Joseph Roth acertó

En época del imperio austrohúngaro, los judíos no eran llamados al ejército. Tampoco en la Rusia zarista. «Apoyaban con gran alegría la infamia de no tener que hacer el servicio [militar]. Cuando se les anunció con gran honor poder luchar, hacer instrucción y caer muertos, reinó el duelo entre ellos», escribe Joseph Roth. Se habían convertido en pacifistas. Su religión les impedía llevar un arma durante el sábado o levantar la mano contra una persona desconocida, inocente. Es lo mismo que hoy hace que los israelíes judíos ortodoxos no vayan a pelear a Gaza. Hace un siglo, en Europa oriental, muchos optaron por la automutilación o sobornaron a los médicos militares o emigraron a América. Así lo ha explicado Roth en el ensayo periodístico ‘Judíos errantes’, traducido (al catalan) por Pilar Estelrich y Arce (Adesiara). También acaba de salir su recopilación ‘Tres relatos’ (L’Avenç), en traducción (al catalán) de Raül Garrigasait.

En ambos libros planea una contradictoria y nostálgica mitificación del mundo de antes de la Primera Guerra Mundial, con José I como emblema. Roth critica sus detalles, pero admira su mezcla y respeto a la pluralidad de identidades, lenguas y religiones (sin renegar nunca de la condición de judío, fue acercándose al catolicismo). Fue amigo de Stefan Zweig, otro glosador del mundo de ayer. Espíritus libres, cultos y sensibles, ni uno ni otro supieron o quisieron vivir la época trágica de los totalitarismos. Veían a venir el desastre.

Roth nació en una familia judía liberal en lo que hoy es la Ucrania fronteriza con Polonia, en la Galitsia oriental, donde tuvo una educación en alemán. De joven simpatizó con el socialismo y fue a las trincheras como soldado, dejando a medias los estudios universitarios en Viena, donde volvió una vez terminado el conflicto y empezó su carrera de periodista. Pronto se trasladó a Berlín y pasó a ser una firma estrella. Se había casado en 1922, pero a su esposa le salió esquizofrenia. Viajó mucho, haciendo de periodista y publicando novelas. Con la llegada de Hitler al poder, lúcido y pesimista, se marchó a París en 1933, donde murió alcoholizado en 1939.

Publicado en 1927, el final de ‘Judíos errantes’ Roth es premonitorio: «Con la generación que ahora va creciendo en las Juventudes Hitlerianas no podrán vivir experiencias satisfactorias ni los judíos, ni los cristianos, ni los europeos conscientemente cultos. Es la semilla del dragón de Jasón la que va a brotar». Denuncia, al mismo tiempo, el destino de tantos «sin papeles» en una Europa cada vez más nacionalista: «Deber estar en constante movimiento y no poder moverse». Recuerda que antiguamente al caminante se le preguntaba dónde iba, no de dónde venía. E ironiza con la profusión de sociedades protectoras de animales y la ausencia, en cambio, de sociedades protectoras de seres humanos. «Los que torturan a animales son castigados, y los que torturan personas son condecorados». «No es raro que la sociedad protectora de animales sea más popular que la Sociedad de Naciones».

Hoy hemos vuelto al punto de partida: cierre de fronteras, miedo a la diferencia y la pluralidad de identidades, más animalismo que humanismo, y una ONU a la que toman por el pito del sereno. Vuelve la militarización y en algunos países el servicio militar obligatorio.

A Roth le atraían los perfiles apátridas, anacionales o «supranacionales», como el noble decadente del cuento ‘El busto del emperador’, un noble que hablaba casi todas las lenguas de Europa y tenía amigos y saludados dispersos por el continente, pero que amaba y protegía los campesinos pobres de su pueblo. Al terminar la guerra, se encontró con que ya no era austríaco, sino polaco. A los protagonistas de los otros dos relatos, un jefe de estación y un corralero, la Historia con mayúsculas también les pasa por encima, pero con suerte diversa. Como ven, a Roth le interesaban las personas concretas en medio de los grandes hechos. Él debió sentirse así, impotente, arrastrado. A su funeral en París, por el rito católico pero bajo la dirección de un rabino, asistieron desde monárquicos legitimistas hasta socialistas y comunistas. Una mezcla que hubiera sido muy de su agrado. Entonces, como ahora, las mezclas vuelven a estar mal vistas.

ARA