La percepción de la sociedad española actual se encuentra totalmente sensibilizada por los tics adquiridos durante la denominada “transición democrática”. De ahí que la simple mención de la palabra “ejército” haga recorrer escalofríos por la piel de quienes, a raíz de la desaparición de Franco, doblaron la cerviz ante las exigencias de los franquistas, que diseñaron la reconversión de la Dictadura en una monarquía de formas parlamentarias. Es imperioso reconocer que el ejército español constituyó la garantía de esta reconversión, acorde con los intereses, no ya de los franquistas, sino del conjunto de las fuerzas sociales y políticas que buscaban evitar la fragmentación del estado español. No me estoy refiriendo al Fascismo desvergonzado de “FUERZA NUEVA” y similares; ni tan siquiera a los franquistas de U.C.D o de ALIANZA POPULAR. Estoy pensando en todo el conjunto de los sedicentes antifranquistas; democratacristianos, P.S.O.E. y P.C.E. y otros de menor entidad.
Ya se que todos ellos se percibían como contrarios a Franco y opuestos a los valores que los militares pretendían salvaguardar. Incluso eran capaces de ofrecer para la creación del Nuevo sistema el legado de su legendaria actuación en la época de la guerra del 36 en contra de los militares y la lucha en la clandestinidad y exilio a lo largo de los años de la Dictadura. No obstante, los planteamientos de estas fuerzas no reclamaban la revisión de todo lo actuado por los franquistas desde el 18 de Julio, ni el castigo por la represión de toda libertad y violencia criminal de la Dictadura hasta la misma muerte de Franco. De esta Dictadura fueron parte fundamental quienes luego se alzarían con el carisma de instauradores de la democracia, tales Adolfo Suárez y Martín Villa. Los nacionalistas españoles no franquistas, el P.S.O.E., P.C.E. y otros de menor entidad, ofrecieron la “Reconciliación”. Reconciliación quería significar el olvido de los crímenes de la dictadura y la no exigencia de cuentas a los responsables de la represión, por muy abyecta y violenta que hubiese sido ésta. Este olvido quería decir que ni tan siquiera se examinarían los desmanes de la Dictadura con el fin de someterla a un juicio moral que, cuando menos, obligase a sus responsables a una retractación ante las colectividades a las que habían perseguido ni, por supuesto, se daría a sus víctimas la reparación a que eran acreedoras. Los funcionarios implicados en la represión y sus crímenes en ningún caso serían depurados.
Se pretendió atraer a esta propuesta al ejército de Franco, dirigido, todavía, por muchos de los que habían hecho la guerra del 36 a su lado. Es cierto que los militares no quisieron entender que no se les pedía sino un cambio de formas exteriores, por lo que identificaron tal exigencia como una petición de renuncia al conjunto de las estructuras y organización del Estado impuesta durante la Dictadura. La sensibilidad de este estamento era más aguda en lo que se refería a la organización administrativa, La propuesta de articular regiones históricas a las que se iba a ceder la administración directa de cierto tipo de competencias soliviantaba a los militares, quienes contemplaban en la proyectada reforma el inicio de la fragmentación de la Patria.
A decir verdad, ni las fuerzas políticas de la Reconciliación, ni las bases sociales y cívicas que las apoyaban, veían con entusiasmo ninguna solución que modificase la organización administrativa del Estado vigente. La mentalidad que se ha dado en llamar jacobina, pero que hunde sus raíces en la idiosincrasia castellana desde el periodo imperial, miraba con recelo toda propuesta de articulación del poder de la administración que no radicase en Madrid. En la Transición, los españoles que reclamaban el cambio de formas de gobierno se vieron obligados a aceptar la concesión de Autonomía, en la medida que Franco había negado el mínimo derecho al denominado autogobierno a las naciones que lo venían exigiendo históricamente. Democristianos, socialistas o comunistas carecían, sin embargo, de un proyecto concreto, pero se encontraban prisioneros de su discurso y obligados ante la marea soberanista que crecía en los territorios nacionales de Navarra y Catalunya. Ni los franquistas de Suárez, ni el P.S.O.E. de González podían practicar otra política frente a las aspiraciones nacionales que la de una rémora y aprovechar la inercia del aparato del Estado, con el fin de evitar excesivas concesiones, ante una situación que podía derivar hacia la declaración de independencia de las naciones navarra y catalana. En esta coyuntura el Ejército salvó a España cuando se manifestó, con la altanería que le es inherente, de forma amenazadora. Era la única fuerza cohesionada española, sin las servidumbres que estaban obligados a pagar los sedicentes demócratas españoles, en relación al respeto que se debía a los “nacionalismos periféricos”. El Ejército dictó de manera imperativa y puso el límite. U.C.D y P.S.O.E. encontraron en él un aliado objetivo -pretexto recurrente- para ocultar los propios planteamientos anti-autonomistas de las fuerzas políticas españolas.
El ejército español fue tratado con la máxima consideración por los nuevos gobernantes, a pesar de que se reconocía su resistencia a la transformación, que era sentida por sus miembros como una dejación, aunque para los políticos no constituyese sino una adaptación del estado franquista. La Charnela fue el rey Juan Carlos, en la medida que era el heredero designado por el mismo Franco. En su condición de figura que transmitía esa herencia, podía representar el papel del viejo caudillo, él mismo paliativo para los militares de lo que en otro tiempo había sido el monarca. Ahora Juan Carlos venía a recoger, también, esta otra parte de la herencia -la monárquica- que Franco había usurpado durante cuarenta años. El ejército español ejerció de modo satisfactorio su función durante el momento delicado de la transición, en el que los políticos españoles podían perder el control del proceso y producirse una situación de ruptura, que, inevitablemente, habría significado el estallido del Estado español. Su presencia pública y amagos de intervención garantizaron el quehacer de los políticos.
Cuando la situación se estabilizó, se mostró con claridad el talante y disposición de las fuerzas políticas. De la misma manera los gobiernos del P.S.O.E. y del P.P. dejaron claro que su proyecto pasaba por la constitución de un Estado con las bases de los diversos poderes -legislativo, judicial y ejecutivo- fuertemente asentadas en Madrid, y la subordinación total de cualquier delegación de estas funciones a las denominadas autonomías. Los contenciosos entre las instituciones estatales españolas y las correspondientes a las autonomías con reivindicaciones soberanistas, derivados de las diferentes perspectivas, han llegado al conflicto, ante la resistencia de España a hacer transferencias determinadas. En cualquier caso es obligado destacar que el Gobierno español ha encontrado el apoyo de los más amplio sectores sociales españoles, que han acusado a vascos y catalanes de insolidarios. Este hecho muestra que la sensibilidad anti-secesionista no era patrimonio del Ejército, pero éste estuvo en condiciones de expresarla mejor en el periodo crítico de la transición. El debate sobre el “Estatut” de Catalunya pone de relieve la oposición del conjunto social español a que se hagan concesiones a las naciones navarra y catalana que perjudiquen las expectativas que tienen los españoles como nación. El papel del ejército en la actualidad resulta superfluo, porque es la propia sociedad española, atrincherada en el remodelado Estado, quien se declara contraria a las aspiraciones nacionales catalanas. Es aquí donde radica el problema y no en las florituras del general Mena.