¿Somos una nación?


Cavilaba yo por escrito en otro lugar, ya hace cerca de cinco años, cuántos lectores, o en general cuántos ciudadanos informados, debían de recordar entonces que, dos años antes, cuando se debatía en el Parlamento de Cataluña el texto (en gran medida ilusorio) del nuevo Estatuto de Autonomía, uno de los temas que hizo correr más saliva y más tinta fue la famosa cuestión del uso del término nación, cuya eterna ambigüedad será siempre materia de entretenimiento léxico y político. Visto con perspectiva valenciana –o al menos de un valenciano considerado catalanista, que ha meditado tantos años sobre el tema, que ha escrito dos libros enteros, partes de algunos otros y papeles innumerables–, los argumentos del debate parlamentario, el texto aprobado solemnemente, la frase que por fin quedó e el preámbulo, y todo ello, despertaban una perplejidad inagotable. Ya sé que, tal como decía Joan Fuster, “ni el Espíritu Santo ni usted ni yo, ni don José Ortega y Gasset, sabemos qué es una nación”. Perfectamente, el tema es complicado, no hay en las ciencias sociales ninguna definición universalmente aplicable, no es un concepto unívoco, y yo mismo, además de centenares de páginas escritas, he dedicado a la cuestión miles de horas de lectura y de meditación, no sé si muy productivas. Dejemos estar, pues, de momento, el concepto, y dejemos estar la historia y la cultura.

Hablemos, por ejemplo, del acuerdo que entonces adoptaron finalmente los partidos catalanes (con la reticencia o resistencia del PP, por razones, precisamente, nacionales), según el cual el nuevo Estatuto empezaría afirmando que Cataluña es una nación. Eso ya lo afirmaba mucha gente, y ahora seguramente todavía más, vista la pequeña pasión por los referéndums locales, pero se suponía que era, si todo iba como parecía que tenía que ir, un concepto o principio en un texto de carácter constitucional, que incluso sería aprobado por el Parlamento español, y por lo tanto no solamente tendría fuerza de ley fundamental de Cataluña sino de ley orgánica de España. A mí me parecía perfecto, que Cataluña subiera de categoría, y que así como otros –el País Valenciano, Andalucía, y quienes sabe si Murcia, Extremadura o la Rioja– pretendían entrar legalmente en la división ya casi general de las nacionalidades (categoría puramente léxica y vacía de cualquier contenido, en realidad), Cataluña pasara a la más alta de las naciones, a la Primera División, no sé si con opción a jugar en la Liga de Campeones en Europa, cosa mucho más dudosa.

En cualquier caso, fue muy interesante contemplar cómo resolvían el tema conceptual de las categorías los diputados y senadores españoles: si España es la nación española, y por lo tanto nación de todos los españoles, ¿cómo podía caber otra nación en la nación, suponiendo que la categoría de nación sea la misma? La solución, evidentemente, fue hacer trampa y aplicar el mismo término con valor diferente: lo que en la moral jesuítica se llamaba una restricción mental. Pero afirmar que una nación es parte de otra nación no tiene ningún sentido conceptual, de ninguna forma honestamente posible: una nación se define como un todo, en sus términos, nunca como una parte de otro todo de categoría y valor equivalente. O no es una nación, y punto. Políticamente, administrativamente, etcétera, Cataluña puede ser una nación y ser parte del Estado español, pero no puede ser definida formalmente como nación y ser a la vez parte de la nación española, que es la única que reconoce la Constitución vigente. Siempre, lo repetiré otra vez, que en los dos casos o conjuntos el término nación tenga el mismo sentido. Si no lo tiene, la trampa es clara y flagrante, a pesar de que sirva para ir tirando.

Pero no pasa nada, no nos hagamos mala sangre. Y no nos se la hagamos tampoco si el otro conflicto conceptual quedaba oculto y olvidado. Porque afir­mar es­tatutariamente que Cataluña es una nación es afirmar que la nación catalana es Cataluña, donde tiene valor el Estatuto. O sea, Cataluña es una nación que llega, por el sur, hasta el río Sénia. Delimitación políticamente irrefutable, institucionalmente clarísima, y que en el Parlamento de Cataluña votaron con perfecta conciencia y alegría los mismos que sostienen la doctrina según la cual la nación catalana incluye también el Rosselló, la Franja de Ponente o de Aragón, el País Valenciano y las Islas Baleares. O sea, los territorios formalmente y estatutariamente excluidos de la Cataluña-nación. Volvamos a dejar de lado la historia y la cultura, y quedémonos en la política, la ley, el territorio: quién afirma que Cataluña es una nación, y lo pone en el Estatuto de Cataluña, no puede afirmar a la vez que los Països Catalans son también una nación. O sí que puede, pero entonces tiene que afirmar que Países Catalanes y Cataluña son termas rigurosamente sinónimos, son una y la misma cosa, el mismo territorio con los mismos límites. Cosa que, ni en la más remota de las fantasías, no prevé el Estatuto que votaron, y de la cual, como es muy lógico, no se habló en ningún acuerdo o negociación.

Veamos, por lo tanto, si nos entendemos, pensando desde el lado de la muga en el que yo vivo: Cataluña es una nación, ellos son una nación, o al menos lo afirman solemnemente, y nosotros ya nos apañaremos como podamos. ¿Somos una nación diferente, por lo tanto, los valencianos, puesto que no podemos ser la misma que el Estatuto de Cataluña delimita y define? Y si no somos una nación, quiere decir que somos parte de otra: ¿pero de cuál? ¿O somos pero no somos, y no somos pero sí que somos? Algunos partidos o grupos, hace tanto tiempo que ya parece casi otra historia, colgaban de vez en cuando cartelillos por las calles del País Valenciano con afirmaciones contundentes y osadas. Como por ejemplo esta, que recuerdo vivamente y que decía: “Xàtiva, la Cataluña tropical”. O esta: “Alicante es Cataluña”. No sé qué debía de pensar la gente de Alicante o de Xàtiva, pero me lo puedo imaginar. La fantasía es libre, y sus resultados, a menudo, perfectamente previsibles. Y mientras aquí nos entreteníamos, como los conejos de la fábula castellana, pensando si debían de ser “galgos o podencos”, llegaron los perros y se los zamparon en vivo. Por otro lado, así es cómo son las cosas, y así es cómo han sido, más o menos, desde el tiempo de Felipe V. El Estatuto de Cataluña dice lo que tiene que decir, con permiso o sin de un alto tribunal de Madrid, y el resto es sobre todo lengua y literatura, que no es poca cosa. Y una bella ilusión del espíritu. Que también es mía, pero es una ilusión.

Publicado por Avui-k argitaratua