El general Baldomero Espartero dijo que para el bien de España era conveniente bombardear Barcelona al menos una vez cada cincuenta años. Toda una advertencia. La frase le es atribuida como último cañonazo del feroz bombardeo del 3 de diciembre de 1842, que desde el castillo de Montjuïc destrozó más de mil edificios de una ciudad sublevada contra la política económica del entonces regente de Isabel II.
Espartero, uno de los hombres más importantes del siglo XIX español, tenía una personalidad muy fuerte. Inteligente y leal a la causa liberal desde 1812, siempre fue muy contundente en el uso de la fuerza militar. Luchó contra los franceses, frenó a los independentistas peruanos en Arequipa, y con el bagaje de la guerra colonial logró derrotar a los carlistas del general Maroto, con quien protagonizó el famoso abrazo de Vergara. General en jefe, grande de España, duque de la Victoria, duque de Morella, conde de Luchana, príncipe de Vergara y líder del Partido Progresista, Espartero accedió a la regencia al conseguir los liberales que la refractaria María Cristina (viuda de Fernando VII) perdiese el estatuto real.
Le gustaba mandar. Autoritario y personalista, no tardó en chocar con los demás jefes militares liberales. Y en 1842 se le sublevó Barcelona como consecuencia de la crisis del algodón. La política librecambista del regente estaba arruinando la industria textil. Se proclamó una Junta Revolucionaria, la guarnición militar tuvo que encerrarse en Montjuïc y Espartero, a la peruana, ordenó al general Van Halen que disparase a discreción. Dio un mal paso. El bombardeo de Barcelona indignó a otro héroe liberal de la guerra carlista. Un joven coronel nacido en Reus, Juan Prim, acusó al regente de trabajar a favor de los industriales ingleses y de querer arruinar a sabiendas la industria textil catalana en aras de un mayor sometimiento político.
Buen conspirador en Madrid y París, Prim selló un pacto ambiguo con los liberales conservadores O´Donnell y Narváez, levantó las guarniciones y mandó a Espartero al exilio en 1943. Personaje de gran interés histórico -del que pronto se cumplirá el bicentenario de su nacimiento-, Prim reprimió después a los revolucionarios de Barcelona que querían algo más que aranceles, y tras la Gloriosa de 1868 acometió su mayor proeza: se inventó una nueva dinastía y trajo a Amadeo de Saboya a España. (En el ínterin, había llegado a ofrecer el título de rey al jubilado Espartero, a sabiendas de que lo rechazaría.) Releer el siglo XIX español es apasionante. Hay en ese embarullado siglo claves para intentar comprender lo que ahora está pasando. El Ochocientos fue el siglo del nacimiento y contradictorio despliegue de muchas fuerzas; ahora, en Occidente, estamos ante su licuación y posible repliegue.
“Hay que bombardear Barcelona al menos una vez cada cincuenta años”. En términos estrictamente cronológicos, a alguien le tocaba calentar las baterías en 1988, si tenemos en cuenta que la última vez en que la metralla perforó masivamente los tejados de la ciudad fue en 1938, transportada por los motores Fiat y Alfa Romeo de la aviación fascista italiana. 1988. En pleno proceso de organización de los Juegos Olímpicos, la superioridad no lo estimó conveniente, de manera que el imperativo esparteriano hoy acumula unos veintidós años de retraso.
Casi un cuarto de siglo de retraso. Hay quien sostiene que por intensas que fuesen las tensiones entre Catalunya y el resto de España en los próximos años -incluida la extrema hipótesis secesionista-, no habría bombardeo. En este sentido, la reciente cesión del castillo de Montjuïc a la ciudad debe ser considerada un acontecimiento de gran valor simbólico. Nos hemos civilizado. Un país de la Unión Europea, un Estado miembro del nuevo Sacro Imperio Romano Germánico, no puede permitirse afrontar con la fuerza de las armas sus tensiones internas. Muy posiblemente esta aseveración sea cierta. Vivimos en el siglo XXI y nos hallamos en el interior de un nuevo imperio, cuya fuerza de cohesión se basa en el gradual reajuste de las soberanías nacionales, la eliminación de fronteras, el libre comercio, la moneda común (crucemos los dedos) y la hegemonía política, ideológica y moral de lo que los anglosajones llaman el soft power, el poder blando. El Sacro Imperio Romano Germánico tiene sus tratados (enrevesados) y también sus normas no escritas. Los cuerpos de Artillería han sido destinados a los desfiladeros de Afganistán.
Nos hemos civilizado, sí, pero no han desaparecido los intereses contradictorios. Una nueva y sofisticada arma interviene ahora en las disputas internas, sometidas en última instancia -gracias al esfuerzo de muchos que lo pasaron mal- a las elecciones democráticas. Esa nueva arma es la banalización del debate político, la infantilización de la sociedad y el fomento de la indiferencia.
El ciclo que ahora se cierra en Catalunya es un buen ejemplo de esa nueva fase. Espartero ha bombardeado con afiladas caricaturas, que no pocos catalanes -irresponsables, torpes, incautos y sin preparación en el nuevo arte militar- han agrandado con denuedo. Y Prim, de viaje.
Publicado por Público-k argitaratua