Entrevista al profesor de la Universidad de Stanford sobre los primeros años del siglo XXI, que inicia la serie “El primer cuarto de siglo”
El profesor Joan Ramon Resina (Barcelona, 1956) es el jefe del Programa de Estudios Ibéricos en la Universidad de Stanford, en California, donde enseña literatura comparada y cultura ibérica y latinoamericana. Desde octubre de 2017, escribe semanalmente una columna en VilaWeb, en la que disecciona cuidadosamente la actualidad. En esta entrevista, proponemos un ejercicio un punto ambicioso: empezar el año 2025 con una mirada retrospectiva para meditar sobre el primer cuarto de siglo. Es el primer capítulo de una serie en la que haremos esto mismo con otros intelectuales catalanes. En este caso, por razones logísticas, Resina ha respondido al cuestionario por correo electrónico desde Estados Unidos.
— Cuando terminemos este año que ahora iniciamos, habremos hecho el primer cuarto del siglo XXI. ¿Cómo describiría, brevemente, este período?
— Resumir en cuatro palabras un cuarto de siglo es una propuesta inverosímil. Sin embargo, permítanme extrapolar un par de consideraciones sin ánimo de simplificar lo que no se puede simplificar, el paso del tiempo, la historia. Geopolíticamente, lo más destacable del primer cuarto del siglo XXI ha sido la emergencia de China como potencia económica, política y militar. Una potencia expansiva, con un papel de primer orden, pronto será determinante. Durante el último cuarto de siglo, el mundo unipolar de finales del siglo XX se reorganiza en torno a una nueva polaridad. Estados Unidos sigue siendo una superpotencia, pero no la única. El siglo XXI ya no será el siglo americano, pero será todavía un siglo marcadamente americano. Mire, si no, la ansiedad que suscita en todas partes el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca. En economía, este cuarto de siglo ha sido el triunfo de la globalización, dinamizada por la redistribución planetaria de la producción y el consumo. El ascenso de China se debió a saber combinar una sociedad productiva con costes laborales muy bajos y un enorme mercado potencial, que la convirtió en un imán para los inversores. El reequilibrio mundial, tras el traslado del eje de la producción y de la innovación del Atlántico al Pacífico, también significó un reequilibrio en el interior de los países industrializados. En Estados Unidos, y con menor intensidad en Europa, la clase media se desclasó hacia abajo y perdió poder, con las consecuencias políticas que se observan ahora mismo. Su aquiescencia fue comprada con un par o tres de décadas de consumo galopante gracias a la importación de productos a muy bajo precio. El reequilibrio incluye también la inversión de los papeles de clase social. Consumir es todavía un símbolo de clase, pero de clase media o baja. Los ricos apenas consumen o consumen símbolos de ‘status’ más etéreos e inmateriales; el consumo conspicuo lo dejan para las castas inferiores, acondicionadas para hacerlo, como en el mundo feliz que pronosticaba Aldous Huxley pronto hará un siglo.
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— En un orden de cosas más sociológico, en Occidente el primer cuarto del siglo ha visto el relevo de la generación ‘yuppy’ de los años ochenta, una generación ambiciosa, hambrienta de dinero y de poder, que se ha visto desplazada por una generación más idealista, más comprometida socialmente, más crítica del poder y más radicalizada. Esta generación recuerda a la de los años sesenta en tanto que contracultura marcada de un cierto franciscanismo que a veces llega a ser intolerante. En el extremo más dogmático encontramos el fenómeno ‘woke’, una enmienda a la totalidad de la historia y las formas culturales de Occidente. Como el cristianismo de los primeros siglos o el nihilismo de finales del siglo XIX, es una contracultura con un fuerte potencial desestabilizador, que curiosamente no se ejerce tanto contra las instituciones como dentro de las instituciones a fin de transformarlas, más que de derribarlas. En la medida en que sea fiel a sus principios, esta generación tendrá muchas dificultades para conservar su función y garantizar un cierto orden social. Por esta tendencia a la disgregación, la nueva radicalidad, que podríamos describir como neorrousseauniana, llama al elemento corrector, que indefectiblemente se alza con un ideario conservador. El equilibrio entre el radicalismo y la reacción vuelve a ser la fórmula de la sabiduría, difícil de aplicar en un mundo inmerso en un estado de ánimo cada vez más apocalíptico. La llegada de la inteligencia artificial intensifica la percepción que vivimos en el posthumanismo y que las prótesis tecnológicas de las que nos hemos dotado acabarán sustituyéndonos. Llegará un día que entrevistas como ésta las realizarán dos terminales armados con procesadores de datos mucho más ágiles y abastecedores que el cerebro biológico.
