La aceleración del ‘órdago’ catalán

Al igual que ocurre con el ciclo de las innovaciones en el campo del mercado, cualquier propuesta disruptiva de una nueva causa social / nacional genera todo tipo de reacciones iniciales, desde el entusiasmo prematuro de un grupo reducido de convencidos, pasando por el rechazo o la desconfianza de una mayoría o bien por la indiferencia o el desinterés de otra. Lo que la prensa española ha denominado el “órdago” soberanista catalán es seguramente un buen ejemplo.

 

G. Moore ha estudiado los procesos de innovación en las empresas y ha establecido las diversas fases estratégicas que aseguran que una propuesta de esta naturaleza (atrevida, radical, inicialmente minoritaria) llegue a superar el dilema del abismo que lo aleja de la aceptación mayoritaria. Este investigador habla de cómo tener éxito en la penetración de un proyecto nuevo a partir de una estrategia-dominó (o de bolos) que -como ocurrió en el momento de la caída del Muro de Berlín- arrastra progresivamente más gente a hacerla suya. De esta manera, algunas propuestas consideradas al principio excéntricas o descabelladas van ocupando nichos de seguidores hasta convertirse, cuando se han consolidado en el mercado, en estándar obligado o en una commodity.

 

Se podría decir que en Cataluña nuestro famoso “órdago” está siguiendo punto por punto todas y cada una de estas fases de Moore. En el apartado político, tres de cada cuatro catalanes apoyan la celebración de la consulta, los partidos favorables al derecho a decidir (PSC incluido) sumaron en las últimas elecciones el 74% del total de los votos emitidos, y en todos los municipios catalanes el porcentaje de favorables a la celebración de una consulta es más alto que el de los contrarios.

 

En el apartado simbólico, en poco tiempo se ha pasado de reivindicar en las calles la bandera estelada a colgarla en los balcones de la mayoría de ciudades y pueblos de Cataluña y, poco después, a desarrollar un provechoso negocio de merchandising que, bajo el nombre “productos con la estelada”, casi compite con las tiendas del Barça: alpargatas, zapatillas, toallas de playa, forros polares, camisetas, cintas de cuello, fundas de casco, chanclas, manoplas, delantales, jerseys, pendientes, pulseras, botellas de vino, porrones, esteras, baberos… Si no hemos llegado ya a un mercado maduro poco le debe faltar.

 

Algo parecido ocurre en el apartado cívico en la red local catalana. Muchos pueblos, agrupaciones, entidades o asociaciones hacen su particular estelada gigante con velas, o su cadena humana por la libertad, o su feria independentista de carácter participativo, festivo y reivindicativo.

 

Podríamos decir, pues, que hemos pasado o estamos pasando de forma vertiginosa del rechazo a la reticencia y de la reticiència a la penetración, consolidación y aceptación de la nueva causa. Es cierto que los ciclos de vida de una causa en el ámbito político suelen ser mucho más lentos que en los ámbitos económico y social y que las instituciones políticas difícilmente aceptan las innovaciones disruptivas. Un alto dirigente del PSC me comentaba no hace mucho que el reconocimiento de los derechos de las mujeres no se logró el mismo año de su reclamación y que, por tanto, este tipo de causas necesitan tiempo. Me temo, sin embargo, que el dirigente del PSC se equivoca. Cuando las mujeres estadounidenses e inglesas obtuvieron el derecho al voto en los años veinte del siglo pasado los ciclos de vida de las innovaciones en el mundo industrial o social, por ejemplo, eran mucho más largos que en la actualidad, y su réplica en el campo político ya no hace falta decirlo. Las noticias, las iniciativas y propuestas y, finalmente, las movilizaciones calaban en la población de manera lenta. Los canales de comunicación eran todavía reducidos y distantes. La primera emisora de radio de carácter regular e informativo, la KDKA de Pittsburgh (EEUU), comenzó a emitir en 1920.

 

En este final de curso político, mientras el presidente del gobierno español se escondía para no dar explicaciones a la prensa o decidía comparecer en el Congreso el primero de agosto con la esperanza de que nadie se enterase, los ciudadanos catalanes y españoles se mantenían -y se mantienen- plenamente conectados con el mundo de la comunicación y de las redes sociales haciendo de la información un proceso continuo. No es que sean observadores, oyentes o telespectadores, sino que se han convertido en usuarios activos que participan en el ciclo de vida de las causas sociales y nacionales, incorporándolas en sus discusiones, preocupaciones e intereses. En el caso de los catalanes, no es que simplemente adopten o rechacen la causa soberanista, es que la modifican y enriquecen abriendo una ventana de oportunidad a nuevas versiones de la propuesta. Se trata de innovaciones abiertas donde los otros también piensan y proponen. Las consignas aún difusas de Artur Mas sobre la transición nacional, el derecho a decidir o el Estado propio pasan ahora a ser definidas, soñadas y concretadas por la gente. Como dicen Ilkka Tuomi y Alfons Cornella, dos excelentes expertos del tema, la innovación ocurre sólo cuando la práctica social cambia y el protagonista de este cambio es el usuario. Lo que está pasando ya ahora en Cataluña es que los usuarios están cambiando aceleradamente sus prácticas políticas habituales e incorporando y dando sentido en su imaginario a la causa del Estado propio. Toda innovación, vuelvo a citar a Tuomi, debe ser percibida ahora como el estímulo de un nuevo significado cuyo definidor es la gente.

 

“Me gustan los catalanes Porque hacen cosas”, decía Rajoy. Hoy hablamos constantemente de innovación social, incluso universidades de todo el mundo crean institutos con ese nombre, y sin embargo, hay quienes no son capaces de ver que la máxima innovación social que está teniendo lugar ahora mismo en Cataluña la están protagonizando sus ciudadanos con el proceso soberanista. Efectivamente, los catalanes hacen cosas .

 

Hay, sin embargo, aún más novedades. En el siglo de internet y de las redes, el valor percibido en las nuevas causas aceptadas ya no evoluciona de manera lineal, sino que crece a zancadas, modificando rápidamente nuestra visión de la realidad. Por ello, en ciencias sociales cada vez más hablamos de conceptos zombis y de instituciones zombis. Entidades y partidos políticos que han quedado obsoletos. Instituciones judiciales que no aspiran a adaptarse al mundo sino que esperan sentadas que el mundo se adapte a ellas. Patronales empresariales que de repente no entienden qué está pasando a su alrededor. Instituciones académicas que, como los malos profetas, repiten una y otra vez esquemas mentales amarillentos. O innovas constantemente desde dentro o la innovación (social, política, cultural) será disruptiva y te vendrá desde fuera.

 

Todavía no hace un año, en Cataluña el presidente de la Generalitat intentaba aglutinar entidades y colectivos alrededor de la defensa de un nuevo pacto fiscal con el gobierno español. En once meses (¡once!) se han devorado etapas a un ritmo frenético. El ciclo de vida de la causa del catalanismo, como un inmenso cuerpo mutante, ha ido modificando aceleradamente su hoja de ruta y no da señales de detenerse. Moore explica que hay un punto en el que una idea, un propósito, una creencia se convierte en un movimiento. Cuando ésto ocurre, el crecimiento no es sólo exponencial, es automático. Sencillamente marcha solo, porque ha inflexionado el sistema. Esto está pasando ahora mismo con la nueva versión del catalanismo: no presenta un plan a seguir sino un lugar donde ir, una causa a construir entre todos.