La ‘Bienal de Pensamiento Ciudad Abierta’ intenta encontrar una filosofía para la ciudad y en Núvol estamos hablando ampliamente de ello. Jordi Graupera es un filósofo que quiere ser alcalde de Barcelona y, en muchos aspectos, su idea de Barcelona es la cara B de la Bienal, una visión donde la catalanidad de la capital -con todos los matices y toda la pluralidad, dice él-, no es un aspecto secundario de la ciudad, sino que es absolutamente central para solucionar sus problemas. Además, Graupera también habla constantemente de cultura, con un eslogan llamativo como “matar el catalanismo” que sólo se entiende desde la perspectiva cultural. Esta no es una entrevista sobre estrategia electoral, sobre proceso ni sobre independencia: hablamos de una idea de Barcelona, de los problemas de la cultura barcelonesa de hoy, del rol político de Barcelona en el mundo y de la relación de la ciudad con sus raíces históricas.
Graupera llega a la redacción acompañado de su jefe de prensa. El Graupera alcaldable siempre lleva corbata y americana y tiene cara de llevar un peso muy grande encima. No tenemos niños para besar, pero nos da la mano a todos. Los que le rodean dicen que, desde que se ha embarcado en este proyecto, de vez en cuando le sale una mirada de filósofo existencialista. Yo sabía que Graupera habla y escribe largo y no me ha decepcionado: esta es la entrevista más larga que he firmado en mi vida pero, por cómo fue la conversación, tenía que ser así. Graupera es de esas personas que podría escribir un libro dictando, porque cuando va por la tercera subordinada y piensas que ha perdido el hilo, lo religa todo de nuevo. Un pequeño momento de orgullo periodístico fue hacerle decir “esta pregunta es muy difícil y muy importante, ¿me das 5 minutos para pensarla?”. Cuando la respondió quedó claro que se la había pensado.
– Desde la mirada de filósofo, ¿qué ves cuando miras una ciudad?
– Una ciudad es allí donde se hacen comprensibles las relaciones sociales, donde salen del hecho íntimo. En las poblaciones más pequeñas las relaciones están muy afectadas por el hecho familiar y las historias particulares. En cambio, cuando tú te cruzas con alguien por la calle en Barcelona, la única información que tienes es que esta persona se rige por las mismas normas que tú. Si no te las muestra, no sabes ni su orientación sexual, ni su religión ni su posición económica. Pero también ocurre lo contrario: como la ciudad es una serie de personas que repiten una serie de rituales reconocibles, no hay nunca un anonimato total: no vas por la calle ciego, también ves el trasfondo cultural, de qué naturaleza están hechas las relaciones, cómo la gente se inventa y expresa personalidades, etc. En la ciudad la libertad toma un significado muy intenso, hay una gran sensación de libertad.
– Esta es la idea de ciudad. ¿Qué pasa con el hecho material, con los edificios y las calles?
– Cuando miras una ciudad, ves un objeto que tú no tienes sino que te tiene a ti, vives en el interior de este objeto. El urbanismo de la ciudad se te abre como una afirmación de valores de fondo. Como siempre digo, tú sabes que estás en Barcelona cuando un hombre y una mujer pueden ir a pie de un barrio a otro de manera segura y encontrar siempre cinco cosas: una vivienda, una tienda, un lugar de trabajo, un equipamiento y un árbol. Si tú vas por un sitio y te encuentras estas cinco cosas mezcladas, sabes que estás en Barcelona. No sólo eso: los barceloneses percibimos esta relación con el paseo como una manifestación de nuestra libertad. En otros lugares, como en Estados Unidos, todo el mundo vive en un lugar y compra en otro, moviéndose con el coche. Para ellos eso es la libertad: un punto de asocialidad es la quintaesencia de libertad. Para nosotros es al contrario, nos hacen sentir libres los barrios donde todo está pasando de manera revuelta. En los lugares donde esto no se da, sientes que Barcelona te falta.
– Y desde el punto de vista político, ¿hay algo específico de las ciudades?
– Las ciudades son un lugar de resistencia política. Justamente porque hay una danza cotidiana entre la libertad de uno y la del otro, tradicionalmente las ciudades siempre han sido el lugar donde el espíritu democrático se ha defendido de manera más intensa. La historia del Estado moderno europeo es una historia donde primero la aristocracia y después la oligarquía intentan controlar las ciudades. Esto ha sido exitoso durante 3 o 4 siglos porque la tecnología militar lo permitía, pero ahora estamos en un contexto donde esto está dejando de pasar. Esto no quiere decir que no haya estados fuertes pero, por primera vez, tal vez desde el Renacimiento, los valores que hacen que la economía funcione, que el poder se extienda y que la creatividad tenga una oportunidad, vuelven a ser los valores de las ciudades. Esto hace que puedas tener un rol geopolítico importante aunque no tengas un ejército detrás. Siempre es mejor tener un ejército, claro, pero las ciudades pueden ocupar un espacio protagonista como contrapoder de las derivas autoritarias de los estados y las oligarquías. Precisamente porque Barcelona hace mucho tiempo que no tiene un poder duro, hay unas dinámicas creadas que hacen que la mentalidad del barcelonés sea especialmente adecuada para combatir esta deriva autoritaria.
