Acabo de leer, entre displicente y divertido, que la ANC ya prepara la manifestación del ‘Onze de Setembre’, fiesta cíclica como las de la Mercè y refrescante como la lluvia que solía marcar el fin del verano pasando por agua las últimas fiestas mayores. Y así como el asfalto reluciente por la lluvia, a juicio de Xènius, inducía en el veraneante que acababa de volver a la ciudad una cierta fiebrecita, la Diada cosquillea el nervio político tras la siesta veraniega. En septiembre todo será despejarse, llevar la ofrenda a los caídos por la patria, volver a clamar por la independencia a un cielo limpio de nubes y sordo como una tapia y pasar página al calendario político tras haber pasado un año más.
Declararse independentista ya se asemeja a definirse de izquierda. Sobre todo en la CUP aún quedan de estos y alguno entre los comunes, que se declaran marxistas, leninistas e incluso trotskistas los más románticos. Éstos son quienes esperan la revolución mundial de la misma manera que los primeros cristianos esperaban la parusía y se encontraron con la iglesia, una especie de soviet antes de degenerar en papado. Y es que ser de izquierda, como ser de derecha, es, como decía Ortega y Gasset, una de las muchas formas de hacer el imbécil. Y previsiblemente uno o una de esos que hacen el imbécil por convicción íntima me responderá que es típico de la derecha negar la distinción. Señor o señora con vocación de energúmeno, estamos hechos y amasados por el pensamiento binario: noche y día, hombre y mujer, yin y yang, tierra y cielo, derecha e izquierda. Pero si cualquier noche puede salir el sol, si ahora se explora la transexualidad de la misma manera que uno se hace vegano, si lo que san Pedro ata en la tierra Jesucristo lo ata al cielo, que es una manera absolutamente ortodoxa de asaltar el cielo desde Roma, y si los mismos marxistas habían descubierto la posibilidad de que la izquierda se convirtiera en derecha y viceversa mediante el truco de la dialéctica, ya me dirán si no es de imbéciles pretender fijar la identidad política de la persona en una “derecha” y una “izquierda ” certificadas por el carnet de un partido. O sin carné, por un puro acto de sumisión ideológica con acatamiento electoral incorporado.
Fíjense en la inestabilidad de las cosas humanas y la inestabilidad aún mayor de las cosas políticas: históricamente, la derecha ha representado la defensa de las instituciones y la perpetuación del sistema. Y la izquierda, la voluntad de acelerar la historia en torno a la ciudad sobre una montaña. Pero algo falla en el esquema cuando la izquierda acusa a la derecha de radical y se erige en paladín del sistema, mientras que buena parte de la derecha defiende la subversión, como ocurre ahora mismo en Estados Unidos. O para recordar qué ocurre en Cataluña, donde el partido que se dice de izquierda y republicano apuntala la monarquía y estabiliza el franquismo constitucional, mientras que el partido que otros califican de derecha, porque el pensamiento binario así lo exige, mantiene un cierto perfil rebelde, aunque sea retóricamente. Esto es poco, pero este poco, en las actuales circunstancias, no es indiferente, como demuestran las condenas e inhabilitaciones exprés, que los partidos de “izquierda” secundan con celeridad “revolucionaria” incluso antes del juicio.
En Cataluña, por llevar la contraria a España, la normalidad, o sea el conformismo, es ser de izquierda. Dejando a un lado las reminiscencias comunistas, la mayor parte de quienes se extasían ante el vestido nuevo del emperador son restos del Mayo del 68 en descomposición avanzada. Tampoco es inusitado que ambas tradiciones confluyan, porque los mitos son resilientes, por decirlo con el barbarismo de moda, y las religiones sobreviven mucho tiempo a la muerte de los fundadores.
Pocos meses antes del referéndum de independencia una periodista de La Vanguardia (¡de La Vanguardia!) encontraba oportuno rescatar del olvido a la Pasionaria, aquella mujer que, habiendo enviado a decenas de miles de hombres a la muerte con la falacia de que era mejor morir de pie que vivir de rodillas, se arrodilló ante Stalin durante media vida para acabar arrodillada ante Juan Carlos I como diputada de las cortes posfranquistas. La periodista aún tenía el valor de ponerla a la altura de Lenin y Stalin. Cosas del feminismo, supongo, o quizás del oportunismo del conde de Godó. Nada pasa por casualidad, y si La Vanguardia creía conveniente reanimar la momia de Dolores Ibárruri era para contrarrestar la ola independentista, que en ese preciso momento alcanzaba la cresta. ¿Que la Pasionaria era un icono de la izquierda? Y pues, ¿a quién debían desenterrar si no? ¿A alguien como Calvo Sotelo, por ejemplo? Ibárruri iba como aceite en una lámpara; tanto servía para ablandar a los nostálgicos del puño en alto como para animar a las nietas del Mayo del 68, que seguramente han leído a Simone de Beauvoir pero quizás no hayan leído a Anaïs Nin.
