Ya se sabe que las palabras se las lleva el viento y que ningún político teme las hemerotecas. Hoy ya no es ayer y las promesas de los partidos, exhaladas con aplomo aún no hace muchas horas, se evaporan como el rocío cuando sale el sol. Que la política vive de sofismas no creo que sea ninguna novedad. Es por lo que las promesas electorales deberían recibirse con tapones en los oídos. El misterio de que, a pesar de los incumplimientos, las mismas promesas vuelvan en cada nueva campaña como las golondrinas en las azoteas en primavera sólo se explica por el deseo de creer que tiene la gente. Porque nos domina la esperanza tanto como a los marineros el canto de las sirenas; muchos, poniendo voluntad, se las tragan el tiempo justo entre llenar la papeleta y depositarla en la urna. Por fuerza tiene que ser así, pues si el escepticismo del que se presume fuera real, la gente no votaría. O puede que las promesas no se las crea nadie, y que vota por motivos de un orden diferente. Por despecho, por rencor o por miedo. En todo caso, desde la negatividad más que con fe en la capacidad transformadora de los partidos. De lo contrario, no se entiende que tantos decepcionados vuelvan a lo mismo, a pesar de las promesas incumplidas y la estulticia de unos programas que nadie lee. Programas rebosantes de generalizaciones sin concretar o, que si comprenden alguna promesa verificable termina en letra muerta. Pongamos por caso, la restitución del gobierno legítimo en la pasada legislatura o el compromiso reciente de no aplicar nunca más políticas de austeridad, como si la Generalitat disfrutara de una autonomía financiera que no tienen estados como Grecia, Portugal y España.
Unos prometiendo levantar la DUI que habían suspendido apenas declarada, otros garantizando no pactar con el represor que han encumbrado y los de más allá rechazando anticipadamente los votos de los fascistas que ellos mismos han legitimidad y protegido; todas estas declaraciones tienen el valor exacto de las cuentas de la lechera. En política, la sinceridad es un capítulo más del arte retórica, puro efectismo pensado para los más impresionables y tan descarado como la audacia de los prestidigitadores cuando hacen un ‘tour de pase-pase’.
Con el resultado de las elecciones en la mano y la matemática variable desatada, ¿quién se acuerda de lo que los candidatos dijeron en campaña? De las expectativas que levantaron sin escrúpulos y de las contradicciones en que cayeron, nada queda en la memoria de los partidos. De ello pongo un ejemplo glorioso. Habiendo agotado los epítetos de rigor, la candidata de los anticapitalistas españoles consideró oportuno atacar al govern anterior por la deslocalización de Nissan, pasando por alto que el gobierno del Estado, del que ellos forman parte, no ha movido un dedo para retener la entidad japonesa. Jéssica Albiach no ignoraba que el Estado detenta la exclusividad de las relaciones internacionales y aporta o deniega, según qué le convenga, los medios para atraer empresas en la concurrencia global.
El pesar coyuntural -¡a buenas horas!- por la pérdida de una empresa que se había instalado en Cataluña gracias a los buenos oficios de “la derecha nacional”, como llama Albiach a los responsables del aterrizaje de la compañía japonesa, es sin embargo interesante como confesión involuntaria de la necesidad de un gobierno soberano. La soberanía es imprescindible no sólo para evitar que las pocas empresas extranjeras de envergadura que aún quedan en el país se trasladen a otros lugares con mejores infraestructuras y menos presión fiscal; lo es sobre todo para que no huyan las empresas nacionales constreñidas por el gobierno español o atraídas por las facilidades de Madrid. A menudo los comunes, así como la CUP y los mascarones más populistas de ERC, se comportan con la coherencia de los anarquistas que en 1936, habiendo expropiado las empresas, ponían anuncios en los periódicos buscando socio capitalista. Un país que ha trabajado y ahorrado puede vivir un tiempo devorando la propia sustancia, como los elefantes marinos inmovilizados en la playa, pero cuando, adelgazado y languidecido, ya no le quede clase media para consumir “socialmente”, no sé cómo un govern podría, en palabras de Roger Torrent, salir de la crisis por la izquierda, sin recortes, si no es comiéndose el propio futuro.
La miseria de la pugna electoral radica en el hecho de que la democracia se ha reducido a elegir el sentido de “la voluntad popular” dentro de unos límites muy estrictos. Se convence a los electores de que son soberanos, pues varias veces en el curso de la vida se les ofrece de elegir una opción en contra de otras, todas inmunes a su influencia excepto de la manera más superficial. Así tal reduccionismo de la participación política implica una reflexión dialéctica, opositora, que si en principio debería ser selectiva, es decir, generar selección y promover calidad en el servicio, acaba siendo arrastrada por la tónica destructiva de los partidos enfrentados.
Nada de lo prometido en campaña se cumplirá y al final habrá que valorar a los partidos en relación inversa a su cinismo. Esto significa cambiar la idea de pragmatismo que todos, de una manera o de otra, esgrimen para disculpar incompetencias y patrañas. Con el nombre de una escuela de pensamiento americana, disfrazan una antiquísima adicción al poder. Si se trata de oponer el pragmatismo a la utopía, antes habrá que establecer que la utopía nunca ha sido un plan de acción en el presente, pues ‘utópico’ significa, más o menos, “no de este mundo”. Las utopías siempre se han imaginado en una Ítaca remota o en un reino filosófico que nunca se establecerá bajo pena de convertirse en una tiranía (como el intento platónico de educar a un rey filósofo en Siracusa, de la iglesia medieval de gobernar el mundo mediante el dogma, o de la Unión Soviética de elevar el marxismo a doctrina de Estado). Pero esto no quiere decir que carezcan de valor político. La función de la utopía no consiste en determinar la forma concreta de gobierno ni las atribuciones del Estado -Hegel se equivocaba pensando que la libertad consiste en someterse al Estado-. Consiste más bien en inspirar la acción con la potencia dialéctica de la crítica, como un astro lejano iluminando la realidad sublunar y poniendo en evidencia sus carencias.
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