– Hasta aquí la ciudad en abstracto: ¿qué idea puede aportar Barcelona que sea relevante para el resto del mundo?
– Hasta hace relativamente poco, en el mundo existía la percepción de que democracia y crecimiento económico iban de la mano. Esto ha quedado negado por el ascenso de China. China ha demostrado que se puede tener un crecimiento económico sostenido en un Estado sin democracia liberal. Lo mismo se puede decir de Rusia que, a pesar de no tener un crecimiento económico fuerte, demuestra que se puede ser un agente geopolíticamente poderoso sin ser una democracia de calidad. La resistencia de Estados Unidos a este fenómeno ha sido Donald Trump que demuestra, por una parte, que los Estados Unidos son una democracia, porque Trump se presenta a unas elecciones contra las élites y los medios de comunicación y gana, pero, por otro, la propuesta que él hace es populista y autoritaria y, en cierto modo, la alternativa de las élites contra las que se presentó también lo eran. En este contexto, ¿qué pueden ofrecer Europa y Barcelona al mundo? Europa no tiene un mercado como el chino, no tiene un ejército como el americano, no tiene pretensiones imperiales como Rusia, no tiene materias primas, no tiene juventud… pero sí puede ofrecer una libertad de más calidad o, si quieres decirlo políticamente, una democracia de más calidad. Esto es así porque en nuestra historia hemos derramado tanta sangre que podemos llegar a suponer que el europeo está dispuesto a defender esta libertad con su vida. Hay dos alternativas: una Europa concebida como una Suiza en grande, es decir, una Europa donde los procedimientos democráticos lo anclan todo, o bien una copia barata de China.
– ¿Y no nos estamos moviendo en la dirección de la copia barata?
– Desgraciadamente, los eurócratas se han dejado seducir por la propuesta china y creen que una deriva más autoritaria y tecnocrática no es un problema muy grande, ya que el continente irá tirando porque somos unos hedonistas y hemos perdido el sentido. Yo creo que es un análisis nefasto porque, políticamente, lleva a un callejón sin salida y, humana y socialmente, nos lleva a un estado de decadencia depresiva creciente. Contra esto existe la posibilidad de demostrar que crecimiento económico, vida, tradición cultura, futuro, tecnología etc., se pueden encuadrar con la idea de libertad. Esta es la idea que puedes exportar al mundo, aunque sea sólo a través del ejemplo.
– ¿Y Barcelona puede ser este ejemplo?
– Barcelona tiene un lugar privilegiado para serlo. Todos los estados europeos provienen de una ira, de una violencia, de un genocidio, de una supresión de la diferencia que hace que aquellos que tienen el poder ostenten un nacionalismo banal lleno de puntos ciegos que les impiden ver la opresión de sus minorías. Es cierto que Barcelona ha sido una ciudad imperial y transmite esa sensación de poder en ‘les drassanes’ (los astilleros), en Santa María del Mar e incluso en el intento de la Sagrada Familia de poner la historia sobre la mesa pero, por otro lado, ha sido una ciudad sometida y ocupada durante tres siglos, su cultura ha sido minorizada por un Estado y ha percibido qué pasa cuando el que tiene el poder es ciego a la diferencia. Por lo tanto, Barcelona tiene la capacidad de entender cuál es el quid de la cuestión de esta democracia de más calidad.
– Si esta idea de libertad es tan buena, ¿cómo es que se está degradando?
– En el interior de todas las ciudades de Occidente está habiendo una crisis de identidad que se ve claramente, por ejemplo en las series. La oferta que hacía el estado liberal moderno democrático para que pudiéramos vivir en libertad no está funcionando y se está produciendo un despertar. Cuando pensábamos que el feminismo estaba doctrinalmente resuelto, reemerge con un discurso muy potente que dice “no lo está entendiendo, hay unas cuestiones de fondo que no se están dirigiendo”, al igual que con el discurso de minorías raciales, étnicas, religiosas, los movimientos de autodeterminación, etc. La crisis de fondo también se expresa individualmente: paseas por la ciudad y ves todas las promesas materiales más o menos cumplidas, en el sentido de que nuestros abuelos habrían estado gratamente sorprendidos de la vida que tenemos, y, sin embargo, hay una carencia espiritual o cultural que tiene que ver con eso que llamamos identidad. El ciudadano occidental está buscando una manera de poder expresarse con total libertad sin tener que hacerlo a través de las opciones que el poder le está dando. Pienso muchas veces con la película de Woody Allen, ‘Vicky Cristina Barcelona’, que es horrorosa, pero en la que Woody Allen ve cosas que están bien. En la tensión entre Penélope Cruz y Scarlett Johansson late una necesidad de romper con el corsé de unas expectativas que no se están satisfaciendo. Barcelona tiene un rol que jugar en el mundo como espacio ejemplar donde la democracia, la protección de los derechos y el desarrollo de la vida pueden ser mejores.
