El 10 de diciembre de 1997 publiqué ese artículo en ‘El Punt’ que resumía mi intervención en el primer congreso de los alcaldes promotores de la campaña “Un país, una bandera”, celebrado en el Pla de Santa María en otoño de aquel año.
“La nación catalana es, por densidad demográfica, situación geoestratégica, importancia económica y relevancia cultural, el país más grande de todos los que aún no tienen Estado propio en Europa. Así pues, se da la paradoja de que, reuniendo, a priori, las condiciones objetivas necesarias para acceder a la independencia, este objetivo está lejos a estas alturas de poder convertirse en una realidad. ¿Cuáles son las causas de esta situación?
La primera causa es la contraposición de la dinámica económica y la política. Así, la primera religa el eje mediterráneo desde Perpinyà hasta Alacant sobre la base de unas condiciones climáticas óptimas, la diversificación del tejido industrial y una cierta complementariedad entre los tres sectores productivos básicos y unos valores culturales comunes en relación con el mundo del trabajo. En cambio, la segunda, la dinámica política, tiende a descuartizar lingüística e institucionalmente y también a la hora de planificar las grandes infraestructuras de comunicación, un territorio en el que se asienta una población susceptible de adoptar unos referentes nacionales comunes distintos de la españolidad.
La segunda causa es que la separación entre política y economía conlleva la ausencia de una clase dirigente nacional, esto es con capacidad para la autocomprensión desde la catalanidad de la problemática global de la comunidad nacional a la que aspira a dotar de poder político propio. En ciertos momentos de nuestra historia, la burguesía y la clase obrera habrían podido ser esta clase dirigente.
Hoy por hoy, no existe un sector social lo bastante homogéneo internamente y con presencia en todo el ámbito nacional como para asumir un proyecto de estas características. El pujolismo es sólo la expresión política regional de la burguesía gestora autóctona, que sin peso económico propio hace de intermediaria entre los centros de poder estatal y transnacional y el tejido social catalán que le confía mayoritariamente su representación en esta coyuntura.
Hace unos meses, el filósofo y político Xavier Rubert de Ventós publicó un artículo titulado ‘El psicoanálisis y el problema catalán’ (3 de abril de 1997), en el que el autor defendía la política del «tranquilamente y con parsimonia» practicada por el presidente Pujol (con el visto bueno o la pasividad del resto de la clase política catalana). Y lo hacía contraponiendo los resultados benéficos de esta forma de hacer política o una hipotética alternativa basada en la utilización de métodos coherentes con los objetivos que se pretenden alcanzar.
En tercer lugar, pues, la ausencia de una intelectualidad crítica contribuye a ocultar los problemas de fondo de la sociedad catalana. La falta de criterios de interpretación de la realidad social y de crítica de la misma contribuyen a condicionar la vida pública del país que transcurre en medio de una aparente normalidad.
Pero el problema nacional catalán subsiste a finales del siglo veinte, y en síntesis consiste en el no reconocimiento de una comunidad nacional, integrada por un número a estas alturas indeterminado de personas que tienen en común un número variable y evolutivo de elementos de identidad compartidos (lengua, tradiciones, valores específicos en el mundo del trabajo y de la cultura…), con una historia colectiva marcada por la secular acción de los estados español y francés tendente a su asimilación.
El punto clave de la cuestión nacional catalana, hoy, es el consenso a la hora de negar que existe un problema. La apelación a la Constitución y al Estatuto, convertidos en tabúes inalterables, la negación de la aplicabilidad del derecho a la autodeterminación en el caso catalán y la ausencia de un pensamiento crítico sobre la sociedad y la política configuran el contexto histórico que hace posible la parsimonia característica del presidente Pujol.
Para un pueblo acostumbrado a la dictadura, la etapa de democracia actual es un bien preciado por él mismo que, añadido al bienestar socioeconómico medio, alcanzado pese a la acción laminadora del Estado, completa un panorama en el que se aparenta que no hay ningún problema nacional de fondo.
Se acepta la ficción de la aparente neutralidad del Estado y de su papel garante de la igualdad de derechos y deberes de todos los ciudadanos, y así se admiten también las reglas del juego institucional que oculta las desigualdades reales y el carácter fáctico de las relaciones de poder, sobre las que se ha sustentado históricamente el Estado español.
La cuestión nacional catalana se ha convertido en un problema molesto, que estorba a las élites dirigentes de nuestro país, tanto las empresariales como las intelectuales, que vinculan la defensa de sus intereses con la pervivencia del Estado unitario español (como ejemplo sirve el artículo de Josep Ramoneda en el País del 20 de octubre de 1997 –https://elpais.com/diario/1997/10/20/opinion/877298406_850215.html-).
Estos sectores sociales y políticos hegemónicos en la Cataluña actual optan por el autoengaño de una integración respetuosa y pactada en el conjunto español. Un objetivo estéril, dado que es imposible de alcanzar, ya que la burguesía del Estado español y la base social que la sustenta no tienen ninguna necesidad de renegociar una integración que ya tiene lograda por procedimientos de hecho muy consolidados. En estas condiciones, el debate público de las propuestas pactistas surgidas desde Cataluña es confuso y superficial, síntoma evidente de la renuncia a una autoafirmación colectiva.
Así, aceptada la irrealidad de las cosas, aparecen iniciativas como la del Foro Babel, para afirmar que la lengua catalana está normalizada y por trabajar por la preservación del español en Cataluña, o las tesis neoespañolistas de Pasqual Maragall, que equipara como igualmente nocivos el centralismo de Estado y el nacionalismo estatista de las unidades subestatales (el País, 28 de agosto de 1997 –https://elpais.com/diario/1997/08/28/espana/872719220_850215.html-).