El desenfreno de Mayo del 68 hacía tiempo que se replegaba. No es extravagante considerarlo el epílogo de la revuelta contra la tradición que había estallado con la Primera Guerra Mundial y se había formalizado estéticamente con las vanguardias. Era de allí, del futurismo, del dadaísmo y del surrealismo de donde bebía el eslogan más famoso de Mayo del 68. Reclamar el poder para la imaginación ya lo había hecho Salvador Dalí, proponiendo a Jaume Miravitlles, consejero de Propaganda de la Generalitat republicana, para crear un comisariado de Imaginación Pública, evidentemente dirigido por sí mismo. Pero, más que ese eslogan, que quedó sin ningún efecto en la política o en el arte de los años setenta y ochenta (¡y no hablemos ya de la arquitectura!), el verdadero símbolo de la revuelta contra las últimas células de autoridad tradicional eran los grafitis de carácter sexual. Tales como la frase estampada en un muro de la Sorbona, que decía “Cuanto más hago el amor, más ganas tengo de hacer la revolución; cuanto más hago la revolución, más ganas tengo que hacer el amor”. Mayo del 68 es inseparable de los cambios sociales hacia la conducta sexual. Sin tener en cuenta este elemento no puede decirse que el desconcierto del Estado francés durante aquellos días tuviera la trascendencia que después le han dado. Hilando fino y destacando la distancia entre las imágenes retrospectivas y las prácticas reales de la época, historiadores como Michelle Zancarini-Fournel han cuestionado que las jornadas de ese mayo fueran una revolución sexual. En moral, como en geología, los cambios tectónicos duran mucho tiempo, pero como todos los movimientos en profundidad hay un momento en el que afloran y se muestran irreversibles. Mayo del 68 fue uno de estos momentos.
La sacudida parisina llegó a Barcelona como un rumor lejano, pero sin embargo discernible. A mediados de los años setenta la represión sexual se mantenía por inercia y tal vez fue por eso que la revolución que el Partido Comunista anunciaba cada dos por tres para el día siguiente no llegó nunca. Una mañana que en los jardines de Pedralbes, desiertos a esa hora, besaba mi primera conquista, nos sorprendió el vigilante, un energúmeno con uniforme y gorra de plato, que tras clavarnos una amonestación todavía nos exigió los DNI. Pero la vigilancia se ejercía sobre todo en la familia, especialmente sobre las mujeres. Una tarde, después de comer, los padres de aquella chica se presentaron en casa de los míos haciéndose acompañar de la hija. El objeto de la visita no estaba nada claro, o quizás sí, pero no tuvo más efecto que darle vergüenza a mi amiga. Aunque no creo que su marido lea esta columna, declaro que, en lo que a mí respecta, ella fue al matrimonio sin mácula, como decían antes. Y es que, a pesar de haber leído disciplinadamente a Wilhelm Reich e incluso a Marcuse, la revolución sexual de la que supuestamente nos beneficiábamos no había sido tanto una liberación como una internalización de las demandas sociales, como explica Michel Bozon en ‘Pratique de l’amour’.
Perdónenme la digresión personal, que aquí no tiene más justificación que servir de testimonio de una época periclitada y de baremo para medir uno de los grandes ‘quid pro quo’ de la política. Dado que la liberación sexual (o más bien la hipersexualización que pasa por liberación) se produjo en un contexto de predominio ideológico de la izquierda, se consideró automáticamente como un ingrediente de esta política, a pesar del puritanismo del partido comunista. Y esto mismo ocurrió con una serie de causas, del ecologismo a la cultura llamada popular (que sustituyó al folclore en la era de la reproducción tecnológica), la transparencia administrativa, la intransigencia con la corrupción, la solidaridad con las víctimas de catástrofes naturales o provocadas e incluso la digitalización; causas que nada tienen en común, salvo enfrentarse a la natural resistencia a los cambios, pero con la que la izquierda se acicala para disimular su desnudez.
Para vestir al emperador se sirven de causas que nada tienen que ver con el derecho de autodeterminación, y se apuntan con la impotencia de quien ha renunciado al poder. Por eso todo lo que debía ser acción eficaz se les convierte en gestualidad compensatoria, en una distracción que en el mejor de los casos puede llegar a tener la fuerza de un chantaje o soborno.
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