– El último libro de Richard Sennett, uno de los invitados estrella de la Bienal, habla de esta tensión y la resuelve con un concepto que da nombre al festival: Ciudad Abierta. ¿Cuál es el adjetivo de tu idea de ciudad?
– La que me gusta usar a mi es “creativa”. Lo que pasa es que entre la emprendeduría y la autoayuda la han acabado convirtiendo en algo que no sirve de nada. Pero hay una manera de explicarlo a través de Barcelona y el Eixample (Ensanche), que es el ejemplo perfecto. Por un lado, el Eixample es planificación, una voluntad burocrática e igualitaria de hacerlo todo igual para que sea fácil de manejar y ordenar. El plan Cerdà triunfa en parte porque tiene que ver con la dominación de la ciudad: calles más anchas y ortogonales hacen más fácil el control. Pero una generación y media después de Cerdà vino el modernismo e hizo con esta planificación lo que él no habría pensado: edificios maravillosos que apelan a la imaginación por encima de otras cosas. La tensión entre la planificación y el genio creativo, entre la ciencia, el higienismo y la racionalidad de Cerdà, y la imaginación, la fantasía y los valores burgueses de los modernistas, igualitarismo versus excelencia, administración versus creatividad, predicción versus impredecibilidad… cuando hay eso Barcelona brilla, revienta y aparece una ciudad maravillosa. En Barcelona está el muro que separa la pared de la Casa Ametller de la Casa Batlló donde se encuentran los dos modernismos frente a frente: el de Puig i Cadafalch, que es europeo, político y racionalista, y el de Gaudí, que es imaginativo, sensual y mediterráneo. La ciudad siempre está tensada y lo único que puedes intentar es que lo esté por las razones correctas. Para mí, esto es la creatividad.
– Según tu diagnóstico, Barcelona ha perdido esta tensión creativa. Hace poco hablabas de “superar el fetiche del maragallismo”. ¿Crees que el maragallismo no representó esta misma creatividad que ahora pides?
– Pasqual Maragall se encontró con un momento histórico que tiene dos características principales: la primera es el fin del franquismo a lo largo del cual Barcelona ha sufrido una destrucción no sólo militar, también social, arquitectónica y urbanística. Hubo una voluntad explícita de reducir Barcelona a su mínima expresión. La segunda es la sensación extendida por todo Occidente de que había llegado el final de la historia. Occidente se creyó desde finales de los 80 hasta el 11 de septiembre de 2001 que la historia había terminado y que nos podíamos permitir el lujo de ignorar los conflictos surgidos de la historia porque todo avanzaba en un progreso a través del cual todas las ciudades convergerían en el mismo horizonte. Esto no sólo lo creyó Maragall, lo creyó mucha gente, pero eso no era verdad: el conflicto siempre vuelve y ocultarlo siempre es un mal negocio porque te hace más débil en vez de más fuerte.
– ¿Y qué hizo Maragall ante este conflicto?
– Maragall vio lo mismo que yo he visto: que la pared que separa la casa Ametller de la casa Batlló es oro puro, pero lo que hizo fue vaciarla de su significado histórico, porque era conflictivo, y empaquetarlo todo de manera muy bonita para que las hordas internacionales pudieran comprarlo sin pagar ningún coste. Cuando tú haces unos Juegos Olímpicos el mundo te mira, y tienes que intentar decir algo inteligente. Hay ciudades que no lo han aprovechado para hacer algo inteligente, como Atenas, y otros que sí, como Tokio. Tokio enseñó que se podía ser de clase media y tener productos Sony, y durante los 20 años siguientes se comieron el mercado. Barcelona enseñó el turismo, y eso es una pena porque la mirada del turista es una mirada que está vacía de significado. El turista se acerca al objeto con una relación puramente sensual y Barcelona ha adoptado esta mirada vacía sobre ella misma.
– ¿En que se tradujo esta mirada vacía sobre la ciudad?
