La constitución española ya no está vigente por consenso. Éste es el corazón de la crisis. Los socialistas tocan el meollo cuando dicen que hace cinco años el independentismo pisoteó la constitución y, por tanto, merecía el secuestro de los tribunales. En 1978, el 90,46% de los catalanes votaron a favor; en diciembre del 2017, el 47,5% votaron opciones independentistas, más votantes aún que los 2.044.038 que tres meses antes habían votado que sí en el referéndum de independencia. Con el proceso, por primera vez desde la muerte de Franco, un centro económico fundamental para el Estado español, su extremo más mediterráneo, su puerta a Europa, manifestó no sólo que ya no creía en la constitución, sino que la identificaba como la raíz del problema.
Hay carcoma en la base. El pacto de 1978 fue la salida de la dictadura: una propuesta reactiva. La constitución del 78 no es un texto fundacional de consenso alguno, sino un mecanismo de cambio de régimen. El espíritu de la transición tenía la obsolescencia programada tan pronto como los españoles crecieran, se reprodujeran, se murieran y dejaran de tener la oscuridad de la dictadura a flor de piel, y tan pronto como los catalanes volvieran a creer en la independencia. Hoy, ese consenso contra el franquismo no lo ha votado nadie de menos de sesenta y dos años. La base era el sentido del momento, el aire que se respiraba, y cuando la memoria se va agrietando desaparece la sensación y nacen las relecturas.
No es de extrañar que, durante el proceso, buena parte del catalanismo reformista insistiera en que la constitución permitía el referéndum, y que los problemas eran su interpretación y Mariano Rajoy. Lo único indiscutible del texto constitucional, el elemento político esencial que mantuvo intacto de la dictadura, es la unidad de España, que el proceso quería contradecir. La autodeterminación no es una cuestión que el ordenamiento jurídico español regule o deje de regular, sino que está hecho en contra de esta idea. Es preexistente en el derecho. “La indisoluble unidad de la nación española, basamento único, nuclear e irreductible de todo el derecho de un Estado”, dijo Carlos Lesmes, presidente del Tribunal Supremo español.
La imposible renovación del poder judicial, los mandatos caducados (o prorrogados) que no se inhiben de las resoluciones que les afectan, la lentitud inoperante del tribunal (en las cuestiones que le interesan), reflejan ciertamente problemas de fondo, pero son problemas derivados del conflicto nacional catalán, y por tanto inevitables mientras Cataluña no sea independiente. Esta capacidad de intromisión política del Constitucional la aceleró el PP en 2015, con la reforma que dio capacidad coercitiva al tribunal para reprimir el independentismo, pero es un problema estructural. Si los conflictos no se pueden resolver por la vía democrática, el papel de los partidos y del debate parlamentario pierde valor, y por tanto también lo pierden sus votos.
España no puede votar hoy otra constitución si no reconoce la autodeterminación, porque no podría permitirse el lujo de perder en Cataluña. España no puede hacer hoy votación alguna que Cataluña pudiera interpretar como un referéndum de independencia, y eso envenena la democracia española porque impide la regeneración del Estado. Pedro Sánchez no ha mezclado por mero tacticismo la derogación de la sedición y la reforma de la malversación con la crisis del poder judicial. La constitución está puesta en cuestión después del proceso: al no existir consenso, el significado del texto está en disputa, por eso PSOE y PP se acusan mutuamente de golpismo y de vulneración de la constitución. Sánchez acusó ayer a Alberto Núñez Feijóo de considerar “la Antiespaña” a todo lo que no son ellos porque quiere situarlo fuera del marco constitucional, tal y como hace con él el PP.
Mientras tanto, lo más natural es que los jueces avancen por el camino que la democracia y la libertad dejan de ocupar.
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