El revuelo mediático ocasionado por la muerte de la reina Isabel II permite rememorar a una navarra que, en el siglo XV alcanzó también el trono de Inglaterra: la infanta Juana
Yacente de Juana de Navarra en su tumba de la abadía de Canterbury.
Hija de los reyes Carlos II y Juana de Valois, nació en Estella a finales de mayo de 1369. Como el resto de las infantas navarras de la época, lo más probable es que se educase en el convento de las Clarisas, famosas por sus conocimientos. Quizás su abadesa, doña Balduina Elías, le enseñaría a leer y escribir, a comportarse en la corte y a ser una buena cristiana. No se pedía más a una princesa.
Fueron aquellos unos años muy difíciles para la corona navarra, empeñado como había estado el rey Carlos en defender sus derechos al trono de Francia, arrebatado a su madre –como él mismo declaró públicamente- por el mero hecho de haber nacido mujer. La derrota de sus tropas en 1364 en la batalla de Cocherel supuso el fin de esa reivindicación concreta, pero no del deseo de seguir manteniendo un importante papel político en aquel país.
Armas de Navarra en el dosel pintado de la tumba de Enrique IV y Juana en Canterbury.
Porque poseer importantes territorios en Normandía, que llegaban casi hasta los alrededores de París, le permitió poner en práctica un complicado equilibrio entre las dos superpotencias –Inglaterra y Francia- que combatían en lo que acabó conociéndose como la guerra de los Cien Años. Arrebatarle esos dominios fue el objetivo principal de su archienemigo y cuñado: Carlos V de Francia.
Para ello no dudó en impulsar una falsa leyenda negra contra el rey de Navarra, que llegó a su cénit cuando en 1378 lo acusó de haber querido envenenarlo, convirtiéndolo así en reo de alta traición, lo cual conllevó la confiscación de todas sus posesiones normandas. No obstante, Carlos II jamás perdió la esperanza de recuperarlos algún día. En ese sentido, el proyecto de boda entre su hija Juana y el duque de Bretaña en 1386, fue quizás uno de sus últimos intentos de seguir manteniendo influencia en aquellos territorios.
Porque sobre todo en los años que van de 1370 a 1378, uno de los planes más sorprendentes de la contienda entre navarros, franceses e ingleses fue el de privar a Francia prácticamente de toda su costa atlántica, de manera que desde Navarra al sur, pasando por la expansiva Aquitania inglesa, el ducado de Bretaña y los dominios normandos de Carlos II al norte, casi se partiría el territorio francés en dos. Sin embargo, los avatares de la guerra impidieron que esa alianza anglo-bretona-navarra se pudiera llevar a cabo.
Coronación de Juana de Navarra como reina de Inglaterra el 25 de febrero de 1403, Pageants de Richard Beauchamp. Hacia 1439.
Quizás el matrimonio de una infanta navarra con el duque de Bretaña tendría pues el lejano propósito de reactivar aquella confederación. Porque, tristemente, la vida de una princesa en la Edad Media era –casi siempre- poco más que otra baza geoestratégica con la que jugar en el tablero político. Carlos II murió al año siguiente, con su reino arruinado tras tantos años de luchas contra países mucho más poderosos que Navarra, y sin siquiera poder pagar la dote de su hija, fijada por el futuro marido en la astronómica cifra de 200.000 francos de oro. El duque exigió también que se le demostrase que la novia tenía 16 o más años de edad (para que pudiera darle muchos hijos) y que no padecía ninguna enfermedad contagiosa (pánico a la peste, que en 1348 había diezmado el continente).
El caso es que Juana de Navarra fue duquesa de Bretaña hasta 1399 y dio, en efecto, muchos hijos a su marido, Juan IV: nada menos que 9. Pero enviudar no fue el único giro que dio su vida. Pues aquel mismo año, los duques habían acogido bajo su protección a un exiliado noble inglés: Enrique de Bolingbroke, que regresó al poco a su país para derrocar a su primo, el rey Ricardo II, alcanzando así el trono de Inglaterra con el nombre de Enrique IV. Durante ese tiempo que convivieron en Bretaña debieron gustarse, porque en 1403, el también viudo rey Enrique pidió su mano.
Llevaron las negociaciones en secreto para que nadie pudiera oponerse y porque ambos tenían ya 35 años, así que puede que su unión –sorprendentemente en aquella época- sí que fuera por mutuo amor, y no por conveniencia política, pues ella tuvo que abandonar Bretaña, que quedó gobernada por su hijo mayor, y mudarse a Inglaterra, donde ambos esposos convivieron en armonía durante diez años, hasta la muerte de Enrique en 1413. No tuvieron hijos, pero ella trató como propios a los del primer matrimonio de su esposo, entre ellos al que llegaría a ser el famosísimo Enrique V (el de la obra teatral de Shakespeare), de quien llegó a ser regente en 1415, mientras él destrozaba a la caballería francesa en la batalla de Agincourt.
Sin embargo, en un proceso que recuerda muchísimo al de la falsa leyenda negra creada para ilegitimar a Carlos II, y quizás influido también por los nobles ingleses, que la vieron siempre como una extranjera rodeada de servidores bretones y navarros que podían además ser espías, Enrique V acusó a su madrastra de haber querido envenenarlo, confiscó todos sus bienes y la mantuvo prisionera en lejanos castillos del norte. De hecho, sigue siendo la única reina de Inglaterra condenada en firme por hechicería.
Escudo sobre la tumba de Enrique V con las armas de su madrastra Juana de Navarra.
En otro giro inverosímil del destino, cuatro años después, en su lecho de muerte Enrique la perdonó y le devolvió todas sus pertenencias, viviendo Juana en paz desde entonces -aunque retirada ya de la política- hasta el año 1437. Ella fue sin duda quien encargó y diseñó la hermosa tumba conjunta de alabastro para sí misma y Enrique IV que todavía puede verse en la abadía de Canterbury, cubierta por un dosel pintado donde campean orgullosas las armas de ambos conyugues, las de Inglaterra y las de Navarra, acompañadas por el lema heráldico de Juana: “À temperance”, que podríamos traducir como “Con prudencia”. Aunque no acaba ahí su influjo, pues tan sorprendentemente como todo lo anterior es que sobre la tumba de su hijastro, Enrique V, permaneció durante siglos un escudo funerario ahora conservado en el museo de la abadía de Westminster, en cuyo reverso pueden verse las armas de Navarra. Esto es: las de la madrastra a la que había mandado primero perseguir luego perdonar.
¿Miedo a alguna maldición “sorguiñescamente” eterna por parte de Juana de Navarra? No, quizás sea sólo que el broquel está forrado con seda de calidad imperial, proveniente de China, un tejido que ya tenía muchos siglos de antigüedad cuando se utilizó para decorar ese escudo en el siglo XV. Un objeto suntuario de primera categoría por tanto, que sigue recordándonos hoy en día a una mujer navarra –hubo otra antes que ella: la infanta Berenguela, casada con Ricardo Corazón de León en 1191- que, partiendo de su Estella natal, llegó a ser reina de Inglaterra.
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