– En el interior de Barcelona competían dos sistemas culturales politizados. Por un lado estaba el pujolismo, basado en no avivar el conflicto y vivir la mediación entre la nación catalana y el Estado español, garantizando que nada se saliera de madre. Esto hizo que toda nuestra tradición cultural que, necesariamente, debe ser explicada a través de un conflicto, se folklorizara, se banalizase, o se ocultara, encaminándolo todo hacia el costumbrismo. El costumbrismo es un espacio retórico desde donde puedes explicar cualquier cosa y nada es conflictivo. Esta fue, por ejemplo, la lectura que durante mucho tiempo se hizo de ‘La plaza del diamante’, una novela profundamente política que durante mucho tiempo se leyó como una novela costumbrista porque era la manera de convertirla en algo inofensivo. Esto era en el pujolismo y la tarea cultural de nuestra generación ha sido recuperarnos de esto. Comenzó con la recuperación de ‘Incierta Gloria’ hace 15 años, ha pasado recientemente con Rodoreda, con Bauçà y ha pasado últimamente con Rusiñol, gracias al ensayo que ha publicado recientemente Raül Garrigassait que nos los ha salvado de ser un Manelic (*) y los ha devuelto a la tradición. El pujolismo alimenta el olvido porque la presencia de estos autores es dinamita.
– Pujolismo encubierto. ¿Y el maragallismo?
– Frente al pujolismo, el maragallismo era un sistema cultural que intentaba hacer de contrapeso para conseguir una suma cero. Trataba de escindir y separar la conexión de Barcelona con el resto del país porque era una manera de contrarrestar el pujolismo y la tradición cultural que venía de aquí. También alimentaba un sistema clientelar de artistas y creadores paralelo al del pujolismo que trabajaba -el maragallismo- por la aparición de autores que fomentaran la asimilación cultural de Cataluña dentro de España. De hecho, los Juegos Olímpicos son un pacto en el que Barcelona se españoliza a cambio de que le dejen hacer pan y circo. Entonces tenemos un sistema al revés en el que la política alimenta la cultura comprándola para que no moleste al dueño cuando debe ser al contrario: la cultura libre debe alimentar la política. Quién lo ha conseguido en Barcelona han sido, por un lado, unos genios solitarios que, contra todo y todos, han hecho un hueco bestial, o los que han apostado por la marginalidad y que después hemos tenido que recuperar. También, en los márgenes de todo ello, ha aparecido una cultura viva que refleja toda la potencia latente de Barcelona: la vida cultural barcelonesa se ha alimentado de los márgenes que cada vez han ido haciendo más revuelo y que, por decirlo en términos técnicos, ‘mola cantidad’.
– ¿Qué se puede hacer para que todo esto que ‘mola cantidad’ vaya de los márgenes al centro de la cultura?
– Siempre digo que en las próximas elecciones nos jugamos los próximos 20 o 30 años. No digo que nos juguemos lo que pasará dentro de 30 años, sino cada uno de los 20 o 30 años siguientes. Necesitamos generar un ambiente, y yo creo mucho en los ambientes, en el que se deje de comprar un espacio de lealtades a partir de dinero público, se permita la politización del artista en libertad y se alimente el riesgo y el espacio cultural que genera este conflicto porque, si el conflicto no sale por ahí, saldrá por otro lado en forma de frustración. Observa que los productos audiovisuales de cultura de masas hechos en Barcelona que triunfan en todo el mundo siempre tratan temáticas adolescentes, como la relación entre enfermedad y bondad (Pulseras rojas) o el enamoramiento hormonal (Merlín). En cambio, los problemas adultos, que son problemas donde no existe nunca la solución buena y siempre hay que caminar por una fina línea entre el bien y el mal, plantean preguntas que a Barcelona le cuesta mucho hacerse porque, si las hiciera, saltarían los plomos de la dominación política. Perdón que politice la respuesta, pero Alfred Bosch tenía muchas más posibilidades de ser un buen alcalde que Ernest Maragall porque Maragall representa la creación de un muro alrededor de todas las preguntas difíciles. El maragallismo ha tenido una deriva de control social y, allí donde hay sumisión, no puede haber creatividad. Nos estamos jugando la regresión de Barcelona a la versión caricaturesca que creamos en los 90 o una Barcelona basada en la creatividad, el riesgo, la inteligencia y la impredecibilidad de la vida.
– Llegamos a la pregunta que, para mí es capital para entender qué diferencia tu filosofía política de ciudad de la que propone el gobierno Colau y, por extensión, la Bienal: en el contexto globalista postmoderno siglo XXI, ¿por qué debería ser mejor para el futuro de Barcelona religar con su propia historia y su especificidad catalana en vez de abrazar un cosmopolitismo postidentitario?
[Graupera y su jefe de prensa se miran. Ella le dice que esta es LA Pregunta y el entrevistado me pide cinco minutos para pensar. En una casualidad cósmica fácilmente poetizable, los niños de la escuela de al lado de la redacción están ensayando con flauta dulce un himno del gospel estadounidense con profundas raíces folclóricas: ‘When the Saints Go Marching in’. La respuesta es larga.]
