La ataraxia del economista contemporáneo

La dedicatoria del monumento levantado en la localidad de Annede contiene embrionariamente un programa de investigación interdisciplinar sobre el oscurantismo científico (intolerancia que deriva en fanatismo, ignorancia que deriva en interés, fanatismo interesado que deriva en violencia): “A Miguel Servet, apóstol de la libre creencia y mártir del libre pensamiento, nacido el 29 de septiembre de 1511 en Villanueva de Aragón, quemado en efigie por la Inquisición católica el 17 de junio de 1551, y quemado vivo en Ginebra por instigación de Calvino el 27 de octubre de 1553.”

Desde Giordano Bruno y Miguel Servet, la hoguera resultó ser un escenario común de debate filosófico donde se intentó ahogar la heterodoxia científica con las piras encendidas por oficiantes de la inquisición católica o por alguaciles calvinistas. No obstante, el conservadurismo demostrado en la rígida defensa de paradigmas extenuados no es privativo del medievo. La historia del progreso de la ciencia, con sus luces y sombras, está repleta de ejemplos de científicos -inquietos, curiosos, aventureros, siempre contra la corriente- que contribuyen a las ceremonias de resistencia ante las concepciones ideológicas dominantes hasta que las nuevas ideas, en algunos casos, se convierten en ortodoxia y sus autores en personajes integrados -respetables, acomodados, autoritarios-, siempre imantados por el poder.

No es extraño, por tanto, que muchos traductores apresurados de obras sobre historia de la filosofía de la ciencia no expongan sólo las “tramas” sino, más bien, las “intrigas” de un desarrollo histórico en cuyas páginas nos encontramos, con harta frecuencia, el olvido interesado de aquellos mandatos que podríamos sintetizar en los conocidos aforismos de J.N. Keynes y de J.H. Poincaré: si bien es cierto que el noventa por ciento de las discusiones se resuelven con un diccionario, también lo es el que todo problema científico bien planteado es un problema cincuenta por ciento resuelto.

De forma sorprendente, del segundo aforismo se ha resuelto una conjetura matemática presente a lo largo del siglo XX. Si seguimos el itinerario aritmético de acotación del objeto económico, el restante cinco por ciento -¡solamente la veinteava parte del problema inicialmente planteado!- se transforma en el referente primordial de debate teórico aunque se trata de evitar constantemente y por distintas vías. Pero es preciso avanzar las siguientes reflexiones en torno a la potencialidad del análisis económico actual frente a los principales desafíos socioeconómicos planteados para descubrir no sólo las fisuras del ejercicio prepotente y endogámico del economista como gestor del status quo vigente sino, también, la servidumbre del economista como víctima (y, con frecuencia, cómplice) de un peculiar proceso de colonización del pensamiento económico dominante que convierte al economista académico o profesional en los países en vías de desarrollo no en protagonista del cambio sino en un mero transmisor (y, también con harta frecuencia, en activista) de la ideología económica dominante a través de variadas fórmulas educativas/mediáticas/profesionales, desde instituciones de influencia internacional.

1. El haber otorgado la dignidad de categoría gnoseológica a la actividad reflexiva sobre la estructura de los objetos hacia los que el conocimiento se dirige de un modo inquisitivo es uno de los grandes éxitos de la fenomenología de Husserl. Pero, como escribió Marx en una de las tesis sobre Feuerbach, la cuestión de si el pensamiento humano puede alcanzar la verdad objetiva no es una cuestión teórica sino una cuestión que se debate en el terreno de la práctica, y es en la práctica donde es necesario probar el poder y la plasmación material del pensamiento económico.

2. En este sentido, no podemos eludir la respuesta de S. Gordon cuando se cuestiona si los economistas prestan la debida atención a los filósofos. Not much, contesta Gordon. ¿Por qué?. Según el autor, los economistas como criaturas míticas no atienden a la filosofía, buena o mala, mientras que la filosofía de la ciencia apuesta por la economía, buena y mala ( ).

En este sentido, las páginas en las que se escribe la trayectoria del pensamiento económico desde el mercantilismo del siglo XVI hasta la “taxidermia” neoclásica incidieron en el desencanto de los convencionalismos de la profesión que abandonó tanto el deber en formular interrogantes significativos a tenor de las necesidades de la sociedad como la búsqueda de nuevas respuestas epistemológicas y analíticas en el nombre de una pretendida superioridad científica. En efecto, el conocimiento económico ortodoxo reiteró insistentemente axiomas y corolarios de manual y al margen del espacio y del tiempo histórico, despreciando, con honrosas excepciones, los fundamentos filosóficos que cimentaron la Economía y la propia memoria histórica sobre sí misma. Una ineludible tarea de introversión que, en palabras de R. Tolipan, es la única de sus disciplinas que se enfrenta permanentemente con el problema ontológico de su necesidad ( ). Este prepotente olvido (o rechazo) a reconocer la fortaleza epistemológica y la musculatura teórica básica y aplicada de los hombros de los científicos sociales precedentes sobre los cuales se alzan los economistas actuales para ver más lejos que ellos se debe, según Fabián Estapé a una ‘actitud simplista’ que reafirma infantilmente lo indiscutible e incomparable del saber recientemente adquirido en relación al acumulado lenta y trabajosamente ( ).

