Una de las últimas películas del gran Kurosawa, y para este cronista la más exitosa de su periodo final -hecha a los setenta años-, Kagemusha, toca un argumento clásico, la sustitución del líder poderoso y carismático, ausente o desaparecido, por un doble físicamente igual que él, a quien hay adiestrar para hacerlo capaz de engañar al mundo con su presencia, y evitar el desastre que vendría si el mundo descubriera que el gran personaje ya no está. Kurosawa lo sitúa en las guerras entre clanes japoneses del s. XVI: un delincuente grosero debe representar al líder supremo durante la batalla decisiva, los giros y sutilezas psicológicas muestran en grado superlativo la finura y la agudeza del gran maestro.
Tomemos el lema emblemático del clan Takeda- la facción en cuestión-, que llevan en los estandartes y que los identifica entre los clanes nobiliarios: “Rápido como el viento, sereno como el bosque, fiero como el fuego, inmóvil como la montaña”. Es tentador escuchar iconológica y agradecidamente discurrir sobre la representación de los elementos dentro del lema, y éste debía ser el espíritu del culto conocedor de las tradiciones que lo elaboró, seguramente, adaptó o robó. La leyenda dice que para no caer derrotado no hay que desatender ninguno de los cuatro elementos, y el desastre del clan Takeda llega por el incumplimiento del último, seguramente el más importante: cuando se mueven y no debían hacerlo. En la última escena del filme lo constata el recitado fatal del premonitorio lema, así termina el relato.
Uno se siente obligado a preguntarse si el señor Rajoy es incondicional devoto de esta película. La pregunta es retórica, naturalmente; desconozco la singladura cultural del presidente del gobierno español, y si este señor tuviera mis simpatías sería una sorpresa agradable descubrirlo adepto de Kurosawa; digamos, por tanto, que sería simplemente una sorpresa, y no hay que decir inesperada porque, por definición, una sorpresa no es tal si no es inesperada. El gobierno de Rajoy y sus adláteres -inspiradores, comandantes, dueños o lo que demonios sean- no tienen nada de rápidos como el viento, ni son serenos como el bosque, ni menos aún fieros como el fuego, pero lo que no se les puede negar es que son inmóviles como la montaña. La cuestión se plantea por sí sola: ¿basta con esta calidad cuando no se tienen las demás? ¿Se puede considerar una calidad ser inmóvil como la montaña si no se es rápido como el viento, sereno como el bosque y fiero como el fuego? Seguramente no, e incluso al contrario, porque en este caso uno será tan sólo un pedrusco inerte, vulnerable por completo no sólo ante un enemigo poderoso, sino frente al primer paria que pase por allí dispuesto a mearse en él.
Esto ocurre ahora mismo en parte. El gobierno español, en forma de sí mismo o de instituciones hermanas, es estos últimos tiempos conspicuo protagonista de una serie única de éxitos internacionales desternillantes encadenados uno tras otro: el estatus de Gibraltar, la concesión de los Juegos Olímpicos a la ciudad de Madrid, la liquidación de la doctrina Parot en los tribunales europeos… Los hechos parecen corroborar la tesis inicial de este escrito, pero falla el elemento de la última consideración: como el único flanco con éxito de la gestión pública del inmóvil Rajoy (tan inmóvil que quizá incluso es el doble de sí mismo), es el catalán -¿parecerá desconsiderado constatar que los catalanes aún no han conseguido nada? ¿Que, al contrario, el único avance es que Madrid les ha vaciado las arcas?-, Se concluye que los catalanes no son ni siquiera el paria capaz de mear impunemente en el ruinoso portal del oscuro edificio del clan Takeda de la Moncloa.
Sólo la curiosidad histórica invita a quedarse para ver el final de este tedioso espectáculo, porque todos los elementos en juego son para huir asqueado. El conflicto entre España y Cataluña lo sostiene básicamente la ineptitud política de los dos bandos. Sin distinción de facciones, los elementos retóricos en juego son de una pobreza pueril, de una falta de categoría intelectual que los huesos de los próceres pretéritos de uno y otro bando -los de Olwer, Hurtado, Bosch Gimpera, Azaña, Negrín, Ridruejo, Sánchez Mazas- deben estar crujiendo de risa en sus sepulturas.
Estamos en medio de una guerra, que no lo dude nadie, una guerra en la que se hace todo lo existente al alcance de cada uno para destruir al enemigo, no adversario, ni antagonista, ni rival, ni contendiente: el enemigo. Y hay que felicitarse por estar en la OTAN y que la logística militar dependa de Bruselas, y no tener la expectativa de ver entrar los tanques por la Diagonal (pero la Guardia Civil aún tiene Jeeps y ametralladoras). Las últimas señales del campo de batalla no invitan al optimismo. La discusión sobre posiciones relativas y extremistas parece extraída de un manual barato de autoayuda: yo soy el moderado y tú el extremista, y eso lo dice todo el mundo. Que los términos ideológicos próximos a la ética son relativos ya lo sabíamos, ¿pero tanto?
¿Concordia? Todos dicen, perfecto, pacto, acuerdo, lo que quieras, pero sobre lo que yo digo. Observará el amable lector que a la hora de concretar (algo) los elementos en juicio he repartido las atribuciones entre los dos bandos y dos bandos son y, sobre todo, serán, no tres ni cuatro ni cinco: españoles y catalanes- o , por lo menos, no he especificado. Desacierto y desbarajuste no son, por desgracia, atributos exclusivos de unos u otros. Pero no sería justo repartir cargos al cincuenta por ciento, porque una de los dos bandos tiene la sartén por el mango, y por tanto el dominio de los hechos, tanto de las acciones que los han desencadenado como de las posibles salidas. Y siempre se ha dicho: el que tiene más poder tiene más responsabilidad.
EL PUNT – AVUI