– ¿Por qué sabemos que hay setas venenosas y otras comestibles con ajo y perejil? Porque alguien las probó antes que nosotros. Uno de nuestros instrumentos de supervivencia más importantes es la transmisión de la cultura. Por eso todo el mundo que tiene hijos está obsesionado por transmitir la experiencia a la siguiente generación. Esto cuenta. Hay algo muy interesante que pasa en los pisos de estudiantes: cuando gente diferente van a vivir juntos y se ponen a cocinar, hay quien corta el tomate dejando a un lado la hojita y la otra el trasero y, cuando llega otro que lo corta partiendo la hojita por la mitad, el primer exclama: “¿Pero qué haces!”. La transmisión de los gestos culturales importa, y no sólo tiene una utilidad sino que existe. Un ejemplo desligado de Cataluña: toda la conflictividad racial que hay en los Estados Unidos no se puede entender si no entiendes que sólo hace 150 años que se acabó la esclavitud. Esto sólo son tres o cuatro generaciones. Todavía hay gente viva que migró del sur al norte de Estados Unidos huyendo de las leyes Jim Crow. Lo mismo se puede decir del feminismo: son las herencias culturales las que explican los conflictos del presente y hacen posible la liberación. Si tú no eres consciente de ello, estás desarmado. Incluso con cosas aparentemente tan desvinculadas de la tradición como la especulación urbanística y la importancia de un chaflán. No puedes esperar que todo el mundo sea un arquitecto, pero comprender la importancia de un chaflán, su necesidad y su virtud, forma parte de nuestra tradición más profunda. La protección psicológica y social, la posibilidad de resistirte a la tentación de la especulación, necesita comprender la importancia de las cosas tales como un chaflán. El olvido de la raíz, porque la raíz existe lo quieras o no, te deja indefenso ante el buitre. Te conviertes en un cadáver cultural que el buitre puede explotar y te quedas totalmente indefenso. Esto invalida la pretensión falsamente cosmopolita según la cual puedes vivir la vida ignorando la raíz, porque hacerlo, en realidad, te deja a merced de la deshumanización y te hace incapaz de pensar el futuro. La proyección hacia el futuro debe estar pensada desde las posibilidades abiertas pero también desde las energías del lugar que vives. Si no puedes defender tu amor por el lugar donde vives es imposible tener esperanza y, si no tienes esperanza, estás a merced. Siempre hablo de la aparición de los centros comerciales en Barcelona como Heron City, Glòries o el Maremagnum, que es ajena a la tradición de la ciudad y es una forma de comercio que deshumaniza. Si la ciudad es la tensión entre ser anónimo y ser alguien, este modelo de centros comerciales bascula hacia el anonimato de manera tan radical que te destruye. Barcelona, si no es capaz de entender que Madrid y París necesitan que Barcelona sea una ciudad sin importancia, que Barcelona sea un botín tirado sobre la playa, no podrá ver cómo vienen a llevarse el botín: nadie lo defiende porque nadie sabe que es un tesoro. Por eso, cuando la alcaldesa Colau prioriza un eje con las alcaldesas de Madrid y de París porque pertenecen a su mismo espacio ideológico, está olvidando que las fuerzas económicas y las fuerzas políticas que se anclan en Madrid y París tienen la pretensión de destruir Barcelona. Es la razón por la que las oligarquías de Barcelona han ido a París a buscar a Manuel Valls: para que les dé el botín, para destruir la ciudad y que se la puedan repartir entre todos. El verdadero cosmopolitismo es una mesa donde todos tienen derecho a dar su opinión, la explicitación de la diversidad en un contexto en el que entiendes que tus puntos ciegos quedan complementados por la mirada de los otros. Lo que no es el cosmopolitismo es tener que ir a esta mesa y callar: esto es pedirte la muerte para poder vivir de tu vida. Una persona que quiera ser verdaderamente cosmopolita debe querer aportar algo al mundo y Barcelona debe poder aportar su diferencia. A menudo se pone el ejemplo de que los esquimales tienen no sé cuántas palabras para referirse a la nieve, o de profesiones, como cuando a un diseñador gráfico le dices “hazme esto de color azul” y él te mira y dice “¿… podrías ser más específico?”. Una cultura es como una seta, es el resultado de un choque con la realidad, y enfatiza las cosas que le ayudan a sobrevivir en su contexto climático, político, histórico, geográfico, etc. Este es también el drama del empobrecimiento de la lengua catalana en Barcelona, que deja a la gente indefensa para explicar las cosas que pasan y producir otras mejores. Barcelona ha de entender que nuestra herida viene de la historia y que, si la tenemos que curar en el futuro, debemos entender qué enfermedad es. El supuesto vacío del cosmopolitismo no existe: es como un agujero en la arena de la playa en el que el agua del mar siempre se acaba metiendo. Si tú vacías la ciudad de catalanidad, con todos los matices y toda su pluralidad, alguien lo llenará de otra cosa. Durante muchas décadas, el proyecto de Barcelona ha sido hacer ver que vaciaba la ciudad de todo cuando, en cuando, en realidad, se estaba llenando del poder del Estado español y de una voluntad de asimilación cultural que dejaba a todos indefenso y con una herida psicológica y cultural brutal.
