Una de las expresiones más famosas de Kant dice: “Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. (…) La primera (…) aniquila, por así decir, mi importancia como ser criatura animal que tiene que devolver al planeta (sólo un punto en universo) la materia de donde salió después de haber sido provisto por breve tiempo de energía vital (no se sabe cómo). La segunda, en cambio, eleva mi valor como inteligencia infinitamente, en virtud de mi personalidad, en la cual la ley moral me revela una vida independiente de la animalidad, incluso de todo el mundo sensible” ( Crítica de la razón práctica).
Hoy sabemos bastante más de estas “dos cosas”, pero la admiración que despiertan se mantiene viva, quizás incluso más que en los tiempos de Kant. Tanto la cosmología como la ética y el comportamiento humano –hoy vinculados a la evolución y a las neurociencias– resultan mucho más fascinantes que hace tres décadas. Las dimensiones del cosmos y de nuestros cerebros se han hecho mucho mayores y complejas que lo que se creía en los tiempos de Kant.
1. El cielo estrellado. Cosmología. La parte principal de la energía del universo, nos dicen hoy los investigadores de este ámbito, está vinculada a un vacío cuántico del que todo deriva. De entrada, eso parece bastante antiintuitivo. Pero sólo lo es si nos mantenemos en las perspectivas de la física clásica y, sobre todo, de las “intuiciones” de nuestros cerebros. Unos cerebros que no dejan de ser unos productos macroscópicos generados por la evolución de la vida en este planeta perdido que orbita en una estrella vulgar de una galaxia. Y estos cerebros no intuyen nada bien aquello de lo que nos habla la física cuántica, una teoría que se ha revelado muy exacta y con muchas aplicaciones prácticas, pero que se escapa de nuestra imaginación visual. La cosmología actual sigue profundizando en el proceso de “descentramiento” de los humanos, no sólo sobre la posición que ocupamos en el cosmos, sino también sobre las ideas que tenemos del mundo. Podemos ver este descentramiento en cinco etapas: 1) un universo geocéntrico, 2) un universo heliocéntrico, 3) un universo relativista que relaciona la materia y espacio-tiempo, 4) un universo cuántico (principios de superposición y entrelazamiento), y 5) un universo cuántico en proceso de expansión acelerada que contiene materia y energía oscuras. Las fluctuaciones cuánticas de la energía del vacío serían el origen del universo (o multiversos). Conclusiones sorprendentes y magníficas.
2. La ley moral. Filosofía, evolución, neurociencias. Kant ha pasado a la historia como uno de los principales filósofos de la moralidad. Sin embargo, pertenece a un tiempo anterior a la revolución darwinista, la genética, la primatología y las neurociencias, las cuales inciden en la concepción que hoy tenemos de la moralidad de los humanos. Probablemente hoy Kant reformularía las versiones “universalistas” de la moralidad que tienden a desterrar el emotivismo, el pluralismo y la vinculación de los humanos en el “mundo sensible”. Hoy sabemos que nuestros cerebros son fruto de presiones evolutivas orientadas a la supervivencia; cerebros que “saben” muchas más cosas que nosotros (Leibniz ya señaló la importancia de las percepciones inconscientes para explicar el comportamiento humano); sabemos que nuestra conciencia es menos eficiente en términos energéticos que los circuitos inconscientes, pero nos aporta flexibilidad práctica; que nacemos con programas especializados para “estar en el mundo” a través de miles de módulos neuronales que luchan entre ellos; que la conciencia no interviene mucho en nuestras decisiones cotidianas, o que las emociones tienen un papel clave en las decisiones morales.
La epistemología, en cambio, ha radicalizado aquello que Kant sugirió hace más de dos siglos: lo que captamos del mundo es una construcción de nuestros cerebros, incluidas las percepciones del tiempo o de las ondas electromagnéticas que denominamos “luz”. El cerebro ejerce un papel activo en la construcción de “nuestra realidad”. “Pensar” es una actividad situada a menudo más allá del control cognitivo consciente. Es decir, no es sólo que estemos condenados a “pensar sin conocer” sobre determinados objetos (el mundo, el alma, Dios), como comenta Kant en la “Dialéctica trascendental” de la Crítica de la razón pura, sino que también “conocemos sin pensar” –conocimientos de origen evolutivo anteriores al lenguaje y a la humanidad–. Una humanidad que, como Kant intuyó, está programada para la interacción social, pero desde una insociable sociabilidad (¡otro concepto kantiano magnífico!): a menudo queremos ser sociales, queremos llegar a consensos, pero nuestra naturaleza quiere otras cosas. Lo dice el actor-rey de Hamlet: “Nuestros pensamientos son nuestros. Los propósitos de nuestros pensamientos siempre van por su cuenta” (A3, E1).
La conclusión es que lo que consideramos “real” y lo que consideramos “humano” se ha movido de sitio, se ha transformado. A Kant probablemente le hubieran entusiasmado los conocimientos actuales de cosmología, evolución y neurociencia. (Si les interesan estas cosas, unas referencias: Chown i Krauss para física-cosmología; Gazzaniga i Eagleman para neurociencias.)
La Vanguardia