El otro día, en el centro donde trabajo, atendí a una chica cubana que quería hacer un curso de catalán. Le pregunté si me entendería en catalán y me respondió que no. Debía ser verdad, porque le tuve que traducir la pregunta al español. La chica parecía agradable y simpática, y mientras llenaba la ficha de inscripción, empezamos un pequeño diálogo. Como vi que en la ficha decía que hacía tres años que vivía entre nosotros, le pregunté cómo era que en tres años no había aprendido nada de catalán, y por qué justamente ahora quería hacer un curso. Me dijo que hasta entonces no había necesitado el catalán para nada, pero que ahora le pedían haber hecho unos curso de 45 horas para conseguir el certificado de arraigo. “Ya entiendo”, le dije con la intención de acortar la conversación e ir al grano. Ya estoy acostumbrado a todos los prejuicios posibles sobre las lenguas, pero eso no quiere decir que me guste perder el tiempo.
Sin embargo, la chica se llevó la impresión equivocada de que yo era una persona empática y que podía hablar con el corazón abierto. Me dijo que no le gustaba que le hicieran hacer las cosas por obligación, y que no entendía que tuviera que hacer un curso de catalán a la fuerza. Yo le di la razón y añadí que a mí tampoco me gustaba que me hicieran hacer las cosas por obligación, pero que a mí me pasaba justo al revés que a ella, que lo que me obligaban a hablar era el castellano. Entonces, fue ella quien quiso mostrarse empática: “Sí, ya me han contado lo que pasaba con Franco”. “¿Franco?” Respondí sorprendido. Le expliqué que este señor hacía más de 40 años que criaba malvas y que ya no podía obligar ni a los gusanos que dejaran de roerle. Ella dibujó un interrogante con las cejas y se quedó mirándome sin hacer caso de la ficha que debía llenar. Después de un breve silencio melodramático, le espeté: “Eres tú, la que me obliga”. Puso unos ojos como platos.
Tuve que reconstruir todo lo proceso. Primero le pregunté cómo había sabido, al entrar, que yo la entendería si me hablaba en castellano. La pregunta le pareció absurda, porque en Cataluña todo el mundo habla el castellano. Entonces le pregunté por qué creía que además hablábamos el catalán, si pensaba que nacíamos con una dotación genética especial que nos hacía bilingües desde el nacimiento, y además teníamos la suerte que nos lo hacía en español. ¿Alguna vez se había planteado por qué todos hablábamos castellano? Se encogió de hombros. Añadí que podía imaginar, si ella quería, que Franco había sido el primero en obligarnos a ello, pero que en realidad la cosa venía de mucho antes, y que aún ahora nos obligaban. Y que en ese preciso momento era ella quien me obligaba. Porque, si yo no quisiera hablar castellano, ¿cómo nos entenderíamos ahora? ¿Y qué pensaría ella?, ¿que lo hacía porque no me gusta que me obliguen a hablar en castellano?, ¿o que en realidad no me costaría nada, pero como soy un antipático de base o, mucho peor, un nacionalista étnico excluyente con tendencias genocidas (lo que antes llamábamos un “rojo-separatista”), me había propuesto hacerle la pascua.
Sin decir nada, se volvió a concentrar en la ficha y la terminó de llenar. Sería la primera vez que a esa chica alguien le hablaba con sinceridad, lo que en este país no hace nadie que se considere un hombre de bien. Porque, claro, la sinceridad sólo provoca crispación, y al final el más inocente le acaban arreando un par de sopapos saliendo de la comunión de la sobrina. Somos así y no se puede hacer nada.
Si yo tuviera un mínimo decoro, o una pizca de caridad cristiana, lo habría terminado en ese punto. Pero quise apretar la tuerca y añadí: “Si crees que hablamos castellano por culpa del Franco, y ahora tú vienes y te aprovechas, ¿no te parece que estás colaborando con él?” No contestó. Me tendió la ficha llena, le hice la matrícula y se fue sin decir palabra. Lo que ya no sé es si volverá. Ya lo dicen, que los catalanes somos muy cerrados.
EL MATÍ DIGITAL
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