– Hablemos de cultura a partir de la pregunta más barcelonesa que hay: ¿por qué no existe la gran novela de Barcelona?
– No sé explicarlo, pero me hace gracia porque es la pregunta equivalente a la conversación sobre el visado en Nueva York: vas a cualquier lugar y la gente siempre termina hablando de su estatus migratorio y, en Barcelona, todas las conversaciones del sector cultural terminan con la pregunta sobre la gran novela de Barcelona. No tengo respuesta pero lo que sí noto es que hay muchas cosas en Barcelona que nadie está contando y no serían necesarios muchos esfuerzos para explicarlas. ¿Por qué Baltimore puede tener una serie con una temporada que habla de los estibadores del puerto y Barcelona no tiene una serie o una novela negra donde se hable de ello, teniendo en cuenta que Barcelona es una de las ciudades donde más cocaína se consume de toda Europa y sería interesante saber por dónde entra? También sería interesante que alguien escribiera un ensayo sobre por qué se consume tanta cocaína en Barcelona. Si tú vas a hablar con asociaciones de vecinos, como la de la Barceloneta, en seguida te explicarán conflictos de tipo económico, lo que ocurre con las diferentes mafias que hay comprando locales y restaurantes generando orden y desorden en zonas del barrio y en cambio, yo tengo la sensación de que esto nadie lo está explicando: ni periodismo, ni ensayo, ni novela, ni televisión. Quizás la excepción es el documental o mundos underground como la poesía de bar o el recital pequeño, donde sí afloran estas cosas, pero siempre enmarcadas con el fetiche del barrio chino y los bajos fondos.
– ¿Por qué nadie explica estas cosas si no hace falta rascar tanto para descubrirlas?
– La respuesta que me sale de manera instintiva es que se debe a una carencia de libertad: cualquier cosa conflictiva que no encaja con debates que alimenten electoralmente a algún partido político no encuentra a nadie con la fuerza para explicarla. Seguramente me equivoco y la próxima generación descubrirá que, entre los autores actuales, existe ese párrafo, ese capítulo, aquel cuento o aquel cortometraje que ya está explicando esto y que no estamos viendo porque todo el sistema cultural está pensado para que no lo veamos. El otro día pensaba en Terenci Moix porque se habla poco de su obra y yo creo que tarde o temprano se hará un redescubrimiento tipo Rodoreda o Salas. Hay partes de su obra donde está explicando el conflicto político de fondo de la ocupación de Barcelona y, estés de acuerdo o no con sus postulados, lo está poniendo de manifiesto. Hasta que llega un momento, como hizo Néstor Luján, en que decide abandonar la explicación de este conflicto para formar parte del sistema. No estoy culpando a Terenci, es una crítica al sistema: hay mucha libertad personal y moral relacionada con consumo de drogas, libertad sexual, los adolescentes beben antes, fuman antes y salen de fiesta antes de que en muchos otros lugares de occidente… pero la paz social en Barcelona se aguanta por el silencio sobre los conflictos de fondo. Una anécdota que siempre cuento: cuando era pequeño mi abuela vivía en ‘Gaiexample’ y yo iba a dormir en su casa dos veces a la semana. Siempre que ella veía una pareja homosexual en la calle refunfuñaba y un día me enfrenté y le dije “qué más te dan dos hombres dándose un beso?”, Y su respuesta fue “a mí me da igual que sean dos hombres pero yo nunca me besé con mi marido por la calle”. Porque ella se había reprimido a ella misma, esperaba que los demás se tuvieran que reprimir. Creo que esto explica muy bien la cultura de Barcelona. La paz social se sostiene sobre esta autorrepresión, siempre nos han dicho que tú has de enviar la señal de que estás dispuesto a obedecer y, si no, eres un paria social. Esto lo sabe todo el mundo de manera instintiva, intuitiva, estructural. No sé si esto explica por qué no existe la gran novela de Barcelona o porque está y no la hemos visto, pero explica por qué nuestros artistas, que técnica y creativamente son muy buenos, o bien quedan en los márgenes o bien han renunciar a su conflictividad para poder aparecer en la esfera pública.
– ¿Con qué políticas culturales diferentes se puede reivindicar este conflicto creativo que defiendes?