3. A pesar de la autoridad de algunos autores -como T.W. Hutchison- que consideran finiquitados los grandes pleitos metodológicos desde la personificación de la Methodenstreit en el pulso que mantuvieron Schmoller y Menger, lo cierto es que la confrontación entre aprioristas y empiristas, en términos generales, no alcanzó un status satisfactorio en Economía convencional que evitara la estéril continuidad de controversias ancladas en duras dicotomías y en crueles dilemas cuando, en realidad, es una cuestión de jerarquía y gradación metodológica.

Los alarmantes indicadores de la Gran Depresión y lo que supuso para la corriente ortodoxa de la disciplina (marcado desencanto académico ante el derrumbe de los principios heredados del clasicismo; creciente conciencia de incomunicación entre teoría y realidad; desarrollo de las técnicas cuantitativas que fomentó una investigación epidérmica de los fenómenos más relevantes de la sociedad;..) confirman, de un modo u otro, la vigencia de la añeja controversia sobre el método. Un debate caracterizado, desde entonces, por la descalificación y la intolerancia y por una peligrosa tentación que impulsa a los economistas a transformar, como escribe L. Geymonat, los criterios científicos en principios dogmáticos e inmutables, ajenos a una realidad histórica en continua transformación ( ).

El enfrentamiento y el rechazo a la historia obliga a los contendientes a dotar de aparente actualidad a cuestiones rancias y tópicas en la historia del pensamiento económico. Una de ellas es, sin duda, la separación entre apologetas de la Economía como análisis positivo y defensores del Economía como arte normativo, cuando, en realidad, es una pugna que alcanza a los partidarios de la escuela eleática de Parménides (el ser) y de la escuela iónica de Heráclito (lo que se debe lograr). Incluso Hegel, como nos indica Maurice Dobb, identificando “lo que es con lo que debe ser”, no alcanza la tregua de síntesis metodológica sino que, más bien, se trata de una propuesta resignada que solamente sirve para justificar el status quo vigente. No sorprende por tanto la ironía de Mario Bunge, que considera la calidad de numerosos argumentos de la Economía convencional en el mismo nivel de una seudociencia como la astrología (compartiendo la opinión de André Gunder Frank) y de un progreso científico tan lento que, si fuera el caso de la Medicina, supondría explicar la génesis y desarrollo de los procesos cancerígenos con citas de Hipócrates como fuente de autoridad científica.

4. En fin, estamos en pleno relato sobre la ataraxia del economista contemporáneo que se cree albacea de los principios heredados y se comporta como un personaje clásico que obliga a sus seguidores a que le aten al mástil del conocimiento convencional para no sucumbir a los cantos heterodoxos de sirenas críticas. Y en esta reflexión Chicago es un andén académico de parada obligada y la obra de Milton Friedman un motivo de detenido análisis crítico. A los neoliberales más extremos se les debe la ambiciosa pretensión de resucitar a Kant y obligarle a firmar manuscritos económicos esbozados por Vaihinger, singular filósofo que defendía la virtud científica de las ficciones, tanto en cuanto fueran útiles para cuadrar un axioma en el balance de la contrastación: si un enunciado es útil en la argumentación, es también científicamente pertinente. No sólo Vaihinger pues por los claustros de Chicago dejaron su impronta positivista y pragmatista los magisterios de Dewey, Tufts o Carnap, una influencia que no fue ajena a Friedman y a sus conocidos ensayos metodológicos. En los mismos, la utilización de la cláusula del “como si…” emerge como el mecanismo más adecuado para el análisis del comportamiento de los agentes económicos.

No obstante, suponer que los agentes (procreando, educándose o matando) actúan “como si” estuviesen en el mercado violenta, por lo menos, la imaginación y atrapa con una sutil red a las posiciones teóricas discordantes en un callejón sin salida. En efecto, cuando Milton Friedman invoca a la imaginación e, incluso, al subconsciente del interlocutor (para recrear hipotéticas situaciones “como si…”) para explicar la conducta de los agentes económicos, en realidad Friedman está obligando a su interlocutor, mediante el “envenenamiento de las fuentes”, a desacreditar explicaciones inducidas por la experiencia histórica que se presentan como alternativas desde teorías oponentes. En este sentido, la Escuela de Chicago constituye, como foco de influencia ntelectual, un sistema cerrado de pensamiento porque “irracionalmente, se puede imputar una racionalidad subconsciente a toda conducta humana” ( ).

