A nadie debería sorprender que desde el principio el proyecto nacional español combatiera la estandarización del catalán, insistiendo en la dialectalización y los localismos
Aunque los estudiosos del nacionalismo defienden teorías irreconciliables con conclusiones a menudo contrarias, algunas confluencias permiten orientarse en la selva conceptual. En la parrilla interpretativa que va del perennialismo y el primordialismo al modernismo, caben posiciones intermedias, como la de Anthony D. Smith, quien autocalificándose de etnosimbolista distingue entidades culturalmente diferenciadas anteriores al estadio de aspiración nacional. Cuándo y cómo surge la identidad nacional es una pregunta que se ha respondido de formas diferentes, pero éste no es el lugar ni tampoco dispongo de espacio para abordarlas.
Entre muchas definiciones más o menos plausibles, me parece bastante válida la del filósofo Ernest Gellner, defensor de la teoría que considera el nacionalismo como una manifestación de la civilización moderna. Contrariamente a quienes ven en el nacionalismo el renacimiento de una cultura tradicional, Gellner veía la imposición de una alta cultura a una sociedad en la que antes diversas culturas populares ministraban las necesidades simbólicas de la mayoría. Para poder imponerse, la alta cultura necesita un idioma común, un sistema de escolarización que lo difunda y una academia que supervise su codificación para que sirva a la comunicación burocrática y tecnológica. Mientras muchos han hecho hincapié en el aspecto sentimental del nacionalismo, Gellner le encuentra un sentido funcional. La finalidad es formar una sociedad de individuos intercambiables y unidos por una alta cultura, es decir, por una cultura que pasa de estar restringida a una minoría a sustituir las culturas de los diversos subgrupos locales.
A principios del siglo XX la cultura catalana hizo un notable esfuerzo de nacionalización, sustituyendo la tendencia arcaizante de la Renaixença –el juego-floralismo, el fluvialismo (1) poético, el historicismo medievalizante– por la aspiración a generalizar una alta cultura que tomaba como referencia la centroeuropea. Esta cultura de ambición nacional se iniciaba en 1892 con la campaña del ‘Avenç’ por la reforma ortográfica y continuaba con la fundación del Institut d’Estudis Catalans en 1907. La formulación de la doctrina nacionalista por Prat de la Riba iba de la mano con la fundación de instituciones públicas de la Mancomunitat. El ‘noucentisme’, ideario político-estético que acompañó al esfuerzo constituyente, tenía la voluntad de relevar las modalidades campesinas de la cultura catalana por una cultura homologable con las del entorno europeo. Debía ser una cultura dotada de referentes inexpugnables por su carácter consagrado, de élite pues, y al mismo tiempo con voluntad de divulgarse mediante instrumentos de difusión popular. Esta voluntad es evidente en el cartelismo de la época, en la estetización de las artes y los oficios y la idealización de la vida tradicional, o, en un plano más ambicioso, en el propósito de traducir los clásicos grecolatinos al catalán en cuidadosas traducciones de la colección ‘Fundació Bernat Metge’, concebida como una empresa con doble objetivo. Los libros salían de prensa en dos formatos: una edición de lujo para los suscriptores de la clase alta –mayoritariamente miembros de la Lliga, que los compraban por devoción o por disciplina patriótica– y una más ordinaria para bolsillos menos profundos. El proyecto, sin igual en la época, al margen de tres idiomas mucho mejor dotados cultural y económicamente –el alemán con la ‘Bibliotheca Teubneriana’, el francés con la ‘Collection Budé’ y el inglés con la ‘Loeb Classical Library’–, se proponía dar prestigió a una lengua marginada que aspiraba a la categoría de idioma nacional. Pero también quería hacer presente la existencia de un grupo de expertos en las técnicas filológicas y de traducción, que en sí ya constituían un contrafuerte en la defensa de una cultura capaz de alcanzar las necesidades de una comunidad nacional. Expertos en lenguas clásicas y eminentes escritores en la catalana como Carles Riba o Joaquim Balcells eran conscientes de la importancia simbólica de un esfuerzo entonces inalcanzable por la cultura del Estado. Si en el último año del siglo XIX, Rubén Darío, recién llegado a España, observaba que Cataluña estaba bien dotada de ingenieros, veinte años más tarde otro visitante pudo comprobar que el país también iba bien surtido de filólogos y humanistas.
A nadie debería sorprender que desde el principio el proyecto nacional español combatiera la estandarización del catalán, insistiendo en la dialectalización y los localismos. O que fomentara las expresiones folclóricas asociadas con las tradiciones rurales. El franquismo persiguió las conquistas modernas de la cultura catalana. Expulsó la lengua de las bibliotecas, los medios de comunicación, la escuela y las instituciones, a pesar de permitir la publicación de textos religiosos y tradicionales en ortografía prefabriana, alentando las manifestaciones etnográficas del tipo “coros y danzas”.
