Hernando Calvo Ospina es uno de los más comprometidos y rigurosos periodistas de investigación, colaborador habitual de Le Monde Diplomatique y autor de algunos imprescindibles trabajos sobre la guerra sucia en Colombia, el terrorismo anticubano o las operaciones de la CIA en América Latina. Su trabajo periodístico y político le ha convertido, además, en objeto de vigilancia por parte no sólo del gobierno de su país sino también del de los EEUU. Por muy difícil de creer que resulte, el 19 de abril de 2009, en efecto, el avión de Air-France en el que viajaba a México fue desviado en el aire por orden de la CIA para evitar que sobrevolase el espacio aéreo estadounidense (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=84210, http://www.rebelion.org/noticia.php?id=85043). En diciembre de 2011 Francia le negó la nacionalidad francesa por las mismas razones por las que, hace casi treinta años, aceptó acogerlo en calidad de refugiado político: es decir, por ser un colombiano de izquierdas.
Pues bien, Hernando Calvo Ospina acaba de publicar en El Viejo Topo un libro peculiar, Calla y respira [1], relacionado con esta vieja historia personal, la que le llevó a abandonar América Latina hace tres décadas tras una dura experiencia en la niebla policial.
Nacido en Cali (Colombia) en 1961, Calvo Ospina estudiaba periodismo en 1985 en la Universidad Central de Quito cuando fue detenido y hecho desaparecer por un operativo colombiano-ecuatoriano. Torturado en los nichos de los servicios secretos y encarcelado a continuación en el penal García Moreno, fue liberado sin cargos a finales de diciembre de ese año y, tras una breve estancia en Perú, llegó a París en marzo de 1986, donde las autoridades francesas, conscientes de la persecución de que era objeto por parte de uno de los Estados más violentos del mundo, le concedieron el estatuto de refugiado político.
Lo que tiene de peculiar Calla y respira es que no se trata de una denuncia periodística o política sino de un relato biográfico, muy liviano y certero, compuesto de dos partes. En la primera se nos habla del oficio más antiguo del mundo: el de torturador. Están allí los nombres y apellidos de torturadores realmente existentes que hicieron mucho daño a Hernando Calvo mientras estuvo inerme entre sus manos. Pero da igual a quién o a cuántos hicieron daño estos esbirros; lo que aquí importa es la descripción del oficio, la universalidad concreta de unas prácticas que están asociadas quizás a ideologías nefandas, pero que tienen sus propias reglas, sus propias mañas, su propia personalidad. Matar a golpes es un trabajo como cualquier otro que, como cualquier otro, es perfectamente compatible con la alegría de beber cerveza y la indignación moral frente a una injusticia lejana. Que “todos somos humanos” quiere decir que hay siempre un hueco o dos (o tres) donde incluso el hombre más cruel, el más violento, el más asesino es un hombre bueno; más vale no tropezar con ellos, en todo caso, en esos huecos donde son rutinariamente malos.
La segunda parte del relato se ocupa de la ética más antigua del mundo: la de los prisioneros. La diferencia entre los grandes ladrones que se reúnen en Davos y los pequeños ladrones que se reúnen en una cárcel, la diferencia entre los grandes asesinos que manejan ejércitos y los pequeños asesinos que manejan cuchillos es que los pequeños ladrones y los pequeños asesinos, al contrario que los grandes ladrones y los grandes asesinos, creen en los mandamientos. Puede que los violen; puede que los violen casi todos; pero creen en ellos. Se podría llegar a la conclusión -aún más- de que los únicos criminales que van a la cárcel son los que creen en los mandamientos; y que se los mete en la cárcel, en realidad, no porque los violen sino porque reconocen su valor.
Este “creer en los mandamientos” de los presos comunes (más que de los presos políticos) se traduce en toda una serie de reglas, a veces absurdas, que en todo caso mantienen a estos hombres duros, los más maleados de la tierra, en la línea de flotación de la humanidad, donde la solidaridad y hasta la ternura son inseparables de una feroz niñez: “ Con ellos había aprendido, en directo, que la justicia vive de la injusticia. Así hubieran matado o robado, eran humanos que sabían compartir un pan o un pedazo de cobija. Y un abrazo cuando más se necesitaba.”, escribe el narrador en el momento de la despedida.