5 Uno de los temas cruciales en la investigación en Economía y, por extensión, en las ciencias sociales se configura cuando observamos que un determinado marco teórico seleccionado por el especialista representa, también, la posición política con que se obra. En este sentido, es indudable que el neoliberalismo es tributario del positivismo vulgar y del ultraempirismo. En la historia de la filosofía de la ciencia, una de las herencias más pesadas es la tendencia generalizada, en ámbitos convencionales de gran influencia internacional, en oscurecer categorías de investigación con la hábil superposición de un borroso filtro empirista. De esta forma, se difuminan los contornos ideológicos del investigador a través de una progresiva sofisticación de las técnicas de medición de los fenómenos socioeconómicos que actúa como una trinchera en la que el economista, formado en la ortodoxia de los manuales, se siente a salvo y respaldado por un rigor y una precisión técnica que le absuelve de explicitar su posición política (moral, ideológica).

Entonces, ¿hasta qué punto no podríamos considerar que la misma corriente filosófica que surgió contra el abuso científico de la escolástica es una orientación destinada a colonizar el pensamiento social actual estableciendo rémoras adicionales a la investigación económica?

Existe un caso conocido, y no por eso menos importante, que ilustra el sentido del anterior interrogante. En la medida en que se fortalece el espíritu positivista y se abandona el trabajo “impresionista” de la época de formación y consolidación de las más recientes disciplinas, se asiste a una paulatina escisión (en su versión economicista) entre dos conceptos, crecimiento y desarrollo, que, en realidad, notifican perspectivas de un mismo fenómeno. La teoría ortodoxa, en cambio, cultivó un silogismo viciado en que, tras la separación de perspectivas, llega a la equívoca noción del ‘desarrollo’ económico como un aumento gradual de una o varias macromagnitudes que son mensurables y relega otro conjunto de aspectos de calidad cuya evaluación es de difícil contrastación. De aquí a la consideración del crecimiento/desarrollo como una meta correspondiente al mundo de la predestinación sólo hay un paso. Suponer que al objetivo citado están abocados todos los países que imiten el modelo proporcionado por los países desarrollados y hegemónicos del sistema, implica, también, una visión paternalista de las sociedades periféricas que actúan como mecanos articulados al antojo de autoridades que pueden separar las piezas del conjunto, analizarlas por el investigador, ponerlas a punto de ‘despegue’ por el policy maker y jerarquizarlas mediante criterios que privilegian su mensurabilidad en el funcionamiento económico y social, visto globalmente y en detrimento de la calidad del crecimiento que se adopta como imagen objetivo.

En este sentido, podemos constatar la existencia en un pulso desigual en la colonización del pensamiento económico en los países subdesarrollados que se someten a orientaciones científicas (que implican, claro está, posiciones ideológicas). El énfasis cuantificador del positivismo anacrónico y del empirismo vulgar descarta del análisis una constelación de temas de gran interés cualitativo en función de otros, con frecuencia triviales, susceptibles de medición y que permiten un conocimiento fiable de algunos datos de la realidad que se pueden presentar como éxitos de una gestión político-económica y como aval justificativo para la continuación en la misma senda estratégica.

Pero en definitiva, ¿cuáles son los riesgos y los límites de esta opción?; en otros términos, ¿cuáles son los principales condicionantes del proceso colonizador del pensamiento socioeconómico y, en general, de la investigación en ciencias sociales por parte de esta corriente positivista y ultraempírica en su versión vulgarizada que se difunde desde los centros de influencia intelectual?

Uno de los rasgos comunes de los científicos sociales de los países dependientes que no han podido liberarse de la influencia del hiperfactualismo es el culto acrítico a las técnicas importadas. Ello produce, en primer lugar, una selección de problemas que no atiende a la relevancia teórica o histórica de los mismos, ni tan siquiera a ciertos problemas materiales inmediatos, sino a la mera disponibilidad de instrumentos técnicos adecuados. En segundo lugar, los investigadores se transforman en una nueva élite formada en el seno de sociedades generalmente desvertebradas y con una gran diferenciación social.

En este sentido, se hacen acreedoras de la admiración intelectual y del apoyo político-económico, las posiciones heterodoxas y sus programas de acción que surgen de un medio colonizado que tiende al impersonalismo, a la objetividad científica disfrazada, al rechazo de la pasión y al compromiso, a la sacralización del orden y al olvido de las tensiones como objeto de estudio; un medio colonizado que se despreocupa de los correlatos profundos entre los resultados empíricos y sus significaciones, que condena cualquier posición teórica alternativa en nombre de la irrefutabilidad del dato, y que niega la diferencia, el conflicto y la contradicción.

Notas

(I) S. Gordon: “Should the Economist Pay Attention to Philosophers?”, Journal of Economic Literature, nº 4, agosto 1978, esp. p. 278.

(II) “A necesidade da Histórica do Pensamento Econômico”, Literatura Econômica, nº 6, noviembre-diciembre 1982, p. 729.

(III) Ensayos sobre Historia del Pensamiento Económico, op. cit., p. 15.

(IV) L. Geymonat: Filosofía y Filosofía de la Ciencia, Ed. Labor, Barcelona, 1965.

(V) W.P. Strassmann: “La economía del desarrollo desde la perspectiva de Chicag”, Comercio Exterior, nº 12, diciembre 1976, p. 1443

* José Ramón García Menéndez, Universidad de Santiago de Compostela. Correo electrónico: earoe@usc.es

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