A estas alturas, cuando la palabra (no el concepto) se ha extendido por el ancho mundo con más aplicaciones de los que un uso razonable debería admitir, nadie puede definir qué significa cultura. Ni yo tampoco, a pesar de haber dedicado a la materia infinidad de papeles y casi medio libro en ‘Sobre ídolos y tribus’. En cualquier caso, para la mayor parte de la gente es cultura lo que les es mostrado como tal: lo que les muestra como cultura quien tiene poder para mostrarlo. Porque esta es la otra cuestión, y no menos importante que las definiciones: la cuestión de las decisiones. Quién decide, por qué, para qué, y con qué criterios. No hablo ahora sólo de si alguien debe decidir sobre el valor, digamos intrínseco de los objetos o productos que llamamos culturales: no hay duda de que vale más la poesía de Ausiàs Marc (por no salir del país) que los versos de un llibret de falla o unos ripios de fiesta local en San Roque; que en la historia de la arquitectura tiene más valor la Lonja de Valencia que cualquier casita rural de piedra seca; que vale infinitamente más una escultura de Andreu Alfaro que cualquier hierro que podría fundir yo o retorcer si se me ocurría la fantasía el hacerlo. No se trata, pues, de promover un relativismo apocalíptico y banal: no todo es igual, no todo vale igual. Pero es inevitable que la percepción del valor que tiene la mayor parte de la sociedad dependa de las decisiones sobre el valor que toma la autoridad competente, y aquí es donde entran los ídolos de la tribu: las imágenes de valor que la sociedad, lo que solemos decir “la gente”, recibe y percibe. Como el valor (?) Emblemático de la Ciudad de las Artes y las Ciencias (que no es ni una cosa ni la otra, ni menos aún ciudad, pero eso, de momento, lo dejaremos estar), objeto de un culto idolátrico tan general y profundo como el que -hasta ahora…- ha recibido su arquitecto o ingeniero jefe. Ídolos quiere decir imágenes, quiere decir representaciones, en el sentido de Francis Bacon, el filósofo del siglo XVI, no el pintor del XX. Y cultura, para la mayor parte de la tribu de Bacon, es decir, del común de la gente, es (repetiré la idea) lo que les muestra como tal quien tiene poder para mostrarlo. Es valioso, o grande o bueno, por lo tanto, el objeto o individuo (un edificio, un poeta, un cuadro, un músico…) que es proclamado como tal por quien posee el poder de proclamarlo.
Así, si la Lonja de Valencia es proclamada “patrimonio de la humanidad” por la UNESCO, a iniciativa de los poderes correspondientes, querrá decir que es un edificio valiosísimo. Si Ausiàs Marc no tenía -y todavía no tiene- grandes plazas o céntricas avenidas, monumentos bien visibles, páginas frecuentes en los periódicos y capítulos en los libros de texto, significa que era muy poca cosa, tan poca cosa que era o es casi invisible. Como cuando yo hacía bachillerato y, en los libros de texto, figuraba en letra pequeña dentro de las pocas líneas dedicadas a las literaturas regionales, y el profesor nos decía que eso no tenía ninguna importancia y no entraba en el examen: “Sáltenlo.” De modo que el valor del poeta para la tribu no reside en la calidad interna de los versos, que poca parte de la gente leerá y sabrá entender, sino en la proclamación pública de esta calidad como imagen valiosa. El Misterio de Elx (Elche) era, fuera de la ciudad de Elx, poco más que una curiosa ceremonia o un residuo entrañable hasta que ha sido reconocido y proyectado como una parte singularmente valiosa y emblemática del patrimonio cultural. Y la ciudad de Morella, el Tirant lo Blanc, el botánico Cavanilles o cualquier otro ejemplo que desee: no puede ser recibido como grande, importante, valioso, superior lo que no es proyectado con estos atributos. Y quien decide, en definitiva, el orden de estos valores superiores, sus componentes y su jerarquía, no son los receptores de las imágenes sino los emisores. Porque la tribu no encuentra estos atributos de valor por contacto directo y espontáneo de cada individuo con la obra valiosa, sino a través de y mediante la imagen proyectada, y más cuanto más poderosamente -con más poder- es proyectada. El hecho, la desgracia, la pena, es que, en el País Valenciano, quien tiene el poder de proyectar tiene unos ídolos propios: es más valiosa una carrera de coches o una construcción extraterrestre que toda la historia del arte y de la literatura. Y perdonen este poco de teoría, que quizá explica algunas cosas que podrían parecer inexplicables.