– Los grandes olvidados de las políticas culturales de Barcelona son los creadores. Demasiadas veces, el reparto del dinero público ha ido a las instituciones o a los intermediarios y ha olvidado al creador. La vida de un creador en Barcelona no es fácil. El primer acto de primarias que hicimos fue en la Nave Bostik, donde llevamos a muchos creadores a hacer una mesa redonda, y todas sus respuestas hablaban de problemas materiales. Siempre que hablas con artistas, la conversación también termina aquí y se produce un bucle del que cuesta mucho salir: estas condiciones materiales, ¿limitan su libertad y audacia o pasa al revés porque viven en los márgenes? Esta pregunta nunca tiene respuesta completa pero seguro que hay una política de redistribución que ponga el énfasis en el creador.
– ¿Y cómo es que hemos llegado a olvidar tanto a los creadores?
– Porque cuando tú hablas del creador, necesariamente tienes que hablar de diferencias y decir “este es bueno y este es malo”: la excelencia, el talento o el trabajo son lo que importa. Nadie puede hacer este discurso en una Barcelona en la que hay una necesidad de igualar todo para no entrar en conflictos difíciles: los comunes no pueden porque su discurso no sale nunca del igualitarismo, los socialistas no pueden porque tienen un discurso que necesitaba comprar la disidencia. Pero es un discurso que tenemos que hacer: poner a los creadores en el centro, tanto desde el punto de vista espiritual, es decir, garantizarles la libertad, como desde el punto de vista material.
– ¿Y cómo se consigue esto?
– Debemos descentralizar: no puede ser que todas las decisiones se tomen en el ICUB, el MACBA y la Escuela de Bellas Artes. En Barcelona hay un montón de bibliotecas que son extraordinarias, un ejemplo de talla mundial a partir del cual podemos plantear un modelo en el que los escritores, poetas, dramaturgos, etc., creen en el interior de estas bibliotecas, donde exista que haya un programa de becas que incluya un salario anual en vez de los dos mil euros de turno de un premio. Jordi Puntí pudo hacer su libro sobre Xavier Cugat porque le dieron una beca en la biblioteca de Nueva York de las que le dan a unos cuantos escritores y ensayistas que conviven allí durante un año y les da acceso total el servicio de documentación, a un salario, a un despacho para trabajar, etc. ¿Nos podemos plantear que esto ocurra en Barcelona? A cambio de participar de la vida cultural de la biblioteca, claro, de presentar lo que está haciendo de vez en cuando y de montar eventos culturales.
– Hablas mucho más de cultura en tu campaña de lo que es habitual.
– La cultura no es cuantitativamente muy relevante en unas elecciones y esta es la razón por la que nadie habla nunca de cultura salvo cuatro tópicos en un discurso, pero para mí es esencial porque, cuando yo digo que nuestro problema político es un problema de cultura política, digo que es un problema cultural y que lo que necesitamos es fortalecer la cultura. Todo esto está directamente relacionado con los retos económicos que afronta la ciudad: en las próximas décadas, Barcelona se juega ser una ciudad de servicios, es decir, que la gente de aquí acabe viviendo de dar servicios a la gente que venga a Barcelona a hacer turismo o a invertir, porque todo el mundo quiere venir a Barcelona porque es un lugar donde es fácil ser feliz. Este modelo traerá una serie de trabajos de baja cualificación que estarán mal pagados, tendrán poca esperanza, aportarán muy poco significado a la vida de la gente.
– Y está todo el tema de los robots.
– Yo vuelo a menudo al aeropuerto de Newark y es muy impresionante porque ya no hay restaurantes concretos sino que en todas las mesas del aeropuerto hay un iPad con unos menús donde pides lo que quieres y unos camareros te lo traen desde de la cocina que toque hasta la mesa donde estás sentado. Esto ha reducido mucho el número de camareros necesarios. Todos los trabajos que no impliquen un grado de creatividad son más susceptibles que otros de convertirse en trabajos mucho más precarios. Esto quiere decir que vamos a un escenario social en el que la desigualdad crecerá: arriba de todo habrá un grupo de gente a la que le irá muy bien en la vida porque tendrán trabajos difícilmente degradables, y con el resto pasará lo contrario. Por eso necesitamos convertir la creatividad en el centro de nuestra vida laboral, pero es que, además, esto también implica una revuelta espiritual para que la gente haga un trabajo que le guste y le aporte significado en el sentido profundo de la palabra.
– ¿Y esto tiene que ver con la cultura y con los artistas?