— El primer punto de inflexión de este siglo fue el atentado de las Torres Gemelas. Tuvo consecuencias políticas muy claras, como la guerra de Irak, pero ¿cuáles diría que han sido las culturales y sociales?
– El atentado de las Torres Gemelas fue el momento más icónico de la nueva forma de guerra diagnosticada por Carl Schmitt en la ‘Teoría del partisano’. Es la forma que toma la guerra total en el siglo XXI, una guerra que no puede llevarse con medios convencionales, como lo demuestra el desastre de la invasión de Irak, llevada a cabo contra toda racionalidad, tanto por la causa como por la sustancia geopolítica del conflicto. Las implicaciones son evidentes: la guerra total se conduce en el plano de la fe llevada al extremo del fanatismo suicida y el partisano la lleva al terreno que más le conviene. Ya no hay distinciones que hacer entre guerreros y civiles. Estas categorías occidentales se superponen y la línea sensible es la que separa a fieles e infieles. No se ha dicho suficiente que el conflicto entre Israel y los procuradores de Irán en Gaza, Líbano, Siria y Yemen, es en buena parte un conflicto religioso entre ultraortodoxos (que ahora gobiernan Israel en el gobierno de coalición de Netanyahu) que, por definición, no se puede resolver ni se quiere resolver mediante el compromiso.
— En 1992, Francis Fukuyama publicó ‘El final de la historia y el último hombre’. Ahora nadie piensa que la historia haya terminado: tenemos la cifra más alta de conflictos armados desde la Segunda Guerra Mundial. ¿El signo del nuevo siglo es el final de las utopías?
— Fukuyama ha sido más citado que leído. De su libro, la gente sólo suele recordar su título. Conozco a Fukuyama, porque es colega mío en Stanford, y le aseguro que no es el iluso que algunos piensan. “El fin de la historia” nada tenía que ver con la idea de que ya no habría guerras, catástrofes o simplemente acontecimientos. La frase era una alusión a Hegel y evidentemente también a Marx. Tanto uno como otro entendían la historia como un proceso teleológico movido por una dialéctica, metafísica en Hegel, materialista en Marx. El comunismo era una forma de teología política. Un buen día la sociedad clasista desaparecería y el estado se fundiría como todo lo sólido. Éste era el final previsto de la dialéctica de la historia y por tanto el fin de la historia en tanto que proceso universal. Con la caída del muro de Berlín y del imperio soviético, la doctrina de la historia como sujeto recibió la estocada mortal y Fukuyama levantaba su acta de defunción. De las dos filosofías políticas enfrentadas durante el siglo XX sólo quedaba en pie el liberalismo. El libro fue escrito en un momento de euforia por el triunfo de la democracia liberal y venía a ser el pistoletazo de salida de un proselitismo democrático que, evidentemente, ha fracasado en la pretensión de extenderse a países de tradición autoritaria. Fukuyama, que hasta hace poco dirigía el Centro sobre la Democracia, Desarrollo y Estado de Derecho en Stanford, pudo haber pecado de utópico.
— Como vemos en Ucrania o Levante, la tensión entre grandes potencias va creciendo. ¿Cree que vamos hacia la Tercera Guerra Mundial?
— Si a la proliferación de conflictos locales con implicación de las grandes potencias queremos llamar Tercera Guerra Mundial, ya estamos en ella. Pero no es plausible que las superpotencias estén dispuestas a zambullirse en una guerra total que podría ser la que de verdad acabe todas las guerras y, de paso, de todo vestigio de civilización e incluso de la especie humana. China avanza sus intereses geopolíticos con inteligencia, paulatinamente y midiendo las provocaciones. Estados Unidos vuelve de unas guerras absurdas y muy caras. La mayoría de la gente es contraria a involucrarse en más aventuras exteriores en países que muchos no sabrían situar en el mapa. Rusia es un gigante nuclear con los pies de barro. Las amenazas de Putin de emplear armas nucleares son una confesión de debilidad, la amenaza de un tahur que sabe que no puede jugar esta carta. Más que una tercera guerra mundial, tenemos por delante una nueva guerra fría con puntos calientes donde las potencias rivales se enfrentan por parte interpuesta mirándose de reojo.
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— Los conflictos de Ucrania y Levante no se pueden equiparar ni en las causas ni en las implicaciones. En Ucrania, en cuanto Trump retire la ayuda americana, la tensión bajará rápidamente, porque Europa no está dispuesta a mantener el pulso con el imperialismo ruso. Europa nunca ha sido solidaria consigo misma y ahora tampoco lo será. Putin capitalizará su agresión para reforzarse en el interior, a pesar del precio y la limitación (provisional) de la “victoria”. En Oriente Medio las cosas son distintas. Israel es una potencia militar de primer orden y el enemigo al que se enfrenta, Irán, es a lo sumo una potencia regional. Eso sí, aliada circunstancialmente con Rusia e indirectamente con China y Corea del Norte, por lo del enemigo de mi enemigo, etc. Pero cuando Israel bombardee las instalaciones nucleares de Irán, como es casi seguro que hará para impedir que los ayatolás obtengan armas nucleares, los aliados interinos no reaccionarán.
