El escenario político y social que representa la realidad de Pakistán está repleto de situaciones explosivas y desestabilizadoras. Enfrentamientos religiosos entre chiítas y sunitas, la rebelión de los Baluchis, la situación de “estado dentro del estado” que de facto se vive en las zonas tribales de Waziristan, la compleja realidad de la enorme ciudad de Karachi, las divisiones políticas, el papel intervencionista de los militares en la vida del país, el auge de corrientes islamistas radicalizadas en muchas mezquitas, son algunos de los conflictos que día tras días recibimos de aquel país asiático.
Además, para añadir más gasolina al fuego, el papel de la política pakistaní de cara al exterior supone un plus más de peligro para mantener el difícil equilibrio interno y regional. Su influencia histórica en el devenir de Afganistán, su papel ante el movimiento taliban, su ingerencia en Kashmir (de la que todavía ocupa una parte), su enfrentamiento “nuclear” con India son también algunas muestras de lo anteriormente mencionado.
Todo ello sin olvidarnos tampoco del papel de aliado estratégico que durante años ha venido desempeñado Islamabad para Washington y su apolítica de intervención en el continente asiático.
Los recientes acontecimientos han estado marcados por la suspensión del juez Iftikhar Muhammad Chaudhry por parte del presidente Pervez Musharraf. Este movimiento presidencial ha sido aprovechado por la oposición del país para articular sus protestas, al tiempo que los seguidores y aliados de Musharraf ponían en marcha su propia respuesta, y todos ellos con la vista puesta en las elecciones de este año.
Más allá de las protestas y de sus trágicas consecuencias, conviene contextualizar el paso dado por Musharraf, quitándose de encima un obstáculo para sus intenciones de proseguir como máximo mandatario del ejército y del país en el futuro. La actividad profesional del juez Chaudhry “importunaba” poderosamente a Musharraf en al menos tres ámbitos, “el de la seguridad, el económico y el político”. Chaundhry estaba investigando, ante las denuncias de familiares y amigos, la detención y desaparición de cientos de activistas (mayormente baluchis) a manos de los servicios de seguridad del país. Además, en el ámbito económico, el juez se ha opuesto a la privatización de una de las industrias punteras de la esfera pública de Pakistán. Y finalmente, la guinda estaría en torno a los deseos de Musharraf de continuar otros cinco años al frente de la presidencia del país, sin abandonar sus cargos militares, una fórmula que chocaría con la presencia de Chaudhry al frente de la justicia pakistaní.
El clima de tensión ha sido aprovechado por las fuerzas opositoras para lanzar un pulso al presidente y a sus aliados, intentando recoger el rechazo popular de esta medida y el descontento con la alianza estratégica que Musharraf mantiene, al menos formalmente, con los dirigentes de Washington.
Los enfrentamientos de Karachi reflejan también los movimientos colaterales que esta situación genera entre otros actores políticos y sociales del país. En ese mega ciudad, los aliados del presidente, el Muttahida Qaumi Movement (MQM) no han dudado en emplear sus fuerzas para enfrentarse violentamente a los opositores de Musharraf, y a todo aquel que impulsara un cambio en la situación caótica que se vive en Karachi.
A la vista de los acontecimientos conviene no perder de vista el papel que puede desempeñar el ejército, quien históricamente ha sabido rentabilizar su relación con los mullahs, y los todopoderosos servicios de inteligencia, el ISI. Los militares pakistaníes llevan años desarrollando su presencia e influencia en todos los ámbitos de la vida del país, especialmente en la esfera económica y social, y difícilmente estarán dispuestos a abandonar esa posición de privilegio.
Y aunque no figure en la primera línea de este escenario, Estados Unidos también tiene mucho que decir en esta coyuntura. Su dualidad ante Musharraf, al que por un lado le señalan como estrecho aliado en la lucha “contra el terror”, mientras que por otro le indican que “no hace lo suficiente”, ha caracterizado la posición de Washington en Pakistán. Uno de los problemas que afrontan los ideólogos de la Casa Blanca es la ausencia de un recambio consolidado para sustituir a Musharraf, quien conoce la debilidad estructural de una oposición ligada a la corrupción endémica del pasado y fuertemente dividida.
El panorama electoral se presenta envuelto en multitud de factores que hacen difícil anticipar o pronosticar un resultado final, aunque de momento las fichas de Musharraf juegan con ventaja. Los partidos opositores luchan por mantener sus bases, que en buena medida estarían “desertando” para unirse al proyecto del actual presidente. La otrora poderosa coalición de partidos islamistas, Muttahida Majlis- e-Amal (MMA), asiste a una radicalización del mundo islamista en el país, con frentes abiertos en Waziristán (donde la “talibanización” d ela zona es un hecho), o en la mezquita de Lal Masjid (la Mezquita roja) de Islamabad de los hermanos Aziz y Ghazi Abdullah, dos cuyas madrassas han protagonizado las protestas contra el gobierno, exigiendo la aplicación de la sharia. Estos movimientos radicales pueden conducir a una postura también más extrema a la MMA. Los intentos de Washington por apartar a Musharaf de la primera línea o de buscar una alianza de éste con el opositor Pakistan People´s Party Parliamentarian (PPPP) del exiliado Benazir Bhutto, no parecen contar con el apoyo de los militantes locales de éste.
En definitiva, una vez más, Pakistán se encuentra ante una difícil encrucijada, y los dirigentes del país no parecen evitar ese paseo por el filo de la navaja, una situación que puede desencadenar una desestabilización en una ya de por sí endeble región del sur de Asia, y acabar convirtiendo en polvorín pakistaní en una futura bomba de relojería, pero con una importante y destructiva capacidad nuclear.
* TXENTE REKONDO.- Gabinete Vasco de Análisis Internacional (GAIN)