Asediados diariamente por noticias financieras, económicas y sociales a cual más preocupante, espectadores -resignados o indignados- de la agónica política que nos rodea, corremos el riesgo de que nos pasen desapercibidos los datos esperanzadores, las notas de optimismo, los auténticos brotes verdes que la actualidad también suministra. Absortos en la contemplación del largo adiós de Rodríguez Zapatero, de la cansina vela de armas de Rajoy, de los ímprobos esfuerzos de Pérez Rubalcaba por zurcirse -a estas alturas- una virginidad izquierdista, tal vez no nos demos cuenta de que la piel de toro alberga aún estadistas de primer nivel, gobernantes con ideas imbatibles para superar la crisis y asegurar la felicidad de los ciudadanos.
Sin ir más lejos, el presidente de la Generalitat Valenciana, Francisco Camps. Sí, ya sé que las malas lenguas lo han vinculado a algunos asuntillos oscuros y han dado de él la imagen frívola de un hombre preocupado por trajes, correas, ceñidores y amigos del alma. En fin, la justicia dirá. Pero lo que ninguna sentencia futura puede emborronar -por mucho que la prensa canallesca no hable de ello…- es el acierto, la genialidad incluso, de algunas de sus medidas de gobierno.
Por ejemplo, ¿sabían ustedes que el pasado otoño, pocos meses después de que el Parlamento catalán prohibiese las corridas de toros, el presidente Camps instauró en su Comunidad el “día del toro”? Pues lo hizo, y la primera celebración anual de tan magno evento tuvo lugar los días 22 y 23 de octubre de 2010 en la plaza de toros y en el Palacio de Congresos de Castellón, con gran despliegue de mesas redondas, una exposición, un manifiesto reivindicativo y hasta clases de tauromaquia.
Pan y circo, dirán los aguafiestas, ignorantes de las inquietudes intelectuales y los afanes académicos del primer mandatario valenciano. Ya entonces, este constituyó una “comisión de festejos taurinos tradicionales de la comunidad” para que le asesorase en la materia. Y ahora ha encargado a esos comisionados que diseñen una cátedra de tauromaquia, la cual -según informó la pasada semana el consejero de Gobernación, Serafín Castellano- será propuesta u ofrecida a las universidades valencianas, haciéndoles notar que “es muy importante desde el punto de vista histórico, cultural y artístico”.
A la espera de lo que decidan los centros interpelados, la iniciativa resulta ya de entrada reconfortante: cuando otros Gobiernos reducen plantillas y presupuestos universitarios, el de Francisco Camps se ofrece a crear -y a dotar financieramente, supongo- una o varias nuevas cátedras. Pero a esa sensibilidad hacia la enseñanza superior y hacia las más acendradas tradiciones patrias se le añade un agudo sentido de la historia y de su continuidad.
En efecto: en 1823, después de que una intervención militar extranjera (la de los Cien Mil Hijos de San Luis) hubiese permitido a Fernando VII restaurar su régimen absolutista e inaugurar la que sería llamada Ominosa Década, mientras los liberales subían al cadalso o huían al exilio, perseguidos por las Juntas de Fe y otros órganos represores, poco antes de que -¡en Valencia!- el maestro Gaietà Ripoll fuese ajusticiado por “hereje pertinaz y acabado”, o sea en uno de los momentos más negros de la historia contemporánea de España, el rey Fernando decretó el cierre de todas las universidades del reino -focos potenciales de subversión y espíritu crítico- y, para llenar el vacío, hizo crear una Escuela Nacional de Tauromaquia…
Un fuerte aplauso, pues, para los asesores de Francisco Camps en materia histórica, porque han completado el bucle, y además les ha salido redondo. Después de clausurar los repetidores de TV-3 en toda la comunidad, de acribillar a multas a Acció Cultural del País Valencià y de emprender el desmantelamiento de la red escolar en lengua valenciana, nada era más coherente ni oportuno que dedicar recursos públicos al impulso de una cátedra de tauromaquia.
Allá en su tumba de El Escorial, el rey felón debe de estar relamiéndose de gusto ante tan ilustre émulo.