Tras cuatro años de sufrimiento reiterado, con la correspondiente lapidación pública en la gran plaza de España en la que se ha convertido este Estado, Tamara Carrasco ha sido absuelta de los cargos que pesaban sobre ella, noticia totalmente inexistente para los medios de comunicación que más se distinguieron a la hora de ensuciarla con todo tipo de mentiras, castigando también a familiares y amigos con una misma preocupación y dolor. Felizmente, no ha sido el único caso -y confiamos en que no sea el último- de persona encausada por los delitos de terrorismo y rebelión que ha sido absuelta de las imputaciones que se le adjudicaban, a menudo con mentiras, pruebas falsas y manipulaciones de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado.
Son ya una cuadrilla, pues, las personas que han sido puestas plenamente en libertad después de haber sido víctimas de acusaciones plenas de engaños, intoxicaciones y exageraciones de todo tipo, después de que la policía nacional o la guardia civil haya confundido sus deseos con la realidad, convirtiendo pirotecnia de fiesta mayor en arsenal de la Baader Meinhof, Brigate Rosse, ETA o IRA.
Y, a pesar del evidente manoseo del material presentado como prueba inculpatoria, ningún miembro de los cuerpos de seguridad ha sido objeto de la más mínima sanción o correctivo, a pesar del ridículo evidente y la chapuza constante de su profesionalidad, actitud acompañada muy a menudo por el propio entusiasmo incriminatorio de ciertos estamentos de la justicia española contra los CDR o frente a comportamientos habituales en los huelguistas de otros lugares de la península, Francia o Alemania que no son, obviamente, independentistas catalanes.
En ocasiones se ha hablado de la escasa independencia existente entre el gobierno de España y la administración de justicia y sus órganos y tribunales más destacados, como explicación de determinadas interpretaciones de las leyes, efectuadas por juzgados y magistrados. No creo, y lo digo en serio, que la afirmación sea del todo cierta, porque estoy convencido de que ni el Tribunal Constitucional, ni el Supremo, ni los diferentes Tribunales Superiores de Justicia, ni el Consejo General del Poder Judicial dependen, exactamente, del actual gobierno autodenominado socialista o de progreso.
Más bien lo que ocurre es otra cosa. La politización ultraconservadora y la carga ideológica nacionalista española que soporta toda la estructura judicial es tan considerable que es esto lo que lo justifica y explica todo. Es decir, los jueces, magistrados, fiscales, abogados del Estado, secretarios judiciales y personal administrativo y de servicios adscrito a la administración de justicia, no necesitan, en absoluto, ninguna dependencia jerárquica, indicativa de orientación o simple correa de transmisión del poder ejecutivo para aplicar su concepción de la justicia.
En realidad, un número muy significativo de dichos cargos es, realmente, independiente, ya que tiene formada su propia opinión sobre la realidad política y la interpretación que debe hacer de las leyes vigentes, las resoluciones adoptadas y las sentencias firmadas, al margen de lo que piense el gobierno de turno. Hacen acción política a la sombra protectora de las leyes, de acuerdo con su partido, el partido judicial. Y su opinión tiene todos los fundamentos puestos en una visión unitaria y uniforme del Estado español, por lo que la idea de la llamada “unidad de España”, la integridad territorial del Estado, es no sólo superior a cualquier ley, norma o disposición, sino que también es anterior a la misma legalidad tenida por democrática.
Todas las leyes, desde la propia Constitución, hasta la última de las aprobadas por un parlamento autónomo, se sitúan por debajo de la noción sagrada de unidad de España, bendecida, además, por la Conferencia Episcopal Española, puesto que los obispos católicos la consideran un “bien moral superior”. ¿Superior a qué?, podemos preguntarnos. Pues, superior a todo, a cualquier otra consideración.
No es extraño, pues, que en las altas instancias de la Unión Europea, sobre todo judiciales, ya les empiecen a tener tomado la medida, una vez han probado la arrogancia de comportamiento, la chulería en el trato, la incompetencia plurilingüe, la mediocridad profesional y la escasa proximidad emocional e ideológica con los principios y valores democráticos de los marcos legales de los países de tradición y cultura democrática.
Por eso, en general, y haciendo todas las excepciones que haya que hacer, la injusticia española es injusta por definición, por vocación y por voluntad, porque, contrariamente a lo que es habitual en los Estados de larga y continuada historia democrática, su objetivo prioritario no es preservar, defender y reforzar las libertades básicas y los derechos fundamentales de las personas y de los pueblos, sino hacer imposible legalmente una alteración de las fronteras del Estado, impidiendo, cueste lo que cueste, el ejercicio del derecho de autodeterminación.
Ah, y para reforzar la tesis anterior, otro día hablaremos de “Justicia y lengua”, así, en singular, porque la justicia española sólo tiene una lengua: la suya. Aquí y allá.
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