— El regreso de la guerra y el previsible distanciamiento de Estados Unidos de la OTAN pillan a Europa a contrapié. ¿Qué debería hacer la Unión Europea para reavivarse?
— Habrá que ver si Estados Unidos realmente se distancia de la OTAN. Trump está convencido –e indignado, no sin razón– de que la aportación de Estados Unidos a la alianza es desproporcionada. Trump es un extorsionador nato y pondrá a los europeos en la disyuntiva entre aumentar su contribución o hacer aún más sacrificios para organizar unas fuerzas armadas continentales con suficiente capacidad disuasoria, algo difícil de imaginar en unas sociedades consentidas por una larga paz y un bienestar garantizados por el “imperialismo yanqui”. Trump se mueve en un clima doméstico favorable al distanciamiento y puede jugar ese envite sin necesariamente hacer un farol. Los americanos están cansados de financiar guerras lejanas con objetivos poco transparentes, y Europa ya no es el referente de origen de la mayoría social en Estados Unidos. La presión a los europeos para que sean responsables de la propia seguridad será real y exigirá decisiones políticas impopulares.
— Crecen los movimientos populistas, autoritarios, antiinmigratorios, críticos con el multiculturalismo, proteccionistas y reaccionarios. Hay matices entre Marine Le Pen y Alternativa por Alemania, o entre Donald Trump y Giorgia Meloni, pero les une un hilo común, y es probable que la mayoría acaben gobernando. ¿De dónde surge esta ola? ¿Qué debemos esperar de su paso por el poder?
— Bien, la pregunta en cierto modo se responde sola. Quiero decir que el planteamiento es ya una interpretación. A mí me parece que mezcla demasiadas cosas. Ya hace tiempo que en mi columna me esfuerzo en distinguir cosas que me parecen distinguibles. No me gusta hablar por la boca grande, pero puestos a reaccionar de algún modo a la perdigonada, quizá haría mía una frase de los años ochenta (no recuerdo al autor) que decía que los gobiernos de izquierda son el taller de reparación de la derecha. Se refería a la llegada del PSOE al poder. La frase es reversible y hoy podemos decir que la derecha, o la ultraderecha (como suele llamarse el populismo conservador para distinguirlo del populismo revolucionario) es el taller de reparación de la izquierda, que pierde aceite por todas partes y hace el inocente.
— En todo occidente, las encuestas muestran que hay de media entre un 60% y un 70% de ciudadanos insatisfechos con el funcionamiento de la democracia. ¿A qué lo atribuye?
— Si la gente está insatisfecha con la democracia, significa que no sienten la democracia como algo propio. Quizás hemos consagrado el término y hemos hecho un ídolo que reverenciamos supersticiosamente. Y lo exprimimos como un oráculo, interpretándolo cuando más nos gusta y no de acuerdo con el sentido original del santuario. La democracia moderna (muy distinta de la democracia de los griegos) es una creación del radicalismo burgués protestante. Su fundamento era la libertad de fe, expresión y también comercio. Materialmente, se basaba en la mejora de la vida y el ascenso de la clase media gracias al desarrollo de la industria. Ésta era la base y condición de la asociación de democracia con las causas liberales. Ahora, el apoyo material de la fe en la razón y en el progreso hace tiempo que elude capas muy anchas de la sociedad. De ahí que cada vez a más gente los principios liberales les parezcan no ya vacíos sino perjudiciales. La propaganda progresista no ayuda porque, ¿qué baremo tenemos para decidir que una idea contribuye efectivamente a progresar, si la experiencia demuestra que la situación de muchas personas es peor ahora que hace diez, veinte o treinta años? Si el horizonte vital de los jóvenes está más limitado que el de sus padres y abuelos, ¿por qué deberían aferrarse a un sistema político que les augura una bajada? ¿Y con qué patrón podemos medir si el progreso es “progresista”? Cuando la ciencia y la industria llevan al descalabro ambiental y a la conflagración bélica, y mientras los economistas de “izquierda” defienden el endeudamiento público a niveles que garantizan la asfixia fiscal de las nuevas generaciones, ¿qué hay de extraño en que mucha gente se revuelva contra una democracia que sólo les ofrece el sucedáneo de un moralismo identitario? A modo de ejemplo, las novedades editoriales de la Stanford University Press este Fin de Año. Un libro titulado ‘¿Es racista? ¿Es sexista?’ sobre los juicios que la gente de raza blanca hacemos respecto a comportamientos potencialmente sesgados. Una guía sobre cómo liderar con confianza y resiliencia en una época de ansiedad. Y otro sobre el poder de la homosexualidad femenina y una nueva política ambiental.