El otro rasgo que diferencia a los pequeños ladrones y pequeños asesinos de los grandes ladrones y los grandes asesinos es que los pequeños, al contrario que los grandes, se divierten mucho más. De esta obligación de estar juntos – de esta coerción originaria siempre presente- surge en las cárceles una comunidad densa, poblada de roces placenteros, de recreos rutinarios y fiestas inesperadas, que producen en la víctima (y en el lector) una emoción contradictoria: la nostalgia de un lugar del que se está deseando salir. De esta combinación terrestre de ética elemental y goce a contrapelo, por lo demás, surgen también, inevitablemente, personajes grandiosos, fascinantes, convincentes, como Barbas o Pedro, unidos entre sí por un vínculo tan novelesco como incontrovertible.
Lo que tiene de peculiar este libro, decíamos, es que no se trata de una denuncia periodística o política sino de un relato, en el sentido más banal y el más literario del término. Calla y respira nos cuenta una historia, una historia del autor, tan personal y tan colectiva como lo son, por ejemplo, todas las historias de guerra y todas las historias de amor. Calvo Ospina no se propone aquí sacar a la luz la entraña monstruosa de un sistema aún vigente en Colombia, aunque la contemplamos en toda su crudeza; tampoco reivindicar su propia valentía, lamerse las heridas o cocer en público el narcisismo de un viejo dolor.
El riesgo de narrar la tortura y la cárcel es siempre el de no saber mantener la distancia respecto de uno mismo, la de deslizarse sin quererlo hacia un registro reivindicativo o heroico o, en cualquier caso, trágico y solemne. La única manera de evitar ese precipicio se llama “literatura”, ese artificio en virtud del cual uno mismo se convierte en uno más , en alguien que pasa por allí o que se encuentra por casualidad en el mismo sitio donde nos están ocurriendo las cosas. Nada hay más cargante que el exhibicionismo y la autocomplaciencia y Hernando Calvo Ospina las evita radicalmente convirtiendo su experiencia personal en una de esas anécdotas de bar que se esperan siempre, con impaciencia y sin respiración, del cliente más gracioso y el más elocuente. “¿Sabéis lo que me ha pasado hoy?” y todos se quedan encandilados escuchando un relato al mismo tiempo espeluznante, apasionante y divertido. Es esta tradición, muy colombiana, de elocuencia plebeya, de oralidad callejera, de belleza pedestre, la que, al borde del abismo, hace levitar el relato a la altura de un exigente lector común.
Escribir bien y bailar bien son dos cosas que la izquierda no debería desdeñar y que Hernando Calvo Espina sabe hacer. No hay que darle mucha importancia a lo que le ocurrió al autor (o al hecho de que le ocurriera precisamente a él) pero sí a cómo lo cuenta, muy a ras de tierra, como los pies cuando bailan merengue o cumbia, con ese desapego y contorneo de cintura felizmente trufado de metáforas bellacas, de lúmpen-modismos desternillantes -felicidad del coleccionista y del ligón- : “más hambreado que un piojo en una peluca”, “más peligroso que un tiroteo en un ascensor”, “más aburrido que pez en un biberón o caballo en un balcón”, “más falso que promesa de novio en verano”, “frío por delante y caliente por detrás como un refrigerador”, “tan emocionante como seguir una partida de ajedrez por radio”, “más ri dículo que un avión con claxon, o un cementerio con columpios”, “más arriesgado que estornudar con diarrea ”. Y -por supuesto- “a los torturadores y a sus maestros no los paren sino que los cagan”.
Quizás Hernando Calvo Ospina buscaba el procedimiento justo para afrontar sus propios y dolorosos recuerdos y sobrevivir a ellos con dignidad; lo que es seguro es que ha encontrado el procedimiento justo -un cuento divertido y feroz con final feliz- para mantener al lector pendiente de sus pies, gozoso y pensativo.
NOTAS
[1] “Calla y Respira”, El viejo topo, Barcelona, 2013
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