Dos periodistas de prestigio acaban de publicar un libro inesperado. Lleva el título de God is back, Dios ha vuelto, con el subtítulo de “cómo el despertar global de la fe está cambiando el mundo”. Sus autores son John Micklethwait, director del semanario The Economist, y Adrian Wooldridge, delegado de la publicación en Washington y asiduo columnista en la sección Lexington del semanario. El primero es católico y el segundo es ateo.
No es un libro estrictamente religioso pero trata de cómo la religión influye en la vida de los chinos, rusos, americanos, europeos y africanos. Los autores se apresuran a recordar que en el año 2000 publicaron un obituario de Dios al cumplirse veinte siglos de cristianismo.
Hacen un recorrido intelectual y político por el mundo observando cómo la religión cristiana y muy especialmente las denominaciones evangélicas y pentacostalistas norteamericanas han tenido y tienen una influencia muy remarcable en los comienzos de este siglo.
Recorren también el mundo musulmán, con sus divisiones religiosas de fondo y con el fermento de grupos minoritarios que han conseguido que el poder y la religión se identifiquen plenamente en países como Arabia Saudí, Egipto, Pakistán, Marruecos. La mezcla de estas dos realidades no ha conseguido alcanzar la modernidad como se puede comprobar en la mayoría de países. El libro contiene todo tipo de datos respecto a las creencias en el mundo de hoy y su impacto en la vida pública y privada de muchos países.
Estados Unidos estaría en primera línea. Pero también Rusia y Brasil. El escritor conservador George Will, columnista del Washington Post, ha dicho que es el “mejor libro político que se ha publicado en años”. Quisiera ceñirme a un aspecto poco conocido para el gran público de hoy cuando los autores afirman que desde
El cisma se remonta a las dos revoluciones que han perdurado desde entonces: la europea y la norteamericana. Los europeos, en general, sostienen que la modernidad marginaría la religión, mientras que los norteamericanos permitieron que religión y poder pudieran cabalgar juntos. El debate es muy viejo. San Agustín fue quizás el primero en insistir en que razón y fe eran compatibles, idea que ha expresado sólo hace unas semanas el actual Papa.
Las revoluciones francesa y americana nacieron de
Los Federalistas americanos no fueron tan taxativos. Se limitaron a separar las Iglesias y el Estado para que cada cual recorriera su propio camino. Estas dos versiones de la modernidad, afirman los autores, han viajado separadas desde entonces. Y han tenido consecuencias divergentes.
Los más altos responsables de una publicación liberal como The Economist, consideran que en Estados Unidos no existía ninguna iglesia hegemónica con lo que fue más fácil que compartieran la democracia y el mercado. La mejor forma para sobrevivir era atraer fieles. Y lo hicieron de tal manera que las denominaciones religiosas se multiplicaron hasta el punto que alguien quiso fundar una iglesia que las uniera todas y lo que consiguió es sumar una más a la larga lista.
En Europa, observó Edmund Burke hace dos siglos, la religión significaba opresión o guerra, mientras que en Estados Unidos se convirtió en una fuente de libertad. La primera enmienda a
Pero la primera enmienda no niega a los creyentes de cualquier fe entrar en la vida pública. Cinco jueces del Tribunal Supremo son católicos y cinco senadores son mormones. De hecho, los dos grandes cambios sociales de los últimos dos siglos – la abolición de la esclavitud en el siglo XIX y el movimiento de los derechos civiles en el pasado siglo, tenían un fundamento religioso, un lenguaje espiritual que nació en los púlpitos de las iglesias.
Aconsejo la lectura del libro. Por las ideas que aporta, por los matices que introduce y por el rigor con que maneja los datos nacionales y globales.