Los días posteriores al referéndum del 1 de octubre de 2017, los amigos, conocidos y saludados, me decían “Pilar, tú que debes estar bien informada, ¿a dónde debemos ir?”. Evidentemente, sabían dónde se les podía necesitar, porque, a pesar de que los políticos todavía hoy hagan ver que no, la gente sabe qué costes puede tener una independencia unilateral, y entre éstos se incluyen resistir la violencia defendiendo el Palau de la Generalitat declarada la independencia, bloquear el puerto o el aeropuerto o las carreteras, hacer huelga general indefinida y responder a cada ataque del Estado en tiempo real hasta que el coste de intentar controlar Cataluña fuera insostenible.
Lo que querían saber en realidad, con esa pregunta, era si había un plan. Y yo, que me olía la estafa desde el momento en que Puigdemont dijo “nos hemos ganado el derecho a decidir” la misma noche en la que decidimos y tenía que decir que habíamos ganado un referéndum de autodeterminación y que sus efectos serían los previstos por la ley aprobada en el Parlamento (no niego que muchos lo debieron ver mucho antes) no tuve ovarios de decirles nada.
Esta gente dispuesta a poner el cuerpo por la independencia era la misma que puso el cuerpo para proteger los votos que debían decidirlo, la misma que había diseñado carteles en blanco y negro con una composición ideal para imprimir miles en casa con la mínima tinta posible para compensar la cobardía de los medios de publicar el anuncio del referéndum, la misma que empapeló las calles, la misma que subió a la web del 1 de octubre en decenas y decenas de dominios distintos servidores extranjeros cada vez que la Guardia Civil los tumbaba (sin resolución judicial), la misma que utilizó sus tractores para cortar calles, la misma que escondió urnas, la misma que se organizó en CDR (entonces Comités de Defensa del Referéndum), la misma que ocupó los colegios a altas horas de la madrugada.
Entonces, los partidos parasitaron ese esfuerzo y lo convirtieron en material electoral para seguir gestionando las migajas que ofrecía España en un momento en que el agotamiento del Estado autonómico les dejaba sin argumentos para ello. Ahora que se les ha vuelto a acabar el crédito, después de pactar unos indultos a cambio de no defendernos, después de hacer efectiva la pacificación con apretones de manos con los socialistas y con el PP en un montón de ayuntamientos de Cataluña y en la Diputación de Barcelona, y ven cómo la llamada a la abstención genera incentivos muy similares a los que tenía la gente ese otoño de hace seis años para hacer activismo no comandado por los partidos, les ha metido tanto miedo que incluso han sacado a pasear el conspirómetro.
Esto quién lo firma, ¿esto quién lo paga?, he visto decir a varias voces en la red, refiriéndose al material a favor de la abstención que circula por WhatsApp, Telegram, Twitter y Facebook. Como si el activismo de 2017 hubiera llevado siempre nombres y apellidos, o como si el Tsunami Democrático, con todas las caras conocidas con las que contó, no pareciera hoy en día una jugada ideada por el CNI para domesticar la calle hasta la investidura de Pedro Sánchez en 2019. Les es muy difícil aceptar que las ideas genuinas siempre escapan a la cooptación de las redes clientelares de la clase colonial mientras ellos se conforman con ‘deep fakes’ de andar por casa que solo les aplaude la parroquia.
Cuando veo vídeos como el de la abstención que ha circulado toda la semana por WhatsApp, con ‘El Cant de la Senyera’ de fondo, mostrando hasta dónde nos han llevado los partidos políticos que ahora piden el voto a Madrid sin ofrecer nada, y todo lo que somos y queremos ser cuando nadie nos controla, me invade una sensación que ya tuve en 2017. Entonces se demostró que los activistas que lo hicieron posible se sentían extraordinariamente bien pagados viendo cómo el Estado fracasaba a la hora de detener el referéndum, cómo acabar con la primera línea de defensa española, los partidos procesistas (Esquerra, Junts y la CUP) remunera fantásticamente bien los minutos invertidos en buscar más de 100 frames de vídeo para 42 segundos.
Pienso que es posible el vuelco de guion, como cuando todo el mundo daba por hecho que a lo máximo que podíamos aspirar era una foto en el New York Times en la que nos quedábamos sin poder votar fuera de un colegio precintado por la policía española con la papeleta en la mano, tal y como pretendían los Jordis, a los que les era suficiente con una ‘performance’ en la que pudieran votar 1 millón de personas. Ahora los españoles quieren convencernos de que nuestro destino vuelve a estar escrito y que es ser sacrificados en un nuevo frente de Aragón para intentar salvar a España de una extrema derecha que todo el mundo prefiere siempre antes que renunciar a su unidad territorial. Está en nuestras manos volver a desafiar nuestra propia historia, soltar lastre, reorganizarnos y hacer camino por nuestra cuenta.
EL MÓN