Este es un artículo desnudo, sin escudo periodístico, ni objetividad inútil. No aspira a ser uno glosa, ni es una crónica. Solo anhela ser un acto de agradecimiento, una humilde declaración de amor.
Si Joan lo lee, es posible que lo considere una “hipérbole, por tantas exageraciones amables”, como asimismo definió el acto de homenaje que le acabábamos de hacer en el hall del CCCB. Lo había impulsado un grupo de historiadores liderado por Borja de Riquer, y lo organizó el diario ARA, coordinado por Ignasi Aragay. Durante una hora y media, de la mano de Antoni Bassas, desfilaron recuerdos, imágenes y una ilustre recopilación de nombres propios que recordaron el alta categoría humana y profesional de Joan Baptista Culla. En la primera fila, cuatro presidentes de la Generalitat, y con ellos centenares de personas que vivimos el acto con una insólita comunión de estima, complicidad y admiración. Amigos y admiradores, y admiradores del amigo, apropiándose de la bonita simbiosis que expresó Vicenç Villatoro. Y ciertamente, Joan recogió decenas de elogios intelectuales, profesionales y humanos, pero no porque “la objetividad se hubiera sacrificado en el altar de la amistad” —como expresó con tierna picardía—, sino porque todos los presentes teníamos muy claro que estábamos homenajeando a un hombre extraordinario.
Personalmente, no tengo ninguna duda. Tuve el honor de conocer a Joan hace muchos años, cuando un grupo de jóvenes intentaba construir un cuerpo intelectual en favor de la nación catalana, en las épocas en que el progresismo menospreciaba el nacionalismo catalán, seducido por el cosmopolitismo impostado. Eran los tiempos de otro grande, Max Cahner, la solvencia intelectual con la cual nos formó a muchos de nosotros. Lentamente, en aquellos momentos de dominio político del nacionalismo —es decir, el eje nacional—, pero de dominio progresista del relato público —es decir, el eje ideológico—, unos cuantos periodistas, historiadores, artistas y otros especímenes de la canallesca nos reunimos en torno a un cuerpo de pensamiento. Primero se vertebró a través de las Jornades Nacionalistes de Miquel Sellarès, y después con la Fundació Acta, que tuve el honor de dirigir, con Joan Culla a la presidencia. De aquel tiempo lejano, donde la hegemonía del debate político lo tenían nuestros homólogos del bando socialista-psuquero, nacieron algunos de los conceptos que después cuajarían en la reflexión nacional. Muchas de aquellas reflexiones las formuló Joan Culla, entre otros, la del “nacionalismo desacomplejado” que se convirtió en una auténtica idea-fuerza. Debíamos liberarnos de la pátina retrógrada que nos adjudicaban desde el progresismo, convencidos de que la defensa de la nación catalana era justamente una lucha de progreso. De alguna forma, hacía falta salir del armario intelectual en el que estaba el nacionalismo, y debatir en la esgrima pública con aquellos que consideraban la lucha nacional, una cuestión menor y sobre todo antimoderna. Éramos nacionalistas porque queríamos salvar la nación catalana, cuya identidad y lengua estaban en constante peligro, y por eso mismo considerábamos que no podía haber una lucha más justa.
Seguramente debe costar de entender, desde la mirada actual, que hiciera falta una batalla como aquella, pero durante mucho tiempo el desprecio intelectual al nacionalismo catalán fue dominante. Y de hecho, si me permiten el paréntesis, todavía lo es ahora, una vez se ha sustituido por el concepto “independentista”, más políticamente correcto. De hecho, la frase, “no soy nacionalista, soy independentista” es herencia de aquel acomplejamiento que denunciaba Culla hace tantos años. ¿Qué quiere decir ser independentista? Obviamente, querer la independencia de Catalunya. Sin embargo, ¿para qué? Para salvar nuestra nación, permanentemente perseguida. ¿Si no la salvamos, si perdemos el idioma y la identidad, para qué queremos la independencia?
Por eso éramos nacionalistas, y por eso mismo intentábamos construir un argumentario moderno que compitiera en la gran batalla de las ideas. Joan Culla, Vicenç Villatoro, Albert Viladot, Salvador Cardús, Vicenç Altaió, Josep Gifreu y una larga lista de personas que nos conjuramos para consolidar un relato a favor de la nación catalana, que intelectualmente no conseguía ser hegemónico. De entre todos, Joan Culla era —y es— el maestro. Podría repetir aquí todos los elogios que recibió en el acto del CCCB: “el gran historiador del presente”, diría Borja de Riquer; “una de las cabezas mejor amuebladas”, añadiría Josep Ramoneda; “el opinador más prestigioso de Catalunya”, remacharía Mònica Terribas. El hombre de orden, profesional hasta la exigencia, metódico hasta la impaciencia, y siempre agudo, capaz de enseñar a más de un millar de alumnos durante todos sus años de docencia, y dejar una huella única en todos ellos. Todos los que lo hemos tratado largamente conocemos su memoria ingente, su agudeza intelectual y su impiedad al descarnar la estulticia, pero sobre todo conocemos su brillantez. Joan Culla es un historiador en la piel de un profesor; un pensador en la piel de un historiador; un guerrero de la palabra en la piel de un estudioso; un novecentista en la piel de un opinador; y una gran persona en la piel de todos.
Como dijo Villatoro, haberlo conocido es un honor. Somos muchos los que lo admiramos, muchos los que lo queremos y somos todos los que aprendemos de él. Su pisada en Catalunya es profunda, como primordial es su legado. Y en la vida de muchos de nosotros, deja una huella luminosa. Solo queda agradecer el lujo del tiempo compartido, y deplorar los años de la distancia, arrastrados por el primordial tortuoso de la vida. Gracias, querido amigo. Gracias, admirado maestro.
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