– Hay muchas maneras de hacerlo pero una manera es hacer que los creadores se conviertan en los héroes de Barcelona. No deben ser del tipo que todos conocemos, aquel que vive siempre de manera precaria y que, a pesar de todos los pesares, no renuncia y sigue sobreviviendo. Cuando apareció el eslogan “I love New York” era un momento en que Nueva York era una ciudad difícil de querer: te podían matar en cualquier momento, había un problema brutal con la heroína, los alquileres, el sida… pero, en cambio, fue una época que todos recordamos que los artistas de Nueva York eran los héroes. Pasaron de tener familias como los Carnegie, grandes empresarios del acero y la infraestructura, a un escenario en el que los artistas eran los protagonistas. Escritores, pintores, músicos… había una heroicidad que la ciudad reconocía -que Patti Smith capturó en sus memorias-, y, si somos capaces de generar esto en Barcelona, tendremos más facilidad de empapar todos los demás aspectos de la vida, para poder imaginar una vida en la que todos pongamos nuestra creatividad en el centro de nuestra prosperidad. Esto es clave: nos lo jugamos todo.
– Hemos dicho que no hablaríamos del ‘proceso’ ni de estrategia electoral, pero acabamos con una sola pregunta sobre el tema que lo liga con la alcaldía y la ciudad: ¿qué habría cambiado si el 1 de octubre pasado Jordi Graupera hubiera sido el alcalde de Barcelona?
– Para empezar, lo que no habría cambiado son las decisiones tomadas en el Parlamento, que no dependen del alcalde de Barcelona. Y esto debe ser así: tenemos que respetar la soberanía del pueblo que se expresa en su parlamento, que es el instrumento que debe tomar las decisiones difíciles que tienen que ver con nuestra libertad nacional. Hay que ser muy respetuoso con eso. Ahora bien, el alcalde de Barcelona debe ser leal a este parlamento. Cuando el Parlamento de Cataluña toma una decisión y decide autodeterminarse, el alcalde de Barcelona debe estar al servicio de esta decisión, al igual que si hubiera decidido no hacerlo. Si yo hubiera sido alcalde el 1 de octubre, no habría habido la ignominiosa discusión en el Consorcio de Escuelas de Barcelona sobre qué hacer con las escuelas el día del referéndum, una discusión en la que el ayuntamiento hizo todo lo posible para evitar que la Consejería de Educación tuviera ni siquiera las llaves. Hubo que hacer copias de las llaves por si acaso y se llegó a un pacto entre el ayuntamiento de Barcelona y el gobierno de la Generalitat de Cataluña que fue una vergüenza: un pacto según el cual la Generalitat se hacía cargo de todo lo que estaba relacionado con abrir las escuelas y, en cambio, no se criticaba a Ada Colau. Era un pacto de imagen política, porque la alcaldesa Colau no hizo nada para proteger los derechos de los barceloneses. Cuando se confiscaba la publicidad que había hecho la gente, cuando había que proteger el derecho de libertad de expresión, cuando llegó la hora de ofrecer esta democracia de más calidad de la que Barcelona debe ser un estándar; la alcaldesa de Barcelona se ‘hizo la sueca’. Porque la alcaldesa tiene un incentivo muy grande para evitar este conflicto, ya que, si el conflicto no está sobre la mesa, ella gana electoralmente. Todo su esfuerzo es para rebajar este conflicto. Cuando ella se ofreció para hacer de mediadora entre gobierno de la Generalitat y Enric Millo, estaba equiparando a los represores con los reprimidos. Esto es inaceptable. No bastaba con ir a un colegio electoral a hacerse la foto: había una responsabilidad pública de proteger los derechos de los barceloneses. Debido a mi trabajo, hablo muy a menudo con diplomáticos y gente de instituciones multilaterales, y siempre me preguntan por qué el ayuntamiento de Barcelona no está alineado con el proceso de liberación de Cataluña. Si yo soy alcalde de Barcelona, lo primero que haré será reunirme con los alcaldes de las principales ciudades del mundo para explicarles que la ciudad de Barcelona está comprometida con la liberación de su ciudadanía y con proteger sus derechos individuales y los colectivos, incluyendo el derecho a la autodeterminación. Ni los falsos moralismos de Colau, ni el autoritarismo de Manuel Valls, ni el intento de control social que representa el neomaragallismo: necesitamos que aparezca alguien que diga que el tema de nuestra época es la libertad y el deber de nuestra generación es empujar la libertad un poco más allá. Si esta es la trinchera que a nosotros nos ha tocado, la debemos defender. Si yo hubiera sido alcalde de Barcelona y hubiera visto cómo reaccionó nuestra clase política teniendo delante la materialización del derecho a la autodeterminación y la manera como se ha ido folklorizando a lo largo del año, yo no me habría quedado callado. El alcalde de Barcelona será leal al parlamento de Cataluña pero también será crítico con el gobierno y las decisiones de este gobierno cuando estas decisiones vayan en contra de la libertad de los barceloneses.
(*) Manelic es un personaje rústico de “Terra baixa” obra de teatro de Ángel Guimerà: https://es.wikipedia.org/wiki/Tierra_baja
NÚVOL