¿Quién es catalán?

El debate, al rojo vivo, sobre los derechos de los inmigrantes, las consultas soberanistas, la misma apelación al derecho a decidir… son cuestiones muy vivas que reposan sobre un principio elemental. ¿Quién tiene estos derechos? ¿Quién puede decidir? ¿Quién puede votar? ¿Quién, en definitiva y en nuestro caso, es catalán? En cualquier país homologable –es decir, en cualquier país que haya adquirido forma de Estado– la cuestión es puramente administrativa. Es español –o francés, o checo, o norteamericano– quién tiene la nacionalidad. Y la nacionalidad se obtiene cumpliendo unos requisitos y permite una documentación que lo avala: un documento de identidad, un carnet de conducir o un pasaporte. Después está la sensibilidad, el romanticismo, la manipulación… El no se siente francés porque es bretón. El otro que se siente más alemán que nadie. Aquel, finalmente, que considera que los socialistas son unos traidores porque no son suficientemente españoles.

Hay gente que minusvalora estas cuestiones. Herederos tardíos del esperantismo o falsos cosmopolitas, se sienten y se proclaman “ciudadanos del mundo”, más allá de cualquier otra adscripción y trámite administrativos. O ciudadanos de ninguna parte. O naturales del planeta Venus. Pero, paradójicamente, hacen todas estas proclamas desde la comodidad que da poseer estos documentos tan preciados. Que le digan a un sinpapeles que se juega la vida atravesando en una patera el Estrecho que no se preocupe por estas tonterías identitarias o administrativas. El mundo real vive sobre adscripciones nacionales –estatales– y cualquier derecho individual se justifica sobre una identidad colectiva. Parece que decir esto es descubrir la sopa de ajo. Pero hay gente en Cataluña que o hace trampa o todavía come carne cruda. Según afirman algunos, el “debate identitario” es falso y no interesa a nadie. En todo caso, no les interesa a ellos que se haga en contra de sus creencias nacionales.

Este es un país anómalo. Un país que se puede llegar a sentir nación pero en el que todavía y hasta ahora una mayoría de sus habitantes consideran que, para continuar siendo, no hay que tener un Estado propio. Un país que se sustenta sobre equilibrios demográficos, culturales y lingüísticos precarios. Un país con unas señas que lo delimitan que pueden desaparecer. Que no lo ha hecho todavía por puro milagro tras etapas históricas largas y hostiles. Por esto, a menudo, se acepta la ficción pactada como la solución transitoria del problema. Y desde estas premisas se entiende la proclama y divisa del presidente Josep Tarradellas cuando volvió del exilio: “Ciutadans de Cataluña!”. Decir exactamente esto implicaba una fórmula engañosa y transaccional que evitaba problemas. Que eludía el debate, quizás contraproducente, de definir quién era y quien no catalán. Estas etiquetas, además, se pueden volver contra quienes las considera necesarias y normales. Los que reparten cédulas de identidad son a menudo unos miserables. “Yo soy más catalán que tú” o “Yo soy más español que aquel” equivalen a decir “Tú eres un traidor o tú no tienes los mismos derechos que yo”. Por lo tanto, en Cataluña, en un contexto y una realidad siempre excesivamente complicados, se evitan.

Pero, atención, en España las proclamas son sentimentales o políticamente interesadas, pero siempre están supeditadas a un hecho. Es español quién tiene la nacionalidad, le guste o no, y, por lo tanto, el DNI y el pasaporte. Cómo en cualquier otro lugar civilizado del mundo. De nuevo en Cataluña: y en este país ¿quién es catalán? La realidad administrativa –la realidad, es decir, la que da derechos políticos, derecho a la ciudadanía– señala que catalán es todo aquel ciudadano de nacionalidad española empadronado en algún municipio de Cataluña. Sea catalán o bereber. Se sienta español o tibetano. En realidad, pues, y como pronto determinará el Tribunal Constitucional, ser catalán es una circunstancia de vecindad administrativa. No comporta ninguna otra consideración legal. Y también por lo tanto, el concepto “pueblo catalán” no pasa de ser una declaración de buenas intenciones. En Francia no existe este “pueblo catalán”. Así lo han determinado sus tribunales. No hay un “pueblo de corazones”, a pesar de que haya una isla cargada de gente que se sienta.

La realidad jurídica, pues, marca unas pautas. Que pueden no gustar a mucha gente. Es catalán el ciudadano español que vive en Cataluña. Y tiene derecho a votar si se empadrona. Y si el mes que viene se va a la Rioja y lo hace allá, será riojano. Sin sentimentalismos ni falsos eufemismos, un “ciudadano de Cataluña” es un español que vive en Cataluña. Pero, aparte del hecho estrictamente administrativo un catalán es otra cosa. Catalán es, sencillamente, quien se siente. Viva en Cataluña o viva en el Perú. Haya nacido en Tortosa o en Londres. Si catalán es todo aquel que vive y trabaja en Cataluña, todas las personas que se sienten y que viven y trabajan en Nueva York no lo son. Y esto es una barbaridad. Quizás, pues, habría que dejarlo así. Ciudadano de Cataluña es aquel español –o comunitario– que vive y trabaja –o no– en Cataluña y que disfruta de los derechos que se derivan. Catalán es, sencillamente, quien se siente. Quien quiera serlo. Y nadie tiene derecho a excluir a nadie. Hasta que llegue un día, como pasa allá donde hay una cierta normalidad, que catalán sea el que administrativamente tenga derecho. Sin dar a este hecho ni más y ni menos importancia que la que le dan ahora mismo en cualquiera otro punto del mundo. Con los sentimientos y los peligros aparte.

 

Publicado por Avui-k argitaratua