La izquierda estatalista, el PSC e IC, confunden la coyuntural preponderancia política de la burguesía gestora autóctona (el pujolismo en su ofuscada terminología) con la verdadera clase dominante que es la burguesía de Estado. En Cataluña pasan como pensadores de izquierdas los hijos de la burguesía franquista (Francesc de Carreras, los hermanos Trías y otros).
Esta versión alienada y alienante de la realidad política no puede ser la única. La confrontación directa con los problemas de fondo de la sociedad catalana tiene que hacer ver a todo el mundo que trabaje por mejorarla, no para aniquilarla, que no se pueden resolver los problemas que giran en torno al respeto de los derechos individuales, o de los derechos sociales y la solidaridad, sin respetar el derecho colectivo a tener un Estado propio. La respuesta a un problema nunca es el silencio, sólo sucede en las sociedades enfermas; donde hay miedo de la realidad no hay democracia.
En nuestro país, desgraciadamente, no se vislumbra un proyecto político nacional en toda la extensión del término, sólo a estas alturas los Nacionalistas de Mallorca, en su ámbito territorial, son una fuerza ascendente con posibilidades reales a medio plazo de llegar a ser alternativa de gobierno en las Islas. En el resto del país, la discontinua evolución del independentismo moderno desde 1968 no presenta una opción coherente y con implantación social como pueden tener el PNV en Euskadi o el BNG en Galicia. Por lo tanto, a estas alturas el problema nacional catalán se exterioriza, más por las dificultades del Estado español para conducir con éxito nuestra asimilación que por la fuerza ascendente de una nación que pone en cuestión la continuidad de la unidad de este Estado. Hoy tenemos un Estado en crisis a pesar del aparente reforzamiento que supone el gobierno del PP, y una nación, la nuestra, prohibida y sin referentes propios para su reconstrucción.
La única vía para superar esta desfavorable coyuntura es establecer objetivos compartidos entre las formaciones políticas nacionales catalanas con presencia institucional y los sectores económicos más dinámicos que vinculan su prosperidad a la del país. Dada la devaluación de la función originaria de los partidos políticos, convertidos en castas con intereses endógenos, hay que revitalizar la vida pública con movimientos y plataformas cívico-políticas y relanzar la actividad social de las entidades culturales. Una experiencia esperanzadora en este sentido es la del Bloque de Progreso Jaume I en el País Valenciano.
Otra línea estratégica conlleva regenerar el debate intelectual, estancado desde hace demasiados años en el pensamiento blando y el relativismo cultural. Si bien en la sociedad catalana, como en todas las occidentales, conviven varios grupos con códigos culturales propios, derivados de diferencias étnicas, religiosas, lingüísticas y nacionales, este hecho social que llamamos multiculturalidad no es incompatible con el proyecto de reconstrucción nacional.
La multiculturalidad no es una meta a alcanzar o un estado idílico, es sólo un punto de partida imprescindible para la toma en consideración de los elementos en conflicto en una sociedad y su posible solución. Además, el hecho de que un país sea sociológicamente multicultural no implica necesariamente que se respeten los valores de la diversidad o que no exista una cultura hegemónica que se imponga a las otras.
En cambio, la interculturalidad es la respuesta normativa, contrapuesta a la asimilación o a la segregación, que se pretende dar a la realidad social plural.
Al independentismo catalán le falta un proyecto político que haga compatibles la defensa de los derechos individuales con los valores sociales. Partiendo de la concepción de que los primeros dependen de la existencia de los segundos, ya que de otro modo contraponer el individualismo a la solidaridad, como hacen los apologistas del pensamiento neorreaccionario, es negar los derechos colectivos.
En tercer lugar, la defensa del derecho a la autodeterminación en contraposición al integrismo de Estado conlleva la afirmación del derecho de los pueblos a tener Estado propio y negar que los estados tengan derecho a uniformizar los pueblos comprendidos dentro de sus límites territoriales.
La combinación de las libertades individuales, las sociales y las nacionales, es decir, de la libertad, la solidaridad y la autodeterminación debe ser el hecho diferencial del proyecto independentista, ya que ninguna otra opción política es susceptible de prever los tres niveles de derechos básicos en toda sociedad que se considere democrática.
Los defensores del individualismo político y económico hacen una lectura parcial de los derechos individuales y niegan los sociales y los nacionales. Los defensores de regímenes en los que pretendidamente debe prevalecer el interés colectivo prescinden de los valores personales y a menudo también de los nacionales cuando se trata de pueblos que no tienen Estado propio. Así, el integrismo de Estado es un dogma compartido por el pensamiento neorreaccionario y por el colectivismo autoritario.
Lejos de estos planteamientos parciales, la opción de progreso y de libertad para la nación catalana se ha de querer completa, en todos los campos en los que se desarrolla la vida de las personas, sea el individual, el de las relaciones sociales y el del pueblo con el que se autoidentifica.
El ámbito territorial de la nación catalana, el escenario donde pueden hacerse realidad los objetivos descritos anteriormente, son los Países Catalanes. Sin embargo, es necesario repensar la nación catalana, no en términos abstractos, sino a partir de los elementos de identidad concretos que los ciudadanos asumen como compartidos. Esta tarea sólo puede corresponder a un intelectual colectivo, integrado por los sectores políticos y culturales más dinámicos de la sociedad catalana. No habrá progreso sin un pensamiento global que sea su columna vertebral. Cómo se puede articular es asunto de otro trabajo”.
EL PUNT