, Donibane Garazi, Tafalla, Burgi, Amaiur, El Peñón, Irunberri, Elo, Milagro, Cábrega, Viana y Ozkorroz. Esas fortalezas habían sido respetadas para mantener en pie determinadas fortalezas y cubrir los pasos estratégicos que se dirigían a Ipar Euskal Herria, y además para tener sometidas a las cabezas de merindad y a sus poblaciones limítrofes. Al año siguiente se derribaron las fortalezas de Burgi y Zangoza.
En 1521 tuvo lugar la cuarta fase de demoliciones y fue decretada por Carlos V tras el intento de recuperación del reino por los legítimos monarcas de Nafarroa. El miedo a una nueva intentona de los navarros para liberar su reino empujó a los castellanos invasores a derribar castillos tan importantes para la historia de Nafarroa como los de Tutera, Tafalla, Elo (Monreal), Miranda, Milagro, Ozkorroz, Amaiur y los monasterios de Santa Eulalia y San Francisco de Iruñea. Posteriormente, en el año 1572, los castellanos demolieron la fortaleza de Lizarra.
Con el paso del tiempo, y ante la magnitud del aplastamiento sin justificación, ciertos historiadores argumentaron que el mayor descalabro lo realizaron los naturales del territorio al recoger las piedras de los castillos para construcciones particulares. Nada más lejos de la realidad si nos atenemos a los juicios celebrados contra quienes robaron piedras en Artaxoa o San Martin Unx, incluso alcaldes y curas, como en Miranda-Arga, o piedras del castillo de Amaiur, vendidas a sus habitantes. Estas denuncias fueron realizadas por los vecinos, que querían mantener sus castillos como parte de su patrimonio y recuerdo de lo que fueron. El desmoche de almenas y torres que utilizaban para desmitificar los derribos injustificados aseguraban la ruina de las fortalezas con el simple paso del tiempo. Y los virreyes nunca llevaron control alguno ni penalizaron con firmeza los expolios.
En ciertas publicaciones, incluso recientes, justifican estas órdenes militares de derribo con el fin de garantizar la defensa de España ante el acoso de “Francia”, que es como califican a los intentos de recuperación del reino por parte de sus legítimos soberanos.
Pero esto forma parte de la historia adulterada que lleva implícito todo sometimiento y que ha cuajado, también, en la desmemoria de muchas gentes del antiguo reino soberano.