Hoy, habiendo fracasado en el proyecto dialectalizador, el españolismo persiste en atacar la lengua en las instituciones de difusión primaria: el sistema escolar y la televisión pública, además del cine y la comunicación virtual. El escándalo por la entrevista de Ricard Ustrell a Jordi Évole es algo anticuado, porque se enmarca en la normalidad de una política ciertamente agresiva pero nada errática. Con la diferencia de que hoy la institución ya no es capaz de oponer la resistencia de una alta cultura. La pantalla se ha convertido en un espejo y el medio definitivamente en el mensaje. Así, en una entrevista de supuesta trascendencia social, el entrevistador se convierte en el protagonista que se refleja en el entrevistado. La trivialización del género de la entrevista hacía necesario el pretendido choque dialéctico, que se produjo cuando Évole consideró razonado que la televisión catalana desahuciara a su público tradicional para dedicarse al segmento español de la población. La sorpresa aparentada por Ustrell, resaltada con unos segundos de silencio, era hipócrita, pues Évole acababa de ponderar la actual política del canal televisivo. Y lo era aún más teniendo en cuenta que la revelación verdaderamente inquietante había precedido a aquella declaración. Fue cuando Ustrell, visiblemente satisfecho, reveló que se había adelantado a Évole programando una entrevista con la codiciada Isabel Díaz Ayuso. Tras conseguir esta sensación en la competencia para amplificar la grosería más castiza, escandalizarse de que Évole encuentra normal que la televisión catalana se españolice es de un fariseísmo mayúsculo.
El problema de una televisión que había sido creada para convertirse en nacional no radica únicamente en que se degrade a televisión regional. El desprestigio es inseparable del descenso a cotas culturales cada vez menores. Ya no se trata de servir a una cultura folclórica o antropológica, como pretendía el gobierno español durante la transición, antes de folklorizar el medio y volver a minorizar a los grupos especializados que habían acompañado la cultura catalana moderna en su etapa ascendente.
Gellner advertía una constante en los procesos de nacionalización. En su opinión, la sociedad industrial promueve una selección en la que sólo sobreviven las altas culturas, mientras que las tradiciones menores sólo pueden mantenerse artificialmente en reservas culturales. Cada vez más, la lengua catalana, y con la lengua toda la cultura que se vehicula con ella, es arrinconada territorialmente y en las instituciones. Durante mucho tiempo, el denominador común entre los nacionalismos español y catalán era la existencia de una alta cultura privativa de cada uno. Una de estas culturas, la catalana, incorpora una tradición de impotencia política e incapacidad para defenderse. Este déficit resulta decisivo a partir del momento en que ambas culturas se superponen en un territorio. Para Gellner es difícil imaginar que dos culturas políticamente viables y capaces de existir independientemente puedan convivir bajo un mismo techo político, protegidas por un único centro imparcial. En el caso de la cultura catalana respecto al centro político del Estado español, nada hay que imaginar ni menos confiar. Es un ejemplo transparente, y de los más instructivos en el interior de una economía desarrollada, en la que se confirma la tesis de Gellner, según la cual estilos culturales distintos que coexisten sobre una base económica similar reclaman atención separada. Esto significa que en estas condiciones las diferencias culturales requieren unidades políticas diferenciadas, tengan o no categoría de Estado soberano las respectivas unidades.
En Cataluña, el empuje industrial promovió la nacionalización de la cultura y la diferenciación política mediante instituciones protoautonómicas y más tarde autonómicas, que crearon instituciones de servicio cultural y social específicas. Pero a medida que la centralización política del Estado alcanzaba el ámbito económico, la ósmosis resultante revertía la diferenciación cultural y neutralizaba la fuerza nacionalizadora de las instituciones catalanas. La única posibilidad que permanece en la cultura catalana de mantenerse en el concurso de las altas culturas, cada vez más exiguas en el panorama de la globalización, es segregar un Estado propio, condición indispensable para proteger la lengua y la cultura propias. Esta necesidad y no otra, que por más importante que parezca siempre será secundaria, empujó a los catalanes a votar el Primero de Octubre. Es la misma necesidad, agravada por la represión, que desencadenará la próxima crisis de legitimidad, siempre, claro, que los catalanes no prefieran ir dócilmente a la extinción.
(1) https://www.mapa.gob.es/ministerio/pags/Biblioteca/Revistas/pdf_AM%2FAM_2004_36_44_48.pdf
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