— Quizá sea la sazón perfecta para que se imponga el modelo chino: la sociedad renuncia a la libertad a cambio de una falsa sensación de seguridad y bienestar. ¿Cree que nos encaminamos hacia esto?
— Es la predicción de Huxley, de la que antes hablaba. En septiembre pasé casi dos semanas en China. Es una sociedad muy interesante y para un occidental muy asombrosa. Tendría muchas cosas que comentar, pero me quedo con la evidencia de que es una sociedad donde el control es prácticamente absoluto y la seguridad garantizada, y donde la gente está programada para trabajar y rendir. Una sociedad de trepadores y de gente esforzada que (hablo muy en general) se siente realizada en su condición. El consumo de adminículos electrónicos y el modelo de hedonismo “occidental”, sobre todo entre los jóvenes, les da una sensación de modernidad y bienestar que, de momento, estabiliza el sistema.
— Los próximos años se encontrarán probablemente marcados por el estallido de la inteligencia artificial. ¿Cómo deberíamos prepararnos?
— No lo sé. Es tanto como preguntar a un miembro del Antiguo Régimen cómo debía prepararse para el día siguiente de la revolución. ¿Quién podía prever que después del terror y de la guillotina vendría una guerra continental con los primeros ejércitos nacionales, la construcción de un imperio populista y el surgimiento de las naciones modernas? Pertenezco a una de las generaciones que han vivido más cambios de todo orden y que más ha tenido que adaptarse a transformaciones sociales y tecnológicas a un ritmo sin precedentes. Me crié en un piso de sesenta metros cuadrados donde la primera cocina que recuerdo era de carbón y pasar al gas butano parecía una gran novedad. Donde la calefacción era una pequeña estufa de petróleo y la “nevera” una caja de hielo. Donde el televisor en blanco y negro llegó como un efecto de magia y el teléfono tardó muchos más años y realizar una llamada era toda una liturgia. ¿Cómo explicar a un adolescente actual la carrera adaptativa que hemos tenido que superar a los nacidos en la década de los cincuenta? Que ahora las máquinas piensen e incluso se emocionen por nosotros no me da ni frío ni calor, porque aparte del peligro de que las generaciones futuras resulten tan idiotizadas como los individuos épsilon en ‘Un mundo feliz’, considero que los de mi quinta ya no tenemos nada que demostrar en voluntad de aprendizaje, y podemos tranquilamente recluirnos en la reserva de pensadores “analógicos” para quienes el placer de pensar consiste en el esfuerzo que comporta.
— ¿La cultura ha perdido el papel rector de las sociedades?
— Volviendo a Huxley, en su libro más conocido hay una frase inolvidable. Dice, más o menos, que si te pasas el día leyendo no puedes consumir. En una sociedad de consumo la cultura es un pecado a reprimir. Por eso las utopías basadas en la igualdad programada y la oferta de placeres, incluido el erotismo coactivo, suprimen la historia y la tradición, el gran Satanás. Y confinan los irreductibles y los relapses a unas reservas “salvajes” sin contacto posible con los felices beneficiarios del progreso.
— ¿Echa en falta intelectuales de referencia?
— La esencia de su pregunta es evidentemente la referencia. Los intelectuales existen, pero la cuestión es si son referentes. Yo hice el servicio militar en artillería y para orientar los cañones aprendí que era necesario tomar algo, una cima, una casa, una antena, de punto de referencia. Si no existe este tipo de intelectuales es porque el público ha perdido su relación. Porque la gente está por otras cosas. Leer no sólo impide consumir, sino que se ha potenciado una lectura de consumo, que a menudo no es ni siquiera lectura, que forma una niebla muy espesa, llamada intermedialidad, en la que desaparecen los intelectuales que podrían ser referenciales. Se premia la facilidad y confirmación de los prejuicios. El intelectual, desde Sócrates, es un personaje que cuestiona la opinión social, no la sociedad; un individuo insatisfecho con las “verdades” instituidas y confirmadas por la repetición. Pero repetir una noción veinte, cien, mil veces, no la convierte en verdad. Cuestionar la ‘doxa’ (1) puede tener un precio muy alto y poca gente está preparada para satisfacerlo. Una modalidad del precio a pagar es la impopularidad, no convertirse en referente de nadie en vida y quizás tampoco en la posteridad. Me preocupa menos la ausencia o distancia sideral del intelectual que tiene verdades demoledoras para compartir que los subproductos que nos anestesian con los lugares comunes de referencia.
(1) https://es.wikipedia.org